Requiem for a Dream
Dir. Darren Aronofsky | 101 min. | EE.UU.
Intérpretes: Ellen Burstyn (Sara Goldfarb), Jared Leto (Harry Goldfarb), Jennifer Connelly (Marion Silver), Marlon Wayans (Tyrone C. Love), Christopher McDonald (Tappy Tibbons)
El universo de la adicción a las drogas no es tema nuevo en el cine. El director Aronoksky intenta en esta película acercarse a ella de manera rotunda, llevarla a su paroxismo. Cuatro personajes nos conducen con ellos a través de sus caminos entrelazados por los humos, sabores y colores del paraíso artificial que rápidamente puede transformarse en infernal prisión espiritual. Pero a pesar de lo resbaladizo, tremendista y moralizador del asunto, la cinta lo explora con real fuerza y convicción. Experimento narrativo que busca introducirse a la misma piel de estos viajeros rumbo al Neverland sin moverse de su Coney Island. Potente y escabrosa mirada desde adentro y afuera de la alquimia entre el hombre y sus debilidades y temores, entre sus pesadillas y sueños a los cuales les es dedicado este réquiem frenético y recargado.
Arrancada de las páginas del escritor Hubert Selby Jr, un especialista en el descenso infernal (de quien ya se había llevado al cine otra fantasía pesimista: Last Exit to Brooklyn), la película nos narra la historia de Sara Goldfarb, su hijo Harry, Marion y Tyrone (la novia y el mejor amigo de éste). Todo capturado desde el preciso momento en que habrán de sumergirse en la experiencia extasiada de las drogas duras. Un inicial asomo a la crítica social queda descartado ya desde las primeras y antinaturalistas imágenes del film: La aparición de un show de onda nutricional (aparentes vidas sanas) que es bruscamente interrumpido por la discusión entre Sara y Harry, madre e hijo alrededor de sus propias adicciones (la TV o las drogas). La pantalla se divide de inmediato para comenzar a acostumbrarnos a una ficción alucinada (como los mismos protagonistas). El trip al que nos conduce es toda una experiencia personal así como el robo de una droga para agenciarse de otra marca desde ya el paso de lo que habremos de contemplar.
Para quienes hayan visto Pi, la primera película de Aronofsky, sabrán entonces que su rumbo es el de la convulsión, de la realidad deformada al extremo. Lo que podría esperarse entonces es un film escandalizado de sí mismo únicamente. Lo interesante del asunto es que su perspectiva oscura y su ejecución excesiva, efectista en extremo, se encuentra justificada talentosamente. Aronofsky no desea hacer solo un film de choque y de inquisidor moral: su perspectiva es la del adicto mirándose a sí mismo. Conforme avanza el film va dejando de lado cierta distancia objetiva para envolverse en el estado de ánimo de cada uno de ellos, nos volvemos cómplices de sus euforias y depresiones, de sus paranoias, ternuras y melancolías. Harry y Tyrone encuentra en el vicio una forma de escalar, de sentirse “productivos”, convertidos en pequeños distribuidores intentan alcanzar el sueño americano del ascenso social y económico con el cual seducen a la bella Marion (mucho más acostumbrada a lo bueno y sus excesos tal vez).
Tras estos jóvenes y sus pretensiones, la entrada al vicio de la acabada Sara resulta más que patética. Una ama de casa encerrada en su soledad y pequeñas diversiones con la cual el lado más enfático del film se ensaña. Es también su ingenuo sueño de participar en el estrafalario show del que es fanática el que la conduce a la adicción anfetamínica de adelgazar a cualquier costo. Como en cualquier “aplicación” el tránsito de la cinta irá volviéndose cada vez más alucinatorio conforme avancen las dosis. La película basa astutamente toda esa parafernalia audiovisual a partir de la idea de hacer de la cámara el ojo de un junkie. Imágenes que se aceleran y desaceleran, que se dividen y se sobreimprimen como en la estética de un videoclip de Marilyn Manson. La capacidad narrativa de su director se hace sentir con mayor contundencia a medida que más rítmicamente convergen los hilos de la historia. La banda sonora incidental que casi nunca deja de sonar reafirma la opción totalizadora del cineasta.
A pesar de ello el mejor momento del film esta casi despojado como queriendo dejar respirar las imágenes para el crucial momento: Harry habla con su madre para caer en cuenta por un breve instante (de advertencia) en el juego en el cual se encuentran sumergidos. Ellen Burstyn es una gran actriz que no teme asumir a riesgos como el de esta cinta, luce la decadencia absoluta y ofrece uno de sus mejores papeles. Ese breve momento de justificación frente a su hijo de sangre y colega de adicciones le da pie a ese camino sin retorno al que se someterán. Apenas, si del remordimiento a la aceptación pasará Harry con un leve piquete en el brazo. El dulce y cómplice verano entonces dará paso a las estaciones frías, época de sequía y consecuencias. El dinero y la merca se van tan rápido como llegaron para obligarlos a un último salto por arañar el sueño. La paranoia de Sara se transforma en la esquizofrenia, en la pesadilla de sus obsesiones vueltas a la realidad sólo para acosarla hasta la locura.
El sueño del show se traslada de la pantalla a su realidad (de lo poco que queda de ella). Así como ella todos habrán de encontrar a su sueño pero reducido a una mortaja y sin ninguna utilidad. La parte final alternada entre cada una de los infiernos personales de los protagonistas es subyugante aún en su descarado efectismo. La cuerda tensa en la que Aronofsky a balanceado su film siempre amenaza con romperse a cada momento pero no puede negarse su habilidad en su crónica de esta caída al vacío. La música y la imagen se distorsionan aún más conforme los protagonistas van degradándose, hundiéndose en el remolino que ellos mismos (con ayuda de su malévolo demiurgo) se han creado. El resto es imaginar el sueño final: asumir la posición fetal como queriendo regresar a la matriz (cotidianeidad) de donde tal vez no debieron salir. Una vez más la fantasía de los sueños (de todo más que de opio) incendiados por una hoguera más potente que la de las vanidades.
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