Das Leben der Anderen
Dir. Florian Henckel von Donnersmarck | 137 min. | Alemania
Intérpretes:
Martina Gedeck (Christa-Maria Sieland)
Ulrich Mühe (Hauptmann Gerd Wiesler)
Sebastian Koch (Georg Dreyman)
Ulrich Tukur (Oberstleutnant Anton Grubitz)
Thomas Thieme (Ministro Bruno Hempf)
Hans-Uwe Bauer (Paul Hauser)
Volkmar Kleinert (Albert Jerska)
Estreno en Perú: 23 de agosto de 2007
Falta poco para que deje la cartelera La vida de los otros, la película alemana que, entre numerosos premios, como el de Mejor Filme Europeo del 2006, le arrebató el Oscar de lengua no inglesa a la favorita mexicana El laberinto del fauno. Así que urge verla, y comentarla también, antes que sea demasiado tarde. Si aún no la han visto y no quieren conocer algunos detalles de la trama, todavía no lean este texto, ¡pero vayan a verla ya!
Aunque las motivaciones de su protagonista dejan algunas dudas, La vida de los otros es una película notable, con muchos aciertos y unos cuantos vacíos. Desde el principio, el director Florian Henckel von Donnersmarck se esmera en contextualizar la historia, situada a mediados de los años ochenta en la República Demócratica Alemana, y en particular en definir el perfil de Gerd Wiesler, oficial de la Stasi disciplinado, hermético y muy comprometido con el sistema totalitario que gobierna su país. Hombre de pocas palabras, sus diálogos son especialmente significativos, en el interrogatorio implacable, calculado y cerebral, con el que empieza la película, o en la clase académica donde éste es analizado a través de la audición de su grabación.
El prólogo establece una atmósfera general y un carácter personal que se retroalimentan. Se logra una alternancia precisa de espacios y tiempos, entre el shock del investigado, fijo en una silla durante interminables horas en una pequeña y oscura habitación, en angostos encuadres, y la expectativa inquieta o impávida de los alumnos, que aprecian los detalles desde la comodidad del auditorio que se presenta en su amplitud y anchura. Esta secuencia de apertura anticipa la ambivalencia y las múltiples lecturas de lo que será el centro del relato: el espionaje, desde una locación semejante a una cárcel, estática, clandestina, sombría, solitaria, generalmente nocturna, de un grupo de célebres artistas, la violación de un mundo creativo, vital e íntimo que ostenta cierto confort y permanente movimiento pese a vivir acechados, unos más que otros.
Varios detalles precisan cómo es Wiesler. En su clase, marca imperceptiblemente el nombre de un alumno cuestionador, y en una visita al teatro observa con binoculares al dramaturgo Georg Dreyman y a su pareja, la actriz Christa–Maria Sieland, dentro y fuera de las tablas, dicotomía que luego desaparece porque cada lugar se vuelve escenario y cada gesto una impostación, en particular de la diva. Pero hace lo mismo con una conversación en la platea de su propio jefe, el número uno de la Stasi, Anton Grubitz, y el ministro de Cultura, Bruno Hempf, que justamente le encargan vigilar a la dupla teatral.
Es ejemplar, igualmente, un momento de aparente relajo en el comedor de la Stasi. Grubitz abusa de su poder y atemoriza a un joven agente –que cinco años después lo vemos confinado a un opaco puesto– por contar un chiste alusivo al régimen comunista. Luego, Grubitz finge bromear y relata él mismo un chascarrillo similar, mientras que Wiesler prosigue serio, inexpresivo, helado.
Estamos, entonces, frente a la pieza fiel de un sistema opresivo, que obedece a una jerarquía pero maneja sus expresiones sin exponerse de más y confía, principal y casi exclusivamente, en su propia percepción de los hechos, llevándose de lo que le dicen sus ojos y, de modo enfático en la misión que ejecuta, sus oídos.
Ese delgado margen de “autonomía” es lo único que podría justificar la posterior actitud de Wiesler, que no cumple en el caso Dreyman a la altura de lo que sus superiores esperaban. Y es que permitir que el dramaturgo, en complicidad con unos colegas intelectuales, publique en la vecina República Federal Alemana, occidental y democrática, un artículo anónimo sobre el alto índice de suicidios en su afligida nación, incluido el del veterano autor teatral Albert Jerska, perseguido e imposibilitado de trabajar durante varios años, marca el quiebre de la película entera. De las oscilaciones de Wiesler, la fe de Hempf y Grubitz en él, la confianza del enamorado Dreyman en Christa–Maria, la imagen sólida que el régimen trataba de sostener. En general, la negligencia marca la caída de muchas máscaras, no sólo del falso bienestar al que la sociedad responde renunciando a la vida, sino particularmente del agente y la actriz, un dúo imposible que precisamente es el punto neurálgico de la construcción dramática.
¿Por qué no cumple Wiesler con su infausto deber? Entre varias interpretaciones sobre su proceder, una de ellas, la de nuestra compañera Blanca Vásquez, señala que sucumbe a los bríos de independencia y libertad del universo de Dreyman y los demás artistas, un área prohibida para él, que se ciñe a un esquema de servilismo a la arbitrariedad. No estoy de acuerdo, aunque asumo la posibilidad de que Henckel von Donnersmarck haya desechado intencionalmente la certeza y preferido la ambigüedad para que cada espectador interprete a su manera. No veo en la conducta del oficial de la Stasi una raíz racional, ideológica ni conceptual. No percibo que abjure de lo que ha creído y hecho siempre y que se entregue convencido a los vientos democráticos que llegan desde el otro lado de la frontera. Creo que la causa es irracional, que no sería otra que una obsesión por la diva que lo impresionó en el teatro, Christa–Maria Sieland, que, en todo caso, no está completamente lograda. Wiesler rompe sus esquemas y se expone al descrédito en su labor de vigilancia, lo que por sí solo parecería una total perturbación, pero siento que el actor Ulrich Mühe nunca llega a mostrar, en su excelente interpretación, el nivel de ciega pasión por Sieland que podría conducirlo a tan abrupto abandono de su concepción. Falta ese click de locura, y me inclino a pensar que es por una indecisión del director.
Creo que así se resiente, en pequeña proporción, la factura de la atildada y puntillosa reconstrucción de una época que Henckel recuerda simbólicamente como un espiral suicida. La figura encarna a una Alemania entregada a la (auto)destrucción como nación, arrastrada desde los días de Hitler, y a sus ciudadanos que, como Wiesler o Sieland, entregaron su inteligencia y su energía a perpetrar o permitir el acoso, en contraposición al afán libertario y reconstructivo que le resistió desde esa suerte de celda/escondite que resulta la casa y en general el espacio privado de Dreyman, un creador supuestamente no vigilado por su postura tolerante con la dictadura. Y claro, en la visión optimista de Henckel algunos suicidios se concretan, como los de la RDA y Sieland, y otros no, como los de la Alemania reconstruida y Wiesler. Cuando el ex espía compra el nuevo libro de Dreyman, curiosamente en una inmensa librería llamada “Karl Marx”, se cierra un círculo de pecado, redención y renacer, en el que se cruzan múltiples y mutuos homenajes, a través de los cuales personas específicas y fragmentos nacionales que no se comprenden dialogan a la distancia como un primer acercamiento. Ese lector, que dejó con mecánica prisa su modesto cargo en 1989, cuando colapsó el sistema que lo sostenía, continúa reservado y ausente años después de la caída del muro, y adquiere, efectivamente, una obra no sólo dedicada, sino también dirigida, en parte, a él.
Un detalle interesante es que el filme ha recibido algunas críticas en Alemania porque se considera que la historia es falsa, en base a que jamás un oficial de la Stasi ayudó en la menor forma a uno de sus personajes vigilados. Es bueno que se conozca ese dato, pero la falta de exactitud histórica no empaña en lo más mínimo el nivel de la opera prima de Henckel von Donnersmarck.
En conclusión, La vida de los otros luce una puesta en escena meticulosa, que está muy lejos del tremendismo pero que sabe manejar el suspenso y ser impactante, con magnífica disposición del tiempo y el espacio, la luz y la oscuridad, la compañía y el aislamiento, que se contraen o dilatan al ritmo de las tensiones de los personajes y en espera del inexorable encuentro de perseguidores y perseguidos. Y por supuesto, posee un elenco extraordinario. No sólo brilla Ulrich Mühe –lamentablemente fallecido en el mejor momento de su carrera, que incluye dos filmes de Michael Haneke, El video de Benny y el original Funny Games–, sino también Sebastian Koch, Martina Gedeck, Ulrich Tukur, Thomas Thieme y hasta los más secundarios, como Hans–Uwe Bauer y Volkmar Kleinert, que necesita breves apariciones para ofrecer un retrato de artista deprimido y próximo al colapso. Una diversidad de tipos y acentos conducida por un joven y prometedor cineasta del que esperamos mucho más.
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