Jaws
Dir: Steven Spielberg | 124 min. | EE.UU.
Intérpretes:
Roy Scheider (Jefe de polícia Martin Brody)
Robert Shaw (Quint)
Richard Dreyfuss (Matt Hooper)
Lorraine Gary (Ellen Brody)
A mediados de los años 70 el cine estadounidense recuperó nuevamente la posición de punta y si hubo una obra que realmente catapultó a los grandes estudios de Hollywood a su nivel de todopoderosos esa ha sido la de Steven Spielberg. Convertido en esta década en la mejor promesa para las majors, cosa que se iría confirmando película tras película. Es precisamente con esta aventura marina que se consolidaron varios de los mecanismos del negocio cinematográfico moderno pero a la vez es una de las más brillantes muestras del muchas veces subestimado universo spielbergiano y una de las grandes películas de los 70.
El rumbo ascendente de la carrera del realizador ya se puede ver desde su primer largometraje Duel. Pero es Jaws la que más nítidamente lo sitúa en el lugar más expectante para los productores y a pesar de lo que se diga, en esta ocasión atinaron no sólo a nivel de negocio. Spielberg demuestra desde el comienzo una sensibilidad innovadora, igual a la de otros compinches de generación a quienes se les dio la oportunidad (como nunca más) de experimentar con sus fantasías y referencias cada cual más disímil. Es esta, en mi opinión, la época más notable de su trayectoria.
La película juega a partir de una premisa tan simple pero compleja a la vez, como la del miedo a las intempestivas fuerzas de naturaleza. Como uno de esos tantos peligros que trae el Atlántico (huracanes por ejemplo) surgen de las aguas veraniegas las primeras incursiones de lo desconocido. Cuerpos mutilados ferozmente no hacen sino causar el pavor de distintas maneras como personas hay: los de los despreocupados turistas hasta los de los patrocinadores y empresarios de la farra playera.
A partir de acá Spielberg se convierte en un minucioso y detallista cronista de la idiosincrasia americana y qué forma más malévola de presentarla que en la de un tiburón aguafiestas que viene a echar a perder negocio, salud y seguridad. Todo aquello que la vida familiar común y silvestre desea. El jefe Brody (Scheider) es tal vez la única persona que caerá en cuenta del verdadero peligro y el más decepcionado por las taras y obstáculos a su paso: los encubrimientos y la ignorancia. Solo tendrá de compañero idealista al docto y hippie a rabiar Hooper (Dreyfus) pareja ideal de la contracultura. Para aquellos que alucinan al director como el ñoño y calculador creador de espectáculos de sobremesa solamente deben de ver a este genial y feroz creador de aventuras siniestras que contemplamos con asombro de niño. Algo que en su época le tildaron sólo de espectáculo sangriento y comercialista en extremo.
Con clasicismo ejemplar el director va estructurando su relato, primero por el asombro y temor por lo que no se ve, hasta llegar a volverse cada vez más directo y trepidante. Así nuestro conservador pero leal líder y su intelectual y bisoño compañero se harán a la mar en busca de la amenaza en el navío del alunado Quint (Shaw) una especie de capitán Ahab en busca de revancha. Spielberg sin dejar de ser el preciso narrador de conflictos de personajes de la primera mitad deja aquí salir todo aquel talento que le conocemos en la acción. El viaje se convierte en un traspaso a otro mundo. Un mundo de fantasía como aquellos que los primero viajeros describieron. No vemos absolutamente nada más que el afán cazador y la angustia de los protagonistas, pero son las sugerencias lo que priman en esta poesía loca e intrépida. Solo bastan las historias tétricas sobre los ojos sin vida del perseguido – perseguidor o los acordes de la clásica banda sonora de su socio John Williams, o los cantos de las ballenas para situarnos en un estado distinto al que llamamos realista.
La esencia del arte de Spielberg radica en eso, en hacernos olvidar lo ordinario siquiera por un momento y decirnos ante nuestros incrédulos ojos que hay espacio para algo más. Abre su cajón de juguetes y nos revela (para bien o para mal) lo que hay detrás del telón o la puerta del sótano. Miedos pero a la vez curiosidades primarias que están en la esencia de nuestro ser. El monstruoso e irreal tiburón es un ejemplo claro (referencia mayor al miedo a los pájaros en el clásico de Hitchcock) de esta dualidad de atracción por lo insólito y temor por lo desconocido que habita en el cine de Spielberg.
Hay que citar sin duda las desconfianzas a su cine precisamente a partir de esta película. Acaso la creadora del concepto actual de lo que se llama un blockbuster (como Star Wars poco tiempo después), una película que se prepara para arrasar las taquillas estrenándose en las temporadas altas de vacaciones. Eso e incluso todo aquello de espectáculos vacíos que consolidan la hegemonía americana y etcétera. No niego que haya razón en ello pero en sus mejores películas Steven realmente es capaz de transmitirnos toda su personalidad más allá de los deberes y poderes de los grandes negocios. Ahí tenemos todo el verdadero interés de su obra que parte del reciclaje de lo más clásico del cine de su país del que es uno de los pocos dignos representantes que le quedan. Su ludismo llega en estos casos a ser tan auténtico como el de un niño jugando con plastilina. Un niño grande que a pesar de lo que se diga realmente sabe transmitir magia cuando se lo propone.
Jorge Esponda
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