Stellet licht
Dir: Carlos Reygadas | 145 min | México – Francia
Intérpretes:
Cornelio Wall Fehr (Johan), Miriam Toews (Esther), María Pankratz (Marianne), Peter Wall (padre), Elisabeth Fehr (madre), Jacobo Klassen (Zacarías), Irma Thiessen (Alfredo), Daniel Thiessen (Daniel), Autghe Loewen (Autghe), Jackob Loewen (Jackob), Elisabeth Fehr (Anita)
Película notable en muchos sentidos, ascética y distante, ya que está interpretada por actores no profesionales de una comunidad rural menonita de origen europeo que habla una variante del holandés llamada plautdietsch y afincada en México desde 1922. El argumento gira en torno a un padre de familia que cede a las tentaciones y el adulterio; estando con dos mujeres al mismo tiempo y con conocimiento de ambas. El director utiliza aquí elementos muy simples (plena luz, trabajo en exteriores, personajes en vehículos en movimiento, actividades cotidianas, ruidos habituales), con los que construye un relato delicado de pecado y redención.
Película notable en muchos sentidos, pero sobre todo ascética y distante, ya que está interpretada por actores no profesionales de una comunidad rural menonita de origen europeo que hablan una variante del holandés llamada plautdietsch y afincada en México desde 1922. Físicamente los personajes no pueden ser más nórdicos y todos tienen el mismo aspecto esmirriado, alargado, hierático y por ratos hasta pasmados; por si fuera poco, están mimetizados con un paisaje que linda con el surrealismo. El argumento gira en torno a un padre de familia que cede a las tentaciones y el adulterio, estando con dos mujeres al mismo tiempo y con conocimiento de ambas. La película es un homenaje a un director danés relativamente olvidado, Carl Theodor Dreyer, autor de películas clásicas como La Pasión de Juana de Arco; asimismo, exhibe la impronta de Ingmar Bergman, en cuanto al uso del sonido y –al igual que Dreyer– la utilización de un tempo lento, casi extático y el recurso a los primeros planos.
La primera cualidad del filme es la fotografía, el uso creativo y artístico del paisaje y, en menor medida, de los interiores. La película empieza con un largo amanecer y concluye con un ocaso que se pierde en la noche, con un silencio sepulcral, enfatizado por sonidos de la naturaleza (de la extraordinaria banda sonora, hablaremos más abajo). Este marco sugiere la continuidad del ciclo natural, su inalterabilidad y permanencia. El paisaje está dominado por la plena luz del día, en que transcurre casi todo el filme, con gran preeminencia de un cielo azul apenas alterado por algunas nubes y un territorio agrícola plano con remotas y apenas perceptibles montañas en el horizonte. Lo que vemos son pajonales rubios como los protagonistas y, en casa del abuelo del protagonista, una insólita pampa nevada. Todo ello tomado en encuadres cuyos elementos guardan una notable simetría, en ocasiones como fotos fijas y con abundamiento de primeros planos, tanto frontales como laterales (en vehículos) o de perfil (notable final de la escena de amor de los adúlteros). El uso de interiores también es significativo, ya que en la mayoría de casos predomina los colores claros, el crema y el blanco (este último, significativamente, en el ambiente del velatorio). Esta claridad que domina la película refuerza el componente ascético de los protagonistas hasta un grado casi de pureza que en el desenlace llega a rozar la intemporalidad y sugerir la vida eterna.
El segundo soporte estético es el audio. Hay muchos tiempos muertos, mucho silencio y ello es reforzado sobre todo por los sonidos de la naturaleza (aves y otros animales), el ruido de los vehículos, las puertas y hasta el roce de los vestidos; un manejo que recuerda al Bergman de Gritos y susurros. La graduación de los planos sonoros llega a un grado de perfección técnica asombrosa (por ejemplo, cuando acompaña al protagonista –y a nosotros con él– en un acercamiento, mediante el zoom in, al taller de mecánica), al mismo tiempo que significativo ya que crea una tensión sutil que va de la mano y mantiene el tempo lento en el que transcurre el filme. El énfasis en los ruidos no humanos y en el silencio contribuyen también a reforzar la sensación de distanciamiento, de desapego en que parecen vivir los personajes.
El tercer elemento es propiamente el trabajo de dirección de los actores, los cuales al inicio nos recuerdan esa parsimonia que caracteriza –aunque en clave irónica– a los protagonistas de Fargo, la película de los hermanos Coen. Se pinta aquí el ritmo de vida de la provincia y, en particular, de las áreas rurales; aunque éstas estén altamente tecnificadas, como es el caso en ambos filmes. Esta parsimonia va de la mano con el idioma absolutamente desconocido (¿una ‘lengua muerta’? ¿un idioma que sólo Dios conoce? ¿la lengua en la que Dios hablaba con Adán y que tanto preocupaba a la compositora y mística Hildegard von Bingen) y los ya citados tempo lento y tiempos muertos, los cuales completan la sensación de extrañeza que envuelve a los personajes. Y los rostros de los propios protagonistas (por ejemplo la amante) podrían ser –en otro filme– como aquellos que Almodóvar escoge para sus personajes. Aquí también se completa la imitación de los personajes en las películas de Dreyer; como Ordet, al que el director mexicano busca homenajear con Luz silenciosa. Con ello tenemos otro factor de extrañeza y asombro (cultural) a la vez.
