Singin’ in the Rain
Dir. Stanley Donen y Gene Kelly | 103 min. | EE.UU.
Intérpretes:
Gene Kelly (Don Lockwood), Donald O’Connor (Cosmo Brown), Debbie Reynolds (Kathy Selden), Jean Hagen (Lina Lamont), Millard Mitchell (R.F. Simpson)
Si ha habido un tipo de cine entregado a la evasión total ese fue el musical de Hollywood. Surgido en un inicio como extensión de las amplias y coloridas revistas musicales teatrales, rápidamente habría de encontrar su propia identidad sobre el ecran. Sería bajo el talento de unos cuantos creadores (como Berkeley en los 30 y Vincente Minnelli años después) que el género llegaría a culminaciones gloriosas. De todas ellas la mas célebre y totalizadora habría de ser esta mirada cálida al universo mismo del cine presentado bajo el empeño personal de su estrella absoluta Gene Kelly, quien la codirigió junto a su descubrimiento Stanley Donen. Dentro de la misma maquinaria de Hollywood se atreve a revelar todos sus trucos pero no a la manera amarga y desencantada que hiciera un poco antes esa otra obra maestra que fue Sunset Boulevard. Más bien se trata de una respuesta alegre y vivaz que habla del oficio con todas sus dificultades y ritos pero con la consigna de que «el show debe continuar».
Gene Kelly convertido ya a principios de los años 50 en ídolo consolidado habría de dar el salto como creador de sus propias coreografías y fantasías. A diferencia del bailarín actor Fred Astaire (su gran rival) las intenciones de Kelly eran mayores. El entusiasmo y entrega del hombre del espectáculo es el móvil de esta película. Más que cualquier otra nos abre con tal explosión de talento el camino para revisar con comodidad todos los sucesos tras la gran maquinaria, la camaradería y pugnas internas. Mucho antes que tantos experimentos de autores con otro tipo de ambiciones, Kelly y Donen nos descubren este mundo paralelo donde la irrealidad se confunde milagrosamente con la cotidianeidad de un oficio cualquiera.
El mismo Gene no se toma en serio y hasta decide mofarse de todo su stardom convertido en un doble: Don Lockwood. La película se inicia con la exposición del glamoroso circo de un avant premiere y la caricatura de las celebridades que se pasean una y otra vez para dejar paso a toda una historia de ascenso y sueños realizados a costa de sacrificio (genial la narración del protagonista y su contraparte visual). Que más da si los detalles son mejorados en bien de la ilusionada audiencia.
Pero aquí se nos presenta el otro aspecto interesante de la cinta. Se trata de una premiere del Hollywood de 1927. Es el año de The Jazz Singer y la aparición del cine sonoro. La película se adueña de este contexto para crear todo un notable juego con el tránsito torpe y complicado hacia esta forma expresiva del futuro. La tropa de Gene se enfrentará al reto con la sonrisa en los labios como lo dicta la tradición del musical. Si hay algo realmente sorprendente es como dando a conocer todas las verdades y artificios de los estudios como si fuesen trucos de feria, hace de su película todo un nuevo trance para el espectador quien no deja de aplaudir el número.
Esta película habría de convertirse en una de las más gloriosas expresiones de ese arte y estilo casi disuelto por el realismo. La magia de la confusión entre la vida y su reflejo en el espejo de la ficción solo alcanza su cima en aquellos momentos en los que el paseo y la conversación se tornan de repente en baile y canto. De ello da cuenta este clásico así como de toda una época fundamental en el espectáculo norteamericano de la que hace papel casi de cronista del show business más que la presentadora de chismes de la farándula que aparece en el inicio.
Esta película se dispara del musical anterior por su innovadora construcción de ilusiones y fantasías una dentro de la otra. Muchos de los momentos más memorables son aquellos en los que se entrelazan los afanes de sus estrellas poco a poco hacia la concepción del gran proyecto. Las ocurrencias dentro de un set acostumbrado al barullo pero que debe acostumbrarse desde ese momento al ¡silencio! del director tratando de darle solución a su argumento de fantasía. Para ello acuden en su ayuda la estrella Don y su amigo Cosmo dispuestos a salvar el show con lo que mejor saben hacer.
Aquel baile en el salón del profesor de dicción revela su dogma respecto al espectáculo y arte visual como enriquecedor de las líneas más perfectamente pronunciadas. Y por supuesto aquella hermosa secuencia en la que bajo la consigna de salvar el show, la dulce Kathy dobla la voz a la incapaz Lina. En ese tránsito en que imágenes y voces se entrelazan hasta dar el sublime resultado es donde se concentra el real logro de esta mirada desde adentro. Todo ello no apunta a otra cosa que a la celebración apoteósica y sincera que se extiende hasta la ficción dentro de esta otra ficción. Como canta el buen Cosmo: «make them laugh», en medio de toda la utilería o en la famosa secuencia del baile de Gene aludiendo a la canción inspiradora de su risueño optimismo vencedor de cualquier prueba.
Pero si de quedarse con un momento que resuma verdaderamente el espíritu de la película, del musical y de la esencia misma del cine de los grandes estudios esa es la de los enamorados protagonistas dentro del set vacío. Unas luces, una brisa suave y una bruma distante son convocadas por la varita mágica de Gene para hacer de este el escenario propicio del romance. La convivencia genial de los sentimientos transparentes dentro del centro mismo del artificio. Formidable logro del espectáculo que se ha perdido en el tiempo. Química precisa y única que consigue su creador, una de las pocas estrellas totales que pudo haberse catalogado como tal en el cine. Singin’ in the Rain posee tal convicción en su espíritu y concepción que ha quedado invariablemente en la imagen fílmica como el modelo del cine musical desde entonces.
Jorge Esponda
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