Dir. Sylvester Stallone | 101 min | EE.UU.
Intérpretes:
Sylvester Stallone (Rocky Balboa)
Burt Young (Paulie)
Milo Ventimiglia (Rocky Jr.)
Geraldine Hughes (Marie)
James Francis Kelly III (Steps)
Henry G. Sanders (Martin)
Antonio Tarver (Mason ‘The Line’ Dixon)
Estreno en Perú: 1 de febrero de 2007
El envejecido Sly, convertido ya en una figura del pasado para las generaciones de este nuevo siglo, se anima tercamente a caminar hacia el ring introducido en su personaje alterego. Proyecto ante el cual nuestras cínicas sonrisas se levantaron al oír hablar de él. A quien encontramos es a un Stallone entrañable quien para la gran sorpresa nos reclama su derecho a la entrada digna a una nueva etapa (tal vez inspirado en los empeños personales de Eastwood). Tras una carrera de algunos aciertos y muchos errores, Rocky Balboa/Stallone pugna por una nueva oportunidad en medio de la incredulidad (o tal vez oposición) general. El resultado es una película bastante digna a su aureola original, un reencuentro entrañable con el perdido optimismo dentro del eterno combate fuera del cuadrilátero.
Stallone, quiérase o no, ha sido una figura de rotunda leyenda en el Hollywood contemporáneo. Si acaso su hermano de lides Schwarzenegger tuvo mayor criterio al involucrarse en mejores proyectos y con los mejores profesionales, pero aún así tuvo la oportunidad de gozar de su era dorada como su luchador a bermudas que atravesó por todos los momentos y tendencias posibles de su tiempo entre ellas el recalcitrante conservadurismo de los ochentas con los colores y formas de las barras y estrellas. Aplausos ganados ante diversos rivales y espectadores (Reagan entre ellos) transformaron a Rocky (y en menor medida a su hermano Rambo) del conmovedor retrato de superación de las circunstancias a un gladiador superado por los medios. El genuino héroe se convirtió en la exaltación misma del artificioso circo que lo rodeo tras su primera pelea triunfante hasta las alturas del chauvinismo.
Ahora, como la primera vez, es una crisis la que lo impulsa a volver al ruedo, el Rocky-Sly del siglo XXI sobrevive con un inmenso malestar atorado abajo, en el sótano como le dice a su fiel y gruñón escudero Paulie. Y Stallone se revela casi por primera vez como un director preciso en moldear su filme a la medida de las resonancias de su personaje, esta vez como la cárcel de la nostalgia que lleva hacer algún breve tour por las escalas anteriores de la serie en la vida del héroe. Momentos a los que la estrella se dedica sin dejar de acariciar a su personaje como lo haría con un compañero fiel de toda la vida (la analogía con el envejecido perro no deja de ser efectiva y tierna a la vez). El aire de soñador lejano al éxito es recuperado más que perdido como aquélla vez en la que asomo la compasión del aspirante a boxeador en medio de las limitaciones de su entorno como una especie de seguidor de Terry Malloy en On the Waterfront.
El despertar al último combate de la vida es la razón de ser de este inesperado epilogo. El Rocky de este filme asume un reto mayor que el de enfrentarse insólitamente a ese campeón en el cenit de sus capacidades, es el reto de aguantar el aliento a la vista de todos los incrédulos y porfiar hasta el milagro. La película se encarga, más que de los inevitables preparativos para la contienda contra Mason Dixon, de los combates con su hijo sometido y resentido a su fama, a los recuerdos enfrentados ante una nueva posibilidad de felicidad al lado de la desgarbada pero bella Marie y el repiqueteo de la razón, la lógica o acaso el pesimismo más que nada en la figura de Paulie evitando a toda costa que la mente del trajinado luchador se eleve más allá de la nubes. Fábula común especialmente preparada para las mayoría de plan de vida definido al milímetro pero que en esta ocasión alcanza un cariz especial.
Es como el aclamado, tanto como vapuleado, actor-personaje-autor responde a todos nosotros los espectadores. Entrenándose y dedicándose a su regreso concluyente donde todas nuestras miradas pueden revisarlo (y hundirlo) al milímetro, campo de batalla para todos los que se atreven a ir más allá del redil asumiendo todos los riesgos posibles. A Sly no le tiembla el pulso para hacerlo una vez más y ante nuestras sorpresa resulta coherente como pocas veces y sabiamente maduro como nunca. Si ya en la efectiva Cop Land se afanaba por lograr la aceptación de sus camaradas de profesión, en este ring asume el riesgo del bochorno en pos de la satisfacción personal. Los acertados y raudos vistazos al negocio creado alrededor de los que pisan más allá de la línea contienen mucho de esa mirada lúcida a su mismo estrellato. Distancia de ella que le ha valido al aparentemente extinto campeón para macerar su particular idiosincrasia, que dudosa o no, se ha dado el gusto de un cierre modesto pero cumbre en su filmografía.
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