Roma, città aperta
Dir. Roberto Rossellini | 98 min. | Italia
Intérpretes:
Aldo Fabrizi (Don Pietro Pellegrini), Anna Magnani (Pina), Marcello Pagliero (Luigi Ferrari, alias Giorgio Manfredi), Vito Annichiarico (Marcello, hijo de Pina), Nando Bruno (Agostino), Harry Feist (Mayor Fritz Bergmann), Giovanna Galletti (Ingrid), Francesco Grandjacquet (Francesco), Eduardo Passarelli (Brigadier metropolitano), Maria Michi (Marina Mari), Carla Rovere (Lauretta, hermana de Pina)
En la Italia desgarrada por la gran guerra comenzó a germinar un estilo de cine casi surgido de la necesidad misma de dar cuenta de ese desastre y con la voluntad de continuar adelante en medio de los escombros y la precariedad de recursos. El cine neorrealista habría de imponerse como resultado mismo de esa destrucción y difícil momento de transición. Roberto Rossellini se convirtió en la cabeza de este movimiento que rápidamente bajo su gran talento y el de otros cineastas notables como De Sica y Visconti transformó ese cine paupérrimo en todo un estilo, una forma de expresión con sus propios códigos que se irían desarrollando rápidamente del melodrama más feroz hasta el despegue absoluto del género. Esta película fue sino el inicio del movimiento propiamente dicho, si la entrada del mismo como tendencia reconocible para todo el público que quedaría impactado (hasta la censura en muchos casos) con su crudeza y urgencia. En este caso se trata de una arriesgada crónica de las postrimerías de la ocupación nazi en la ciudad abierta. En ella se desarrolla este poderoso drama, como documento mismo de esos sucesos aún frescos, en la que sus habitantes se ven removidos de muy distinta forma a la acción o inacción.
Los intentos por realizar un cine más apegado al realismo en comparación al que se hacía en ese momento ya se había practicado con anterioridad y particularmente en el cine italiano hay un precedente notable a la película de Rossellini. Se trata de Ossessione, la primera película de Luchino Visconti que ya trabajaba con los escenarios auténticos (la presencia de locaciones reales era aún extraña en ese momento con la vigencia del cine de estudios o sets) y situaciones que si bien tocaban el cine de género ya otorgaban un sabor o influjo distinto a las ficciones. Rossellini trabaja a partir de estos hallazgos, una forma de sentir al cine más próximo a los espectadores a tal punto que sus radicales películas posteriores revelan esa obsesión por confundir el arte con la vida misma. Sus primeras exploraciones dieron como resultado esta gran película en la que se permitió deshacer tabúes con respecto a la representación de la violencia tanto como lo podría exigir un público sacudido, cansado y probablemente incapaz de consentir la ingenuidad de antes. En gran medida Rossellini fue también, como profesional del cine, reprimido y encorsetado por la maquinaria de la dictadura (para la cual dirigió sus primeros films) de la que se sentía por fin liberto no si un buen grado de resentimiento y sacrificio.
La historia nos ubica (cual inquietante reportaje) en la capital italiana aún sacudida por mano del facismo y sus impulsores del norte. En medio de ella se encuentra el odio y el caos apenas reducidos por las ametralladoras y los métodos de la Gestapo. Las imágenes nos remiten de golpe a esa realidad todavía palpable donde la ciudad bella y tranquila (vista de lejos) se transforma en la fortaleza del mal y la desesperanza rondando las calles desiertas y controladas por el invasor. La ciudad, zona de guerra, es presentada sin reparos con todas sus detalladas imperfecciones y precariedad. Dentro de ella, casi ocultas, se encuentran las mil y un vivencias de la gente en pugna de sobrevivir el día con día. En medio de ese estado de sitio iremos conociendo a los protagonistas de una de ellas. Giorgio Manfredi es un miembro del Comité de liberación nacional quien ya muy seguido de cerca por los alemanes se refugiará con la ayuda de esa gran mayoría debatiéndose entre la simpatía por los combatientes y la necesidad de arreglárselas como se pueda. Entre ellos encontramos a Francesco, amigo involucrado en el aparato propagandístico de la resistencia; la triste pero vivaz Pina (interpretada por la gran Anna Magnani luciendo ya toda su personalidad) y don Pietro, (el no menos estupendo Aldo Fabrizi) el párroco de la comunidad quien acoge a refugiados y participa en las coordinaciones del partido cada vez que puede.
Estos personajes son rápidamente contrastados con los del aparato enemigo encabezado por el mayor Bergmann, expresión absoluta del maniqueísmo que deliberadamente impregna este retrato de parte en un primer momento. Los alemanes del film son el ejemplo clásico que ha influido tanto en la visión sobre el nazismo. Como film comprometido no valen acá las medias tintas y los enemigos del pueblo son calculadores e impiadosos, aunque se pueden dar el gusto de los modales más refinados manejando el operativo opresor desde sus cuarteles, desde una habitación o un escritorio siempre confiados en que los mismos locales acudan hasta allá para traicionarse a si mismos. El equilibrio notable entre las estrategias de uno y otro bando se va consolidando y volviendo cada vez más tenso el desarrollo no sin comenzar a contaminar la aparente separación bien y mal de un cada vez más desolador cuadro flaquezas a cada duro golpe de esa realidad. Pina representa a ese segmento del pueblo capaz de conservar cierta dignidad ante este duro invierno no sin tener que ceder ante las obligaciones primarias (la secuencia del saqueo a la panadería). Su contraparte será Marina, la secreta novia de Manfredi, quien se convertirá en el rastro que seguirán sus enemigos para capturarlo. Acaso si ella representa a ese temeroso sector que se ha entregado incondicionalmente al opresor a cambio de evadirse del dolor reinante, aunque requiera como remedio dosis de morfina (dolor de la conciencia y del alma vendidas). Así como ellas, casi todos los personajes comienzan a contaminarse de esas circunstancias que estallan a cada momento como tiros o bombazos en la noche.
Los ecos de la destrucción que asoman una noche como producto del conflicto (los niños jugando a ser héroes) se concretan en la desgarradora secuencia de la intervención de los soldados en los departamentos de los protagonistas. Rossellini (quien contó en esta película con el apoyo de otros talentos emergentes como su hermano Renzo en la música y Fellini en el guión) aprovecha muy bien los espacios austeros y funcionales de los edificios multifamiliares (tan característicos y expresivos en el neorrealismo) para esta secuencia de suspenso que a su modo nos vuelve a confirmar al director atento y confiado en el cine de género a la hora de realizar esta película. Género cierto, pero que incluso dentro de él se permite un desarrollo atípico (innovador).
Así tan consecuente con su premisa y contexto el film desemboca en una larga y siniestra secuencia dentro de los aposentos del mismo infierno en la tierra a donde son conducidos Manfredi y don Pietro quienes acaso son los únicos que se mantuvieron incólumes ante la creciente desesperación general. La impactante sesión de interrogatorio y tortura se impregna caso de un aura bíblica, un verdadero calvario donde se pondrá de manifiesto el milagro del sacrificio acaso por una causa mayor que la salvación de un solo individuo. Cada grito y vistazo a la operación aplicada permanecen como el atrevimiento mayor hasta ese momento. El ojo censor en distintas partes del mundo decretó la prohibición del film pero ello no sería suficiente para acallarlo como símbolo y registro de esa lucha tanto como surgimiento de un nuevo cine.
No olvidemos que por el lado formal esta secuencia resulta genial por el tratamiento del tiempo que de un momento a otro se avanza y reposa, los tiempos vivos y muertos que tanto inspirarían a los cineastas de la nouvelle vague ya se encuentran en esta película y en medio de ella el director incluso se permite más licencias como la catadura de sus personajes y ambientes. El mayor acomete su oscura labor con tanta facilidad como bebe un trago, tan sólo pasando de una habitación a otra. En medio de la decadente apariencia de sus colegas surge un singular oficial a quien solo el alcohol le permite lanzar parrafadas subversivas, lúcidas y proféticas a la vez. Rossellini también profetiza en esta secuencia el camino que habría de seguir su cine tras la cuna de los neorrealistas. Pero acá se permite un espectáculo sensibilizador que ahora ya no impacta tanto por sus hallazgos estéticos o su nivel de violencia (ampliamente superado por la modernidad que engendró) sino que resulta fascinante como pieza rotunda y conmovedora, como permanecen las grandes películas al transcurrir el tiempo. De ese viaje se encarga la imagen final de la película que se permite un halo de esperanza con los niños avanzando a la ciudad como restauradores de ella y forjadores de su futuro.
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