No Country For Old Men
Dir. Joel & Ethan Coen | 122 min. | EEUU
Intérpretes: Tommy Lee Jones (Ed Tom Bell), Javier Bardem (Anton Chigurh), Josh Brolin (Llewelyn Moss), Woody Harrelson (Carson Wells), Kelly Macdonald (Carla Jean Moss), Garret Dillahunt (Wendell), Tess Harper (Loretta Bell)
Estreno en Perú: 14 de febrero de 2008
Hay películas de los hermanos Coen que se nos antojan “redondas” por poseer un guión construido con sabia y experta aplicación de los principios clásicos de la dramaturgia; los cuales son llevados a los límites de sus posibilidades, casi a la perfección. Sin lugar para los débiles es una obra en la que rompen esquemas pero logrando un resultado satisfactorio. Pienso que esta «ruptura de esquemas» de los realizadores no es más que la exposición de un debate sobre el grado de control que tiene el autor sobre su obra y –lo que es más importante– hacerlo evidente ante el público. En esta reseña trataremos de explicar por qué.
Hay películas de los hermanos Coen que se nos antojan «redondas» por poseer un guión construido con sabia y experta aplicación de los principios clásicos de la dramaturgia; los cuales son llevados a los límites de sus posibilidades, casi a la perfección. Es el caso de filmes como De paseo con la muerte (Miller’s Crossing), Sangre Simple, Fargo y, en cierta medida, Educando a Arizona. Hay otras, en cambio, que buscan romper o salirse de ese molde, en busca de un enfoque más creativo o hasta provocador; sin embargo, no llegan a lograr su objetivo y dejan la sensación de intentos fallidos. Ejemplos de ello son Barton Fink y, en menor medida (ya que es un filme notable), El hombre que nunca estuvo. Sin lugar para los débiles, en cambio, es una obra en la que rompen esquemas pero logrando un resultado satisfactorio. En esta reseña trataremos de explicar por qué.
Empecemos señalando que un guión «redondo» es aquel en el que la acción es conducida por un conflicto de voluntades entre los personajes y en donde los giros del relato son resultado de la intensificación y superación de estos conflictos u obstáculos. En esta lucha de voluntades (en la que los protagonistas son conscientes de las posibles consecuencias de sus acciones), los giros que habitualmente «sorprenden» al espectador deben haber sido preparados previamente, justamente para que la sorpresa funcione; o simplemente para que aceptemos los cambios de situación. En este contexto, tan condicionado, el azar (o la casualidad) tiene un lugar, pero siempre subordinado a las acciones conscientes de los personajes, o jugando a favor de ellos. Para los fines de la presente nota, estos procedimientos los denominaremos como «necesidad» y diremos entonces que en las obras dramáticas el azar está subordinado a la necesidad. Es decir, que por más libres que sean los personajes, siempre van a estar determinados por sus acciones, por el contexto social o, en general, por los designios del autor. Pues bien, en este filme, el azar se insubordina contra la necesidad; al punto que los propios personajes discuten este tema a lo largo de la película.
Hay tres circunstancias donde ocurre esta insubordinación. La primera, es descrita por el escritor Tomás Eloy Martínez: «Llewelyn Moss (Josh Brolin), un veterano de Vietnam que malvive de la caza de antílopes en una casa rodante, halla en un páramo, al oeste del estado de Texas, un cargamento de heroína y una valija con más de dos millones de dólares. Alrededor yace una docena de cadáveres. El lamento de un mexicano malherido que pide agua interrumpe su retirada. Supone que es el chofer de la camioneta en la que han llevado la droga de un lado a otro de la frontera. Toma el dinero y abandona al hombre agonizante en el desierto. A la noche, el remordimiento no lo deja dormir y comete un error de perdición. Regresa al lugar de la matanza para entregar el agua que por codicia había negado antes». En realidad, no se trata exactamente de un «error de perdición», sino de una decisión consciente de Llewelyn, tanto así que al retornar a la escena del crimen le confiesa a su esposa «voy a cometer una tontería». Es cierto que este dato añade un elemento interesante al carácter del personaje, que Martínez emparenta con los héroes de la novela negra norteamericana, a quienes califica como «perdedores sin remedio, que se alzan contra villanos… pero no para limpiar el mundo sino para expresar desdén por un futuro sin esperanza… Van y vienen del mal al bien y, como no saben dónde detenerse, por lo general se quedan en el ambiguo limbo entre los dos». Sin embargo, vemos que nuestro héroe no es consecuente con sus buenos sentimientos, ya que pese a las muestras de afecto por su esposa, Carla Jean, termina por traicionarla; como bien se lo recuerda a ella el sicópata asesino Antón Chigurh en el diálogo que ambos sostienen. Por tanto, es un poco forzada la decisión de Llewelyn, quien se juega su vida (y los millones) en una acción sin suficiente justificación. Al tomar semejante riesgo, el protagonista confía demasiado en su suerte o, dicho de otra forma, el componente de azar en tal acción es excesivo, tanto para el personaje como para los directores. Pero eso no lo sabemos aún, ya que estamos al comienