2001: A Space Odyssey
Dir. Stanley Kubrick | 114 min. | EE.UU. – Gran Bretaña
Intérpretes:
Keir Dullea (Dave Bowman), Gary Lockwood (Frank Poole), William Sylvester (Heywood R. Floyd), Leonard Rossiter (Andrei Smyslov), Margaret Tyzack (Elena), Robert Beatty (Ralph Halvorsen), Sean Sullivan (Bill Michaels)
Stanley Kubrick hizo de esta película una aproximación extraordinaria de las aún desconocidas posibilidades del cine de ciencia ficción. A partir de la novela firmada por Arthur C. Clarke realizó uno de los viajes más recordados de la generación del hippismo y el LSD. Viaje en busca de la respuesta absoluta, la razón de la humanidad, sus orígenes y su fin. Empeño ambicioso como pocos en el cine y que convirtió al descomunal proyecto en una película faro que trabajó con la esencia asombrosa de lo fantástico pero que se aventuró mas allá de sus fronteras. Estamos definitivamente ante una película que escapa al cine de género, envuelta en un enigma (acaso todavía sin contestar). El gigantesco viaje se remonta a los inmemoriables tiempos que para el universo son apenas instantes y que se presentan como una alternativa o llamada de atención a la rauda y dantesca convulsión de la época en que se estrenó. El paseo por la historia absoluta se mueve con la tranquilidad de los tiempos que ven levantarse y derrumbarse a las civilizaciones del mundo, acaso todas y cada una de ellas como parte de un proyecto total cuyo fin ni siquiera conocemos.
Stanley Kubrick siempre rodeó de gran misterio cada uno de sus proyectos, tal fue el caso de esta película, insólita respecto a todo lo visto antes y para la cual no dudó en conseguir (o inventarse) los más deslumbrantes recursos. El proyecto se define en sí a grandes (y demasiado generales) rasgos como una búsqueda hacia la verdadera razón de la humanidad, hacia su misma esencia y su evolución a través de los tiempos. Búsqueda que nos remite al principio, a los albores de su existencia. El público de la era de Vietnam, el flower power y las drogas duras y demás agitaciones frenéticas se vio desconcertado entonces ante la visión de este mundo primitivo y tranquilo, de lento transcurrir, ajeno a la velocidad moderna y en el cual nos vemos reflejados por nuestros antepasados que aún sin las inquietudes de la modernidad poseen todas nuestras necesidades primordiales que no han cambiado en miles de años. La propia naturaleza e instintos violentos habrán de despertar ante una influencia desconocida e incomprensible. Se trata acaso del primer momento de una posible evolución y con toda su importancia la película nos la presenta con la solemnidad de la clásica partitura de Richard Strauss: el extraño monolito surgido en medio de la rutina de subsistencia del primer hombre inspira a uno de ellos a cometer el primer arranque o grito de dominio con un hueso en la rudimentaria mano que hace caer con potencia sobre los animales que vagan alrededor como confiados compañeros.
Es tan sólo el inicio de la aventura más grande a la que nos enfrentamos por un extraño impulso, nos dice Kubrick, quien nos lo resume en acaso una de las imágenes más recordadas de la época: el primer hombre vencedor lanzando el hueso (arma o cetro) hacia el cielo, hacia las alturas, las estrellas que habrán de contemplar su destino rápidamente adelantado por los artefactos y la tecnología desarrollados tiempo después (para los astros). Para ese entonces (tiempo pasado para nosotros pero que más da) el hombre habrá descubierto el camino lejos de la protección maternal de su mundo de origen para enrumbrar su ansia de conocimiento y conquista mas allá de sus confines. Kubrick magistralmente nos resume la gigantesca odisea tan sólo para prepararnos hacia otra escala del viaje, adelantado por la gracia de sus transbordadores y estaciones espaciales girando como al ritmo de un vals de Strauss. Es el preludio de un nuevo contacto. El doctor Floyd y sus camaradas serán los privilegiados en establecerlo en la luna como mucho antes los antepasados descontrolados y gruñentes, los mismos que estuvieron en presencia del extraño y aparentemente inerte mensajero invitando hacia el más allá para desatar aun más el descomunal e insaciable interés de los participantes.
Así a bordo de la nave Discovery es que Kubrick nos instala ante la resolución de todas sus preguntas y pretensiones. Estamos como desde el inicio ante una extraña narración que nos inserta en la historia del viaje hacia la lejana Júpiter no con la emoción de la aventura sino con la inquietud de una observación científica. Siempre atentos y absorbidos por esta gran posibilidad (cada vez mas cercana) representada por la obra maestra de todas nuestras quimeras: la computadora HAL 9000, a quien se le termina delegando las vidas y el éxito de la misión. Camino no necesariamente deseado por el anfitrión de esta partida. La interacción y posterior enfrentamiento de los pilotos David Bowman y Frank Poole con la inteligencia artificial ante la cual están en desventaja es rica en detalles alrededor de la inquietante posibilidad del mundo deshumanizado e hipertecnologizado al cual nos estamos acercando. Mundo no ajeno a fallas a pesar de todo lo previsto y que es mirado por su demiurgo como una necesaria lección a sus criaturas aún en categoría de bebes de torpe andar. Toda la secuencia de la desconexión de HAL debe ser uno de los momentos más sinuosamente dramáticos que se hayan visto en el cine.
Es solo el mismo hombre, sin mayores aliados o armas, el que se verá cara a cara con su destino más allá del infinito. En un viaje psicodélico e hipnótico a donde ningún ojo humano había llegado y que es resuelto por Kubrick con tal capacidad visual como tantas veces imitada y nunca vuelta a conseguir con tal intensidad. El viaje del pionero David llegará a su lugar de destino con apariencia al de origen, imagen familiar pero enrarecida (como lo es la misma película cuando se la quiere insertar al género). Es en este escenario en el que se sucederá el gran momento de otra evolución. Punto culminante (o tal vez no) del gran proyecto al que nos ha traído el talentoso y extraño realizador quien nos presenta los albores de otra humanidad. Una que nos lanza su mirada de recién nacido como para dejarnos al final de este viaje con una indefinible mezcla de desconcierto, inquietud y sensación de inferioridad.
Jorge Esponda
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