The Da Vinci Code
Dir: Ron Howard | 149 min. | EE.UU.
Intérpretes:
Tom Hanks (Robert Langdon), Audrey Tautou (Sophie Neveu), Ian McKellen (Sir Leigh Teabing), Jean Reno (Captain Fache), Paul Bettany (Silas), Alfred Molina 8Bishop Aringarosa)
Estreno en Perú: 18 de mayo del 2006
El código Da Vinci es un thriller con la calidad profesional estándar de la industria hollywoodense, eficiente en su mayor parte y cuyo eventual éxito de taquilla se basa principalmente en la controversia suscitada con la Iglesia Católica. En esta nota tocaremos ambos puntos. Adelanto que, como película, no es nada del otro mundo (a pesar de su temática religiosa) por lo que tampoco se pierden nada si no la llegan a ver; más aún, es posible que –en este caso– la novela sea mejor que el filme.
La estructura de la película está construida sobre la base de secuencias de persecución intercaladas con escenas de explicación. Como en todo policial convencional, se parte de un crimen desde el cual se va desmadejando una compleja trama que incluye varios retrocesos al pasado remoto (desde los tiempos bíblicos hasta el Concilio de Nicea y las cruzadas) y relativamente reciente (de los protagonistas); a veces con misteriosas difuminaciones donde se confunde el pasado con el presente.
Un punto interesante es que el héroe protagonista (el profesor Langdon) y su protegida (la criptóloga Sophie Neveu) viven rodeados, protegidos (sic) y luego perseguidos por (el resto de protagonistas que resultan ser) diversos villanos; desde el grotesco Silas, el tenebroso monje albino y agente operativo del Opus Dei, hasta otros que se van reb(v)elando gradualmente (como el inspector Bezu), conforme avanza una trama más bien retorcida y salpicada de todo tipo de acertijos (los hay hasta por gusto). En otras circunstancias, este filme sería un thriller más eficaz sino fuera por las –en ocasiones– farragosas explicaciones que sin embargo constituyen el verdadero “gancho” de la película.
Esta abundancia de información podría sugerir que estamos ante una película de tesis, es decir, que quiere revelar o demostrar críticamente un concepto de corte ideológico. Lo que no es el caso, ya que el filme es declaradamente una obra de ficción y no busca ni pretende abonar a una determinada causa política o social (como sí ocurre, por ejemplo, con El crimen del padre Amaro). En consecuencia, lo que hace tolerable estos circunloquios y sesudas adivinanzas (todas resueltas como por arte de magia por el erudito Dr. Langdon) es averiguar finalmente cual es el misterio que tanto escándalo ha causado en el Vaticano. Todo ello apoyado convenientemente por una ambientación en museos, templos y ciudades europeas, muchas veces en penumbra y sombrías locaciones nocturnas; lo cual se acompaña de efectos de sonido y música apropiados para un filme de suspenso con pretensiones misticistas. A ello debe sumarse un trabajo de cámara centrada en los rostros de los protagonistas y en abundantes planos de detalle que, en conjunto con los otros elementos formales citados, intensifican tanto el dramatismo como la emoción en el espectador.
Aún así, este planteamiento formal funciona mientras dura la rutina de persecución – explicación en el argumento; pero cuando esto concluye tenemos –calculo- unos 20 minutos más de película en los que siguen puras explicaciones e información para poder terminar de desarrollar la tesis del libro (lo que, en otras circunstancias –y para algunos–, puede resultar un tanto aburrido). En este punto, El código Da Vinci recuerda a El Señor de los Anillos, otra película que presenta (si mal no recuerdo) hasta dos desenlaces adicionales únicamente por exigencia de fidelidad –como en este caso– a la obra literaria en la que está basada.
El tema de la controversia con la Iglesia es pertinente puesto que el filme (como la novela) está dirigido a un público masivo formado en el cristianismo pero sometidos a un fuerte proceso de secularización. Se trata de creyentes que van a misa, comulgan y observan los ritos pero que en su fuero interno discrepan con temas como el celibato sacerdotal, la virginidad previa al matrimonio, el uso de métodos anticonceptivos o que las mujeres no puedan ser ni ejercer como sacerdotes. Un público que comparte ciertos valores tradicionales (la familia, por ejemplo), pero sin exagerar en cuanto a otros temas, como los señalados más arriba. Por ello, el filme de una u otra forma defiende varios de estos puntos pero enfilándonos contra algunos dogmas fundamentales de la fe cristiana (de allí que también los evangélicos hayan puesto, literalmente, el grito en el cielo por esta película).
En efecto, el filme presenta a un Cristo puramente humano, casado ni más ni menos que con María Magdalena y (para colmo) con una hija. La Iglesia, como institución histórico-temporal habría ocultado desde su inicio y, peor aún, perseguido a la descendencia de Jesús (y a los presuntamente verdaderos valores representados por el personaje). Esto no es un descubrimiento de Dan Brown, el autor de la novela, sino una vieja leyenda históricamente insostenible y tan falsa como el supuesto envenenamiento de Mozart por Salieri (en Amadeus). Sin embargo, el público termina por creer (o sospechar) que por lo menos hay “algo de verdad” en la leyenda, ya que ésta “explicaría” histórica y visualmente mucho de aquello que los católicos comunes y corrientes no comparten hoy con la jerarquía eclesiástica. Ello porque vivimos en una sociedad mediática, donde –según la caracterización de Régis Debray en su “Curso de mediología general”– la Iglesia ha sido reemplazada por los medios de comunicación como “clase espiritual”, el dogma desplazado por la información, la fe por la opinión y donde el “dicho de autoridad” ya no es “me lo ha dicho Dios” sino “lo vi en la tele” (en este caso, en el cine).
En efecto, el sólo hecho de que esta leyenda anticlerical aparezca en las pantallas ya le da una tremenda dosis de credibilidad. Pero, además, al interior del filme se reafirma el poder de la imagen, de lo visible sobre lo invisible (siempre siguiendo a Debray). En ese sentido, es fundamental la secuencia donde el historiador encarnado por Ian McKellen ilustra a Langdon y a su protegida sobre la leyenda apelando a un análisis de la famosa pintura “La última cena” de Leonardo. Allí se utiliza un software gráfico para presuntamente “analizar” la tela, descomponiéndola un poco, moviendo de lugar a los retratados y hasta cambiándoles el sexo, todo ello en un monitor de pantalla plana y plasma: ¡¿qué puede ser más convincente?!
El famoso “Código Da Vinci” se trata, por tanto, de una genuina operación de marketing destinado a explotar la credulidad de un público al que escuchamos murmurar y hasta debatir sobre esos misteriosos disparates mientras salimos del cine. El objetivo principal del filme, sin embargo, está cumplido: llenar butacas.
En consecuencia, la ira del Opus Dei se debería no sólo a razones religiosas (y a que el filme lo presenta como los malos de la película), sino también porque ellos regentan “carreras mundialmente reconocidas de comunicación y ciencias de la información” en las universidades de Navarra, Santa Cruz y la argentina Austral, según la nota “Divinas RRPP” de Paula Araneo, en la revista Imagen, Nº 54-2001, p.11, especializada en relaciones públicas e imagen institucional. La autora de esa nota concluye que “sin duda el Opus lleva la vanguardia de la Iglesia en materia de comunicación” (ibid.). Por tanto, ellos comprenden claramente el poder de los medios y sus implicancias para la fe.
En efecto, desde un punto de vista religioso es interesante entender el malestar de la Iglesia Católica. Para una mentalidad racionalista como por ejemplo la de Borges –que consideraba la Biblia como “el mejor libro de literatura fantástica jamás escrito”–, El código Da Vinci seguramente le parecería una fantasía más que no debería afectar la sensibilidad de nadie. Sin embargo, para los creyentes “de verdad” sí representa un grave ataque a su fe. La Iglesia no tiene problemas con que se le cuestione su pasado y las diversas atrocidades que cometieron en tanto institución histórica-temporal (y humana); y por cierto ya se ha hecho un mea culpa de algunas de éstas. Lo que le perturba, sin embargo, es que el ataque venga en el mismo plano religioso: lo que para muchos es ficción para ellos son realidades muy vívidas y en las que sienten la formidable presión (y competencia) de una cultura mediática y secular. Para ellos, la película cuestiona dogmas fundamentales y trae como consecuencia dudas que mantienen esa fuerte influencia secular en su feligresía y contra la que tanto han luchado Juan Pablo II y su sucesor Benedicto XVI.
No obstante, ello no justifica la virtual prohibición de Monseñor Cipriani, en Perú, de no ver la película; básicamente por dos razones: 1) el filme no promueve una fe o creencia alternativas a las cristianas (aunque sí ha atizado las divisiones internas en la Iglesia peruana, donde otro clérigo jesuita ha defendido el derecho de los fieles a ver la película) y 2) efectivamente, no se puede tratar a los creyentes como incapaces de pensar por sí mismos (y, de hecho, un prominente miembro supernumerario del Opus Dei en Chile, el ex candidato presidencial derechista Joaquín Lavín, ha declarado que irá a verla “por curiosidad”). Esto demuestra que una posición más tolerante es posible; sobre todo si consideramos que el boicot de la Iglesia es el efecto más buscado por los productores de este filme que pronto pasará al olvido, salvo por su recaudación en taquilla.
En todo caso, el asunto de fondo que debe afrontar la Iglesia es preguntarse el por qué de esa secularización y cómo enfrentarla desde su punto de vista. Aunque quizás este sea también un problema sin solución…
Juan José Beteta
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