Das Leben der Anderen
Dir. Florian Henckel von Donnersmarck | 137 min. | Alemania
Intérpretes:
Martina Gedeck (Christa-Maria Sieland)
Ulrich Mühe (Hauptmann Gerd Wiesler)
Sebastian Koch (Georg Dreyman)
Ulrich Tukur (Oberstleutnant Anton Grubitz)
Thomas Thieme (Ministro Bruno Hempf)
Hans-Uwe Bauer (Paul Hauser)
Estreno en Perú: 23 de agosto de 2007
A diferencia del “Nuevo cine alemán” de los años 60 y 70, con su espíritu renovador en lo formal y crítico respecto a la sociedad de la entonces República Federal Alemana, las películas recientes de esta cinematografía no muestran audacias formales y, si bien mantienen el espíritu polémico de antaño, lo orientan hacia una (re)conciliación con el pasado reciente y muy reciente de ese país europeo. Este filme está centrado en la figura de Gerd Wiesler (Ulrich Mühe), un frío aunque convencido chuponeador de teléfonos y fisgón profesional; quien es enviado a evaluar la lealtad de un escritor con el régimen comunista. Su indagación, casi desde el comienzo, descubre que quien la ordenó, el ministro de cultura, quería incriminar al literato para quedarse con su esposa, la actriz Christa-Maria Sieland (Martina Gedeck). Hay quienes presentan este filme como una crítica al Estado totalitario de ideología única y una reivindicación del ejercicio de la libertad humana que, así sea en un plano puramente individual y precariamente organizado (disidencia), puede lograr impactos sociales importantes.. Sin embargo, más preciso sería decir que la propuesta de La vida de los otros está destinada a reconciliar al país con los sobrevivientes de la burocracia estalinista que gobernó Alemania Oriental alrededor de 40 años; incluso dentro de su núcleo más duro y deshumanizado: la STASI.
A diferencia del “Nuevo cine alemán” de los años 60 y 70, con su espíritu renovador en lo formal y crítico respecto a la sociedad de la entonces República Federal Alemana, las películas recientes de esta cinematografía no muestran audacias formales y, si bien mantienen el espíritu polémico de antaño, lo orientan hacia una (re)conciliación con el pasado reciente y muy reciente de ese país europeo. Así, La caída de Oliver Hirschbiegel, nos muestra los últimos días de un humanizado Adolf Hitler; mientras que Good Bye Lenin de Wolfgang Becker toma con ironía el enorme cambio político y cultural que significó la caída del muro de Berlín. En el caso de La vida de los otros tenemos un enjuiciamiento de la temible aunque eficaz policía política de la antigua República Democrática Alemana: la STASI.
Este filme está centrado en la figura de Gerd Wiesler (Ulrich Mühe), un frío aunque convencido chuponeador de teléfonos y fisgón profesional; quien es enviado a evaluar la lealtad de un escritor con el régimen comunista. Su indagación, casi desde el comienzo, descubrió que quien la ordenó, el ministro de cultura, quería incriminar al literato para quedarse con su esposa, la actriz Christa-Maria Sieland (Martina Gedeck).
La personalidad de Wiesler pareciera haber invadido casi todos los aspectos de la película. Este personaje es un tipo aburrido, frío, parco, sin encanto, pero extremadamente meticuloso y desconfiado. Al mismo tiempo, tenía un manejo y dominio de las formas más siniestras de mantener el (auto)control y doblegar tanto a ciudadanos inocentes como a eventuales disidentes. Nunca veremos en esta película violencia física, sino sutiles formas de terror psicológico que podían llevar a las personas al suicidio. Así, por ejemplo, se nos muestran estrategias para desmoralizar de tal forma a un escritor para que nunca más volviera a escribir. Pero el mecanismo más usado era la cooptación como informante de la STASI a cambio de favores, privilegios y hasta ascenso social. Por tanto, nuestro protagonista es un personaje más bien gris, que vive en un departamento de paredes vacías, amoblado de la manera más frugal e impersonal. En cambio, la ambientación del departamento del escritor Georg Dreyman (Sebastian Koch) presenta un aspecto más cálido, poblado de libros y hogareño. Fuera de ello, las pocas veces que vemos lo que fue Berlín Oriental es de noche, con calles casi sin vehículos y muy poca gente en ellas. El paisaje impersonal de la vida del protagonista se impone al resto de personajes y su reserva incluso contagia a los intelectuales que espía; quienes, sin embargo, tratan de llevar una vida distinta. El casi permanente suspenso que alimenta este thriller –en realidad, el miedo que corroe a todos– hace que el espectador no sienta las más de dos horas que dura la película; a ello colabora también la notable partitura musical de Gabriel Yared.
