Bin-jip
Dir. Kim Ki-duk | 88 min. | Corea del Sur – Japón
Interpretes:
Lee Seung-yeon (Sun-hwa), Jae Hee (Tae-suk), Kwon Hyuk-ho (Min-gyu, esposo), Joo Jin mo (Detective Cho), Choi Jeong-ho (Funcionario de prisiones), Lee Dah-hae (Ji-eun), Park Dong-jin (Detective), Moon Sung-hyuk (Sung-hyuk), Park Jee-ah (Jee-ah)
Tae-suk (Jae Hee) es un joven vagabundo que ocupa casas y departamentos ajenos hasta que se tropieza con Sun-hwa (Lee Seung-yeon), otrora conocida modelo que ahora languidece por las brutales golpizas de su marido. Ella siente curiosidad por los hábitos del joven y decide seguirle en lo que será una sorprendente odisea. Hierro 3 es así otra oportunidad que tenemos para adentrarnos en el cine de Kim Ki-duk.
Hace poco comentaba que en La prueba, de Judith Vélez, el dolor subyacía como un elemento de contención a lo largo del relato. En Hierro 3, del coreano Kim Ki-duk, el sufrimiento es más bien un elemento de transformación y resolución argumental. Si el filme peruano concluye en una purificación, el asiático tiene un final que apunta hacia la trascendencia.
Y lo de “apuntar” no es una mera figura literaria, sino un tema que se reitera a lo largo de la película, ya que los dos hombres entre los que se ve atrapada la protagonista femenina, Sun-hwa, utilizan los tiros de golf que adquieren significados distintos según el momento y situación en los que se presentan. En el caso del protagonista principal, Tae-suk, inicialmente son lanzamientos que apuntan hacia un blanco, a manera de entrenamiento y sugieren la búsqueda de un objetivo; y toda la película no es otra cosa que el camino hacia esa meta, en unión con Sun-hwa.
Posteriormente, los lanzamientos adquieren otro sentido –producen dolor y funcionan como castigo–, pero que hacen parte de esa búsqueda interior que, finalmente, devendrá en trascendente. Las etapas de este recorrido son el inicio en solitario del héroe, su unión con la mujer víctima de la violencia conyugal, la huída, su captura por la policía, la sanción pero –al mismo tiempo– el entrenamiento mediante el dolor para trascender el mundo físico y llegar finalmente a la unión de lo material y lo espiritual, a la superación de las dicotomías cuerpo/alma o bien/mal, a la unidad de los opuestos en un final unificador.
Una de las características que hacen extraordinaria esta película es que el protagonista no dice una sola palabra a lo largo de todo el filme y su compañera tampoco, salvo al final. Estamos en los dominios del silencio, lo cual es de agradecer pues transmite una sensación de seguridad y tranquilidad tan necesaria para el hombre contemporáneo; demasiado atiborrado de ruido e información superficial. Pero también nos ubicamos en el reino de lo cotidiano (la cámara digital donde el joven héroe registra su paso por diversas casas y depas, la motocicleta, los encartes de comida por delivery), bajo el cual silenciosamente va apareciendo otra realidad, atrapada en (y, luego, rompiendo) los barrotes de la incomunicación y la soledad –que también caracterizan a nuestras posmodernas sociedades.
En este contexto, nuestro personaje es un paradigma del individuo libre, desafiante y transgresor del orden legal, pero en función de un perfeccionamiento humano que se consigue mediante la sublimación del dolor físico y emocional. De allí la rutina repetitiva en cada lugar (lavado, baño, alimentación, golf, foto). Esa repetición de acciones en espacios transitoriamente ocupados se convierte en una especie de ritual a favor de sus dueños y llega hasta el entierro de uno de sus involuntarios anfitriones. En la cárcel, ese ritual se convierte en penitencia, a la vez que en un entrenamiento del cuerpo, en una liberación de lo físico.
El héroe, en ese sentido es una especie de protoángel, que está concluyendo su capacitación en lo humano pero no para ascender a los cielos, sino para traer el cielo a la tierra, para contener en sí mismo este misterio. Cada una de las locaciones visitadas se convierten en un templo y sus acciones en una bendición, lo que no excluye que sea ocasionalmente descubierto y maltratado. Para su compañera, en cambio, este ángel viene a ser su liberación, la recuperación de su vida y, tras un interregno doloroso, el reencuentro final. Por otra parte, el protagonista retorna para esta unión no sin antes hacer sentir su presencia espiritual y huellas materiales allí por donde antes pasó.
Al igual que en La prueba encontramos aquí también una estética minimalista, elementos simples y repetitivos y su desarrollo que empieza como una road movie, pero trunca. Fiel a esta corriente encontramos que a través de esa fijación en lo cotidiano y en las rutinas emerge un éxtasis mental. En lo personal –y pese a mis esfuerzos– nunca he podido llegar a esa experiencia que muestra el filme. A lo sumo, tras mi trabajo en televisión, llegué a dominar y, luego –durante mi paso por la administración pública–, a perfeccionar el difícil arte de dormir con los ojos abiertos. Felizmente, la literatura y el cine nos permiten explorar aquello que por nosotros mismos no hemos podido lograr y que, por tanto, constituyen un buen sucedáneo de la experiencia religiosa profunda. Kim Ki-duk nos abre una puerta a ese misterio poético con esta película bella y sencilla.
Juan José Beteta
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