Por ratos sentimos que no va a pasar nada, pero la maestría de Reygadas nos sorprende con algunas situaciones tipo “chiste alemán”. Por ejemplo, el paneo circular siguiendo al protagonista en su camioneta, que canta una ranchera mexicana que desde hace rato veníamos escuchando, circunstancia que presenta el aporte ‘latino’ como lo completamente extraño en el contexto del relato, el lugar y el tiempo. Se trata pues de una ironía, un ‘constructo’ que tiene la estructura de un chiste o broma y que efectivamente lo es, pero del que no nos reímos. Lo mismo ocurre con el episodio de la amante en la tienda de helados, escena también irónica y que el realizador ha comentado que va a retirar de la copia definitiva de la película. (Ojalá se mantenga una copia con esta escena o la incluyan como escena descartada en la versión en DVD.) Efectivamente, la secuencia puede ser retirada sin afectar a la obra como conjunto; más aún, debilita ligeramente la coherencia del relato ya que no tiene justificación ni explicación dramática. No obstante, esta escena, como la anterior (y, podríamos añadir, la del baños de los niños y cuando éstos se divierten con un video del cantante Jacques Brel), añaden variedad al nudo argumental y nos ocultan la tensión mostrada en el planteamiento inicial del filme. Tensión que se sostiene muy sutilmente en los elementos audiovisuales arriba señalados.
Otra secuencia maestra es aquella en que la lluvia azota a la esposa de Johan. Normalmente la lluvia tiene un simbolismo purificador; y pareciera que eso es lo que ella buscaba. Sin embargo, termina aplastándola, tanto a ella como a su esposo. Este es quizás el único momento claramente emotivo en la película, aunque sigue primando el tratamiento distanciado. En cierta forma, y pese a que se explicita claramente por Johan, desde el punto de vista del espectador el dolor aparece aquí como un elemento interiorizado, envuelto por el silencio y el estatismo del entorno natural; todo lo cual nos prepara y conduce al desenlace, esa consoladora escena de retorno del ciclo vital, que aparece enmarcado por el amanecer y el ocaso que mencionamos al inicio de esta crítica. Morimos para nacer, parece ser la idea del director.
La estética de Reygadas es minimalista y espiritualista; como lo es, por ejemplo, mucho de la creación musical contemporánea. De compositores como Arvo Pärt o John Taverner, que rescatan la monotonía del cántico gregoriano o bizantino, respectivamente, y que buscan lenta y tenazmente una experiencia mística y estética, recurriendo al mismo tiempo a notas o sonidos muy simples. El director utiliza aquí elementos muy simples (plena luz, trabajo en exteriores, encuadres básicos, personajes en vehículos en movimiento, actividades cotidianas, ruidos habituales), pero con ellos construye un relato de pecado y redención, en un marco de pureza y ascetismo extremadamente original por los elementos que ya hemos mencionado. Y cuando hablamos de “simpleza” no queremos decir que sea fácil; al contrario, es un reto y un logro (producto de un esfuerzo quizás muy cerebral) extraordinariamente difícil haber hallado un justo equilibrio en la gradual exacerbación de estos elementos hasta convertirlos en un todo coherente y fascinante.
Sólo falta considerar, como me comentaba Lucho Ramos, si podemos hablar de esta película como “cine mexicano”; en cierta forma, si tomamos el ejemplo de Jorge Luis Borges, al menos podríamos considerarlo como “latinoamericano”. Sin entrar al fondo de este debate, hay una tendencia en nuestro continente a tomar como referencia a otras culturas o lenguas sino muertas al menos remotas, para expresar identidades o problemáticas que nos son muy propias. Este elemento paródico es también un aspecto central de la estética posmoderna. En suma, es propio de nuestra época soñar en Latinoamérica –después de todo ¿acaso no son ‘mexicanos’ nuestros protagonistas?– que somos una reencarnación de Carl Theodor Dreyer y que podemos ser, al mismo tiempo, tan distintos culturalmente de lo que fueron este u otros cineastas nórdicos o europeos. Sólo quien asume la paradoja como una característica fundamental del ser humano podría aceptar, tolerar y vivir esta dicotomía. El verdadero asunto quizás entonces sea si esta espléndida parodia no ocultará una contenida aunque profunda y visceral crisis de identidad; una escisión tan dolorosa que sólo es posible expresar de manera distanciada y esperanzadora. En suma, notable película que podría verse y disfrutarse más de una vez.
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