Hay quienes presentan este filme como una crítica al Estado totalitario de ideología única y una reivindicación del ejercicio de la libertad humana que, así sea en un plano puramente individual y precariamente organizado (disidencia), puede lograr impactos sociales importantes. Este es el punto de vista, por ejemplo, de Álvaro Vargas Llosa, en su interesante artículo “Héroes silenciosos”: “Lo que ‘La vida de otros’ nos recuerda —y al hacerlo se convierte en una obra de arte intemporal— es que el hombre es capaz del totalitarismo, pero no del totalitarismo perfecto. Incluso cuando todas las clavijas están en su lugar, algo alterará el mecanismo de relojería del régimen. Ese ‘algo’ es la naturaleza humana, pura y simplemente. Nadie en el film es un totalitario perfecto en el sentido de que nadie —ni los jefes, ni los sirvientes, ni las víctimas— actúa como la lógica del sistema dicta que se actúe en determinadas circunstancias. Hay momentos de debilidad en el menos humano de los déspotas y momentos de fortaleza en la más desesperanzada de las victimas que hacen añicos el orden perfecto del sistema totalitario” . En efecto, el despertar moral de Wieslar genera consecuencias (o hace parte) de efectos humanos que resquebrajan la ansiada “perfección” totalitaria. Pero, ¿quién ha dicho que esto sea producto de la “naturaleza humana, pura” y simple? ¿acaso no han existido regímenes totalitarios y autoritarios que se han reclamado de la libertad como producto de “la naturaleza humana”? ¿y ese mismo enunciado no es también un enunciado ideológico?
Quizás como contraposición a la primera charla que Wieslar ofrece en la escuela de la STASI sea este enfoque correcto. Sin embargo, más preciso sería decir que la propuesta de La vida de los otros está destinada a reconciliar al país con los sobrevivientes de la burocracia estalinista que gobernó Alemania Oriental alrededor de 40 años; incluso dentro de su núcleo más duro y deshumanizado: la STASI. Mario Vargas Llosa, en un artículo dedicado a Berlín, recuerda que el principal conflicto que enfrentó a los alemanes tras la reunificación fue el ingrato descubrimiento de los cientos de miles de informantes de la temida policía política en los barrios, oficinas y hasta dentro de los mismos hogares. “Se trata de un tema sobre el que es muy difícil pronunciarse con objetividad, dice el escritor, porque las razones que esgrimen unos y otros suelen tener parecida fuerza persuasiva. Cuando, en 1993, se reveló que Christa Wolf, una escritora que hasta entonces me había parecido respetable, había sido durante tres años –de 1959 a 1962– ‘colaboradora informal’ de la STASI, a la que había proporcionado información sobre las ideas y posiciones políticas de editores y escritores amigos, me quedé perplejo. ¿Necesitaba hacer eso para sobrevivir? ¿Lo hacía porque creía que era su deber de comunista o cediendo a un chantaje? Los cuarenta y ocho volúmenes de informes que la STASI acumuló luego sobre ella, cuando empezó a desconfiar de la lealtad de la escritora y a tenerla por una disidente potencial ¿compensaban aquella colaboración abyecta? A muchos amigos alemanes les he oído responder que… las personas… no deben ser juzgadas como si hubieran podido decidir libremente sus conductas…. Que Christa Wolf hizo entre 1959 y 1962 lo que miles de intelectuales alemanes orientales hicieron, por ingenuidad, por cobardía (tan humana como la ingenuidad) o por el mero reflejo de adaptación a las circunstancias. ¿Tenían la obligación todos de ser héroes? Pero, a otros, les he oído decir lo opuesto. ¿Y, los que no delataron ni aceptaron ser cómplices? Esos cientos, miles, de intelectuales alemanes orientales que no aparecen como informantes en las resmas caligrafiadas de la STASI, y que pagaron por ello viviendo en una situación más precaria y más dura que los otros ¿no tienen derecho a criticar a quienes, por una razón o por otra, fueron secretos cómplices de sus perseguidores y victimarios?”.
Con la caída del muro las autoridades de la Alemania reunificada autorizaron la apertura de los archivos de la STASI, los cuales podían ser consultados sólo de manera personal por los involucrados, tal como se muestra en la parte final de este filme. Es por ello que esta película busca (re)integrar incluso a los más aviesos ‘apparatchikis’ a la sociedad alemana reunificada, antes que ser una mera elegía libertaria. Esta “fuente de desgarramiento que acompañará por mucho tiempo… a los intelectuales berlineses de la generación que ha vivido los asombrosos cambios de los diez últimos años”, a la que se refiere Vargas Llosa padre, es una de las motivaciones de la película; la cual busca la cicatrización de esas heridas, sobre todo en la esfera de la inteligencia y la política alemanas.
Por otra parte, este país ya tuvo antecedentes de debates similares en el pasado. Tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial, se encendió una dura polémica en lo que sería la República Federal Alemana entre aquellos intelectuales que se pasaron al bando de la democracia y lucharon al lado de los aliados (como Thomas Mann) y los autodenominados como “emigración interior” (Walter von Molo y Frank Thiess); es decir, aquellos escritores no nazis que se quedaron en el país durante ese oscuro periodo de la historia.
Un segundo aspecto relevante es que el filme soslaya los clichés ideológicos en los que se le quiere encasillar. La obra del director Florian Henckel von Donnersmarck se sitúa fuera del campo de las ideologías e incluso las respeta. Así, Wiesler comprende muy rápidamente el sistema de corrupción y alienación en la que se encuentra sumida la entonces mal llamada Alemania democrática, sin embargo, en ningún momento llega a repudiar expresamente los valores de la ideología oficial; más aún, su transformación se ve reforzada por la lectura de Bertolt Brecht, un comunista convencido que pese a sus conflictos con el Estado nunca llegó a la disidencia. Pero más importante aun es el punto de vista del poeta y dramaturgo Dreyman, quien nunca llega a formular una crítica abierta al sistema ni elabora un discurso de carácter ideológico antisistema. Él es un típico intelectual que antepone la creación artística a los imperativos de la política, siendo su principal meta al inicio del filme que se le permita trabajar con el director Albert Jerska (Volkmar Kleinert), quien ha sido vetado por el gobierno; y sólo cuando este desaparece decide participar en una acción de disidencia. Es la acción “no ideológica” (divulgación de información y, específicamente, de cifras sobre suicidios) contra una ideología totalitaria.
Quizás la mejor conclusión que podamos sacar de esta película es que las ideologías no pueden abarcar el amplio espectro de la actividad humana y por tanto deben ser consideradas dentro de ámbitos sociales y políticos restringidos. La riqueza de situaciones sociales así como de personalidades individuales esta más allá de la pretensión de construir un modelo o paradigma ideológico universal (o varios). Esto es más relevante en una época como la actual, donde bajo el pretexto de la globalización se pretenden imponer modelos o estructuras de poder (estatal o geopolíticas) ideológicas y homogenizantes; como por ejemplo el llamado «fundamentalismo del mercado» que critica Stiglitz. En todo caso, quienes defiendan, formulen o desarrollen ideologías (o “modelos de sociedad”) deberían partir por reconocer que éstas no pueden pretender representar al conjunto de una sociedad; y que, forzosamente, deben convivir e interactuar con otras, distintas u opuestas.
Nota.- Una versión reducida del presente artículo fue publicada en la revista Butaca Nº33.
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