Wolf Creek
Dir. Greg McLean | 99 min. | Australia
Intérpretes:
John Jarratt (Mick Taylor)
Cassandra Magrath (Liz Hunter)
Kestie Morassi (Kristy Earl)
Nathan Phillips (Ben Mitchell)
Estreno en Perú: 22 de febrero de 2007
Tres chicos citadinos parten de excursión tierra adentro en el gigantesco y deslumbrante paisaje australiano, ellos no lo saben pero como tantos otros en similares circunstancias serán protagonistas de una historia de horror al estilo impuesto por el cine norteamericano más trasgresor (el de los años 70), que nuevamente es convocado para narrar una historia de choque de dos especies de apariencia similar pero separadas por las barreras inasibles, aquellas de las que se encuentran hechas la ética y la moral como si el mismo ambiente extraño y desolado al que van a pasear rechazara su visita personificada en una versión del mismo Crocodile Dundee, ya cansado tal vez de ser condescendiente con los turistas y sus banalidades. El resultado es una eficaz película y de sorprendente fuerza por momentos.
Nuevamente tenemos ante nosotros una representante de este revival, de esta aventura a riesgo de muerte en las que el primer mundo deja al descubierto su costado siniestro mantenido en la oscuridad. Las recordadas películas de Hooper y Craven se especializaron en buscarla dentro de el apartado mundo, lejos del bullicio citadino, allá donde los rasgos más visibles de la “civilización” se perdían como en las épocas de los peregrinos y demás exploradores. Lo perturbador era encontrarlas en el presente, en el ya, el tiempo moderno donde el buen pensar aparentemente se ha impuesto (aunque muchas características urbanas lo desmientan). Las películas de esta vertiente tiene una formidable iniciadora que luego sería desviada al más puro cine de terror: Deliverance (1972). En aquella película (que parece ser el modelo al cual se ciñe más ajustadamente Wolf Creek) el mal era despertado como consecuencia de la incomprensión entre los habitantes del mundo citadino y los “otros”, los prejuicios de cada parte eran la expresión de la absoluta ignorancia (o estupidez) del ser humano y que fuera transformada rápidamente por varios cineastas en una visión sobre la mano reaccionaria dándole su reprimenda a las proclamas libertarias de esos años que venían siendo sistemáticamente apagadas (vía hachazos y demás mutilaciones en la pantalla).
El director McLean apela, y en cierta manera hace un homenaje, a ese cine esencialmente de choque pero con una coherencia que es de extrañar en muchos seguidores de estos clásicos. No hay que esperar novedades en el argumento, se trata de la clásica historia de los amigos que van en busca de locura y diversión casi como huyendo de los deberes que han de esperarlos en la seguridad de casa, pero que enfrentarán al mayor sacudón vital al ingresar a los predios en los que aparentemente la naturaleza se encarga de hacer reinar la calma como para que sus visitantes hagan de ella su pista de baile. La película desde el inicio agarra con fuerza esta idea del choque hombre-naturaleza. El espectacular paisaje australiano es potenciado como la gran y misteriosa inmensidad en la que los protagonistas plantan su presencia como perturbador elemento de este orden. Cada plano sugiere que esa calma puede verse trastornada a cada paso de estos divertidos turistas, que disfrutan felices sus momentos en la playa, en las interminables y coloridas nubes o en el interminable e inconquistable terreno perdido hasta el horizonte.
Y convocando nuevamente el tránsito de la película de John Boorman, los compañeros de viaje irán sintiéndose nuevos exploradores confiados en sus artefactos y formación modernos. El choque y la extrañeza ante el mundo desconocido que penetran no se harán esperar hasta por fin dar con la desolada Wolf Creek, santuario perturbado por los aires de la ingrata modernidad a la cual enviará su mensajero, como si esperásemos que el conde Drácula nos abra la puerta de su palacio. McLean filma con precisión y solvencia el itinerario de las víctimas en potencia para hacernos nuevamente temer la llegada de ese ovni (como mencionan en un momento), aparición que toma tierra y asume la forma de un pintoresco habitante de las praderas, punto culminante de sus búsquedas por lo nuevo y que los dejará con la sonrisa disimulada en el rostro, al menos por poco tiempo (con la famosa broma del cuchillo de Dundee incluida). Ese tránsito de excursión de la primera mitad abandona la claridad del día para asumir los claroscuros propios del género en los que, al ocultarse la luna, se puede oír un aullido a la lejanía.
Lo que resta es un menú esperado de torturas y crimen, pero siempre desarrollados con interés y afortunadamente con menos concesiones a la hora de prodigarse en el detalle y sadismo con el cual el depredador se ensaña con esos “extraños” también para él. Acaso si sea curiosidad o resentimiento por la que el amoral lobo, como en la tradición del horror, corre tras sus presas con desesperación propia de la vida escapándosele. A pesar de todas sus maniobras de choque, este subgénero posee muchas veces la virtud de la ambigüedad. El cazador asesta cada golpe como todo un experto del mundo animal, acechando a esas ingenuas presas que servirán de trofeo (especialmente recordable la cacería en auto que recuerda en algo las correrías de Mad Max) y que el director bendice con un final inquietante y digno de los mejores modelos de la vertiente. En el panorama actual es de destacar este filme como atractivo hallazgo que ojalá tenga mayor continuidad y esperemos que su director conserve el buen ojo que es apreciable hasta en el cine más degradado por el afán de escandalizar a toda costa. Otro buen ejemplo de ello ha sido The Descent que viéramos el año pasado.
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