Little Miss Sunshine
Dir. Jonathan Dayton y Valerie Faris | 101 min. | EE.UU.
Intérpretes:
Abigail Breslin (Olive)
Greg Kinnear (Richard)
Paul Dano (Dwayne)
Alan Arkin (Granpa)
Tony Collette (Sheryl)
Steve Carell (Frank)
Estreno en Perú: 29 de marzo de 2007
Las películas sobre familias disfuncionales norteamericanas se convirtieron de un tiempo a esta parte en moneda corriente a tal punto que en esta nueva atracción publicitada por el Oscar, éstas ya se convierten en un gremio fuerte y orgulloso. Singular parodia de la no menos postmoderna y más que consciente mirada a la institución y al cine que se especializó en ella. La familia protagónica es una partida de poco agraciados representantes de esa sociedad que Disney habría rechazado representar, pero la maña del asunto es que resultan lo suficientemente asequibles para conquistar al gran público. Los Hoover (bautizados satíricamente como el paladín del conservadurismo) emprenden un viaje que toma la tradición y se burla de ella. Una más de las road movies que pueblan el imaginario norteamericano para reírse de su heroísmo o candor, pero que también toma algo de cuestionadores -como el siniestro Todd Solondz- para hacer lo mismo. Hacer un retrato del revés de la fortuna no requiere irse a ninguno de los extremos, punto intermedio que es donde casi siempre navega la vida.
Con bastante experiencia y fama en el mundo del videoclip, la pareja Dayton-Faris se lanza a recorrer el camino del cine y su experiencia previa les conmina a calcular bien sus pasos. De ahí que sus objetivos anticipados se hayan realizado casi sin ningún problema. La atención sobre este producto de la Fox Searchlight y su consecutivo éxito se han desenvuelto dentro de ese espacio que los Oscar otorgan para producciones de cierto perfil artístico y de asegurada empatía con el público. Es una película que nos confirma que el título de “película independiente” ya no se encuentra reñida con los mecanismos del mainstream, y desde hace rato. Se entrega un tema y una estructura favorita o reconocible de estos predios y lo hace sin afanes de resultar original ni mucho menos. Lo divertido es que sin ese interés característico de los indie-filmmakers por causar conmoción, consiguen llegar más lejos que muchos de ellos. El oficio y el talento son innegables en este dúo de cineastas a la hora de presentarnos el tantas veces visto viaje hacia el infinito, que es a veces el inicio o el fin de nuestra relación en sociedad, la misma que se convierte aquí en una versión sarcástica del enrumbamiento de la nación.
Como en las más cuestionadoras películas, nos encontramos ante el espectáculo de las relaciones en crisis. Los miembros de esta familia nos son presentados uno a uno como sobrevivientes (quién sabe como) de algún sueño frustrado o postergado. Una partida de queridos losers como se recita una y otra vez durante toda la película y que forman a pesar de ello un todo indesligable apenas por esta condición. La respuesta liberal al derecho del que menos es incrementada como lema en este filme (como para unirse a la moda antiBush que corre tras los resultados de su segunda reelección). Richard, la cabeza de familia, es el único que lucha por convencerse a sí mismo de las frases sobre el éxito (de manual de bolsillo) que pregona sin resultados. A su modo resulta el verdadero freak ante las miradas de su familia, que incluye a una paciente y desorientada esposa, un cuñado y fracasado experto literario (de Proust y sus tiempos perdidos), un padre ex hippie y por lo mismo relegado a sus personales vicios, un hijo renegado hasta el mutismo y una pequeña e inocente niña, el rayo de sol que tal vez (como los Skywalker en tiempos del oscuro imperio) sea la única esperanza. Grupo que representa los alcances de la democracia en su más autentica expresión.
En el papel pintan la más deprimente compañía y el mayor escándalo para la nación progresista y “bienhechora”. Sin embargo, ello no los aleja de la posibilidad de ser los protagonistas de una película más que festiva y risueña. Desde el inicio presenciamos las idas y venidas de los Hoover a través de imágenes soleadas y coloridas, hasta en los momentos más patéticos (a la vista de los triunfadores). Lejanos están aquí los claroscuros de Eastwood (ese especialista del mundo de los reveses). El rayo del sol todavía es capaz de iluminar a los protagonistas y el escape de la oscuridad es el efecto siempre buscado por los directores, a diferencia de otros filmes de esta vertiente que se han visto últimamente como Transamérica, con la cual comparte más que solo la estructura on the road. Truco hasta la amabilidad apta para todos, pero también identidad propia es la que consigue el retrato de esta familia alterada por la misión de llevar a la pequeña Olive hasta la aún más soleada California, deseado albergue de los sueños estadounidenses por excelencia. La secuencia de la comida familiar es cabal representación de esa orientación de la cinta hacia lo irrisorio. Entre fast food y extravagancias al estilo de The Simpsons, los Hoover trepan en su vieja van para hacer del sueño de Olive uno común, para alcanzar ese grado casi monárquico representado por las muecas (también risibles) de una miss hecha divinidad.
Es cierto que el tono es medio y la película no se arriesga a dar un paso más allá de solo su intencional vocación de simpatizar. Varios de los pasajes de este viaje no pasan de ser llevaderos sin más, pero aún en ellos hay curiosos momentos en los que ese planificado afán contestatario se manifiesta dentro de la parodia total. La familia disímil puede empujar el carro solo por sus sentimientos de afecto y dignidad que por los imperativos de la dura competencia, que tanto nutren los programas del éxito y que también son capaces de fracasar. En medio de súbitas revelaciones y obstáculos, los itinerantes compañeros asumen su pase al concurso por la vía alterna. Hay un momento realmente notable que es el del concurso mismo, en él se concentra, ya no tan complacientemente, la burla a ese universo de triunfadores que no resulta otra cosa que un estrafalario show de los que inundan los medios (con ese antológico desfile de muñequitas hechas en el molde de Pamela Anderson). Paseo que al menos le valió a los camaradas para darse con esta última revelación y sentirse nuevamente satisfechos con su condición de freaks que fungen de aguafiestas en la pasarela de lo “bonito”. Dardos que por un momento dejan de estar sazonados con la esencia de lo agradable y que nos dejan pensando en lo que hubiera sido esta, en verdad efectiva, película sin el sabor de las correctas intenciones.
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