Caché
Dir. Michael Haneke | 115 min. | Francia – Austria
Intérpretes
Daniel Auteuil (Georges Laurent), Juliette Binoche (Anne Laurent), Maurice Bénichou (Majid), Annie Girardot (madre de Georges), Lester Makedonsky (Pierrot Laurent), Bernard Le Coq (Jefe de Redacción), Walid Afkir (hijo de Majid), Daniel Duval (Pierre)
Estreno en Perú: 11 de enero de 2007
Caché es una de esas películas cuya visión no se resiente por recibir información detallada de ella, incluido el desenlace, antes de apreciarla. Existe una intriga, un misterio, que incluso perdura fuera de la sala, pero su resolución no es lo más importante. Haneke narra un persistente y extraño acoso a una familia de clase media alta francesa, provisto de vídeos, dibujos infantiles de degollaciones y alguna llamada sin nombre. Haneke supone en el “otro”, un peligro, una amenaza, y la incomprensión humana puede convertirlo indistintamente en víctima o victimario.
Caché es una de esas películas cuya visión no se resiente por recibir información detallada de ella, incluido el desenlace, antes de apreciarla. Existe una intriga, un misterio, que incluso perdura fuera de la sala, pero su resolución no es lo más importante. Con la advertencia a quienes están leyendo, podemos decir, entonces, que empieza y termina casi de la misma forma. Plano general fijo, largo, apacible, callejero, soleado, diurno. Al principio, el frontis del confortable hogar de clase media. Al final, la fachada del colegio a la hora de salida. Una mirada similar. Paciente, contemplativa, espectadora, vigilante, imperturbable. La primera imagen tiene apariencia inocua: prácticamente silenciosa e invariable, salvo por los minúsculos créditos y unos cuantos transeúntes, supera los tres minutos y puede impacientar al público, sobre todo si recién se acerca al cine de Michael Haneke. Si ya lo conoce, sabrá que esa quietud es engañosa y que detrás se agazapa una anormalidad compleja y perturbadora. El último plano, atemporal y desconcertante, ya no puede considerarse inofensivo. Llegamos a él con toda la carga escudriñadora del relato y desconfiamos de la calma. Cuando se acaban los créditos finales comprobamos que, a diferencia de una insólita escena en el primer tercio del relato, y en contraste con muchos compañeros, nadie recoge al alumno Laurent.
Haneke narra un persistente y extraño acoso a una familia de clase media alta francesa, provisto de vídeos, dibujos infantiles de degollaciones y alguna llamada sin nombre. Pero no filma un thriller típico. La música, uno de los elementos más efectistas y estridentes en las historias de este tipo, está ausente. Ritmo pausado, tono intimista, punto de vista despejado. Escenografía sobria y funcional, con paredes de libros prácticamente gemelas en el programa de TV y el hogar de los Laurent. El enfoque abierto, distendido, viene a ser un frecuente leit motiv. La acechanza anónima se mimetiza con los ojos del narrador, y no es casual. Las escenas tienden a dilatarse, principalmente en exteriores, donde los planos duran minutos y podemos mirarlos tanto que saboreamos los detalles. En interiores, por ejemplo en la notable secuencia nocturna donde Georges se sume en la oscuridad, también tenemos la ocasión de apreciar el timing de esa dupla fantástica que componen Daniel Auteuil y Juliette Binoche –con la breve participación de la gran Annie Girardot, echada en la cama, en una toma fija, pero inmensa– que van manejando invisiblemente silencios, tensiones y explosiones de dos personajes muy profundos y complementarios. Haneke nos predispone a una actitud fisgona, voyeur, de día y noche, pasando como “reales” las imágenes que emite el televisor sin delatar su marco, invadiendo momentos de privacidad o vida social, para horadar esa vida solucionada y cómoda, descubrir sus fallas geológicas y emprender un viaje a sus orígenes, que habitualmente nos remite a las huellas indelebles de la infancia, probablemente el gran tema de Caché.
El primer vídeo invasivo que reciben los Laurent muestra sólo el exterior de la casa, con el letargo de su ubicación residencial, alejada del bullicio y la muchedumbre de la ciudad. Hay tanto silencio que se escucha claramente el canto de los pájaros, y muy lejos apenas se perciben algunos ruidos propios de la metrópoli. El segundo, muy parecido, está grabado en la noche. El tercero, que interrumpe una amena cena con amigos, le devuelve imágenes de la antigua casa de Georges que esconde un secreto inconfesable de su niñez. Con el análisis de esta cinta, y teniendo un imprevisto auditorio, Georges se ve obligado a retornar al pasado supuestamente resuelto y permite una secuencia notable de infeliz reencuentro que sirve de doble espejo. Se convertirá poco después en el cuarto vídeo enviado, que lo estrella definitivamente con el antiguo trauma y ante la indeseada presencia de Anne. Majid, el niño de raíces argelinas que por una intriga de Georges tuvo que dejar a los Laurent cuarenta años antes, conversa sorprendido y abrumado con él y se quiebra al quedarse solo.
Las incidencias se plantean en una línea constante de simulacros y falsas percepciones. Supuestamente, los Laurent son una familia realizada. Sin embargo, el matrimonio expresa felicidad únicamente por el triunfo de su hijo Pierrot en la natación. El fugaz abrazo está entre la mentirosa llamada telefónica de Georges posterior al tenso diálogo con Majid, y el descubrimiento de la mentira por parte de Anne. Georges solamente sonríe, además, en la despedida de una edición de su programa, imagen igualmente efímera y cuya contraparte es la grabación de su amenaza a domicilio. Respecto del hombre que desterró, Georges afirma no sentirse responsable por lo que le tocó vivir y estar convencido de que aterroriza a su familia, pero la culpa lo persigue hasta en los sueños y nunca puede demostrar sus sospechas, ni siquiera sobre el hijo del proscrito, cuya participación queda en medio de mayor ambigüedad. Los Laurent los acusan de secuestrar a Pierrot, movilizando a la policía, pero el muchacho reaparece disipado e indiferente a la preocupación de sus progenitores. Y el drama se inicia con la patraña que sacó a Majid abruptamente de la familia Laurent, jamás confesada por Georges a sus padres ni a nadie durante cuatro décadas.
Haneke aborda implacablemente la infancia a través de cuatro hijos únicos: Georges, Majid y sus descendientes. Son tres perfiles retroactivos y uno en tránsito a la adolescencia, el de Pierrot. El pesimismo del autor tiñe de utópica la relación adulta de Georges y Majid, y subraya el absurdo de que los celos de un párvulo haya provocado una traumática separación. El primero arrastra la culpa toda la vida, en una penitencia insalvable, y el segundo vive condenado a un destino marginal y depresivo. El resultado es que sus hijos han absorbido el agobio de esas trayectorias y se convierten en personas hostiles y misteriosas. Lo paradójico es que al final, a la salida del colegio, conversan amigablemente, en una torcedura de la premisa antes mencionada. Aparte de suscitar múltiples interpretaciones sobre la trama, Haneke parece sugerir que las viejas generaciones podían no encontrarse, pero que la juventud de nuestros días tiene control de lo que piensa y siente y aplica una soberana autonomía. Nótese que Georges pasa de rencilla en rencilla y sobresalto en sobresalto, con Majid, su hijo y un ciclista negro que no respeta la orientación vial que él si lleva internalizada. Estas escaramuzas poseen inevitablemente un tinte étnico, expresan un malestar de cierta clase social por la proximidad de otras etnias o comunidades, mimetizadas ya, en la Francia contemporánea. Un detalle interesante: cuando Pierrot está desaparecido, los esposos, para buscar alguna pista, entran a su dormitorio y se sienten en el espacio de un extraño. Entre varios afiches, figura el de Zinedine Zidane, el emblemático futbolista francés de origen argelino que es uno de los símbolos de la diversidad cultural francesa.
Haneke contrasta el ocultismo de Georges con la espontaneidad de Anne, quien delante de Pierrot, cuando el problema recién empieza, le dice a su esposo que tal vez el primer vídeo lo ha enviado una de sus fans. Luego, en la cena con los amigos, cuenta todo, provocando incomodidad en Georges, y además reclama sucesivamente a éste información clara y concreta. Asimismo, los momentos que proyectan verdad en Caché son justamente las grabaciones secretas. Es la vuelta de tuerca de una retórica televisiva agotada en la fórmula y la inexpresividad. La personalidad mediática, iluminada y enfocada frontalmente cuando domina la pantalla chica, es desarmada y rehecha en un vídeo casero de encuadre oblicuo y subrepticio, que lo muestra de espaldas pero consigue un primer plano de su hostilidad y aversión al otro, producto de la culpa y el miedo a la venganza, una regresión amplificada de la susceptibilidad infantil. No deja de haber un trasfondo político, porque Majid queda huérfano en 1961 luego de una sangrienta asonada del pueblo de Argelia contra Francia, del que se independizó al año siguiente. En algunos diálogos, el acontecimiento se percibe cual episodio extraviado en la historia del país, un olvido tan ilusorio como el sosiego del protagonista, que encuentra paralelo en las imágenes de la invasión a Irak vistas sin mayor aspaviento en el mismo aparato que remueve el pasado. Y la impactante decisión de Majid, filmada con la crudeza habitual del cineasta austriaco de origen alemán, es el grito desesperado de una humanidad colapsada, nuevamente estremecida por las mismas manos y, en esencia, por idénticas razones. Como en La profesora de piano, también un gran filme de Michael Haneke, el “otro” supone un peligro, una amenaza, y la incomprensión humana puede convertirlo indistintamente en víctima o victimario.
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