Hard Candy
Dir. David Slade | 103 min. | EE.UU.
Intérpretes:
Patrick Wilson (Jeff Kohlver), Ellen Page (Hayley Stark), Sandra Oh (Judy Tokuda), Odessa Rae (Janelle Rogers), Gilbert Jones (Vendedor en Nighthawks)
Estreno en Perú: 30 de noviembre del 2006
El espinoso tema del abuso a menores es el tema central de este extraño filme. Una oscura historia que se desenvuelve bajo la perturbadora idea de una niña siendo atraída por un extraño con la promesa de la diversión y siendo sometida como premio a su curiosidad. El filme, en una indefinible mezcla de thriller y drama psicológico, nos presenta un combate, una venganza, un intercambio de papeles entre víctima y victimario. Idea atractiva y maliciosa pero que la película desarrolla de manera confusa. La sugerente premisa va transformándose más bien en una incierta historia criminal, un nuevo juego macabro en el que asoman por instantes algún afán denunciativo para dar paso a uno más siniestro. Película de indefinida y hasta tramposa ideología que se ha vendido como otro caso más de “hallazgo” en el cine independiente estadounidense.
Al inicio la cinta parece alinearse con la alarma de la vulnerabilidad de los menores ante el llamado extraño. Insinúa ser un vehículo dentro de la causa preventiva. Así vemos a un fotógrafo (ocupación emblemática de los serial killers a lo Peeping Tom) y una adolescente concertando una cita por el chat, vehículo facilitador de las relaciones humanas para algunos pero pervertidor de ellas para otros. Impuesto de todas formas, le da la oportunidad a estos desconocidos para acercarse motivados por causas que aún están en el aire. Toda esta parte es la mejor de la película que apela a las sugerencias, a la sola imagen de la pantalla, llenándose de párrafos cada vez más encendidos de curiosidad y algo más. Instante que opera con inquietante eficacia, que se extiende hasta el encuentro de ese rostro embadurnado de dulce. El caramelito del título que aparenta la fragilidad ante la embestida de oscuras intenciones.
Lastima que sea sólo una impresión de unos minutos pues lo único realmente definido en la película es su tendencia cuesta abajo. A partir de ahí la cinta olvida su postura didáctica para irse hacia la ambigüedad. La llegada a la zona privada de la diversión nos prepara entonces para la interrupción abrupta de las cortesías y el juego inocente. Pero todo lo contrario, la película asume la maliciosa fantasía (femenina) de ver sometido al abusador potencial y darle la sanción definitiva.
Toda este vuelco a los predios de lo visceral, lejos de levantar el atractivo del filme (como en otras ocasiones) surte más bien el efecto opuesto. Todo ello debido a la torpeza narrativa de su realizador, quien asume la difícil tarea de reducir su espacio de acción para convertirse en una especie de crónica, minuto a minuto, de una vengativa sesión de tortura. Cámara en mano que intenta darle bríos a su cinta, pero que la reducen a show clipero. La determinada Hayley es quien concentra lo más fallido del filme: es una torturadora de métodos que envidiaría Hannibal Lecter y que contradice la tendencia de la cinta por la verosimilitud.
La débil y hasta reiterativa estructura de la película la rebajan al nivel de aquellas manipuladoras técnicas del telefilme. Hasta ahí es que llegamos para presenciar la tortura y deleite mayor (que a su vez resulta tan pacato y conservador como los de Hostal). Momento en el que la ficción asume hasta una risible ternura hacia la labor de la venganza ejecutada con precisión y amoroso cuidado. La trampa más vendedora del filme, que promete la transgresión pero que la reduce a sólo unos disimulados rostros de desconcierto. Para no quedar mal con nadie la película al final asume la postura de la locura de Hayley como el único móvil de la agresión, como caso aislado que no debe asumirse como el deseo común de las agredidas. Cobardía absoluta que termina por hundir la película en otra inconsistencia más.
Casi como reflejo de la trampa del filme, vemos a Hayley resolviendo el juego a decisión de su participante, que como los espectadores habrá de asumir una posición ante lo que ve y que seguro habrá de ser materia de polémica innecesaria como The Da Vinci Code. Ese es el verdadero juego de este filme que nos deja con una de las más ridículas imágenes que hayamos visto recientemente: la caperucita roja (de una versión invertida) en retirada tras haber cumplido su misión con todas las técnicas aprendidas en la escuela de superhéroes o algún entrenamiento de las fuerzas de inteligencia del estado.
Jorge Esponda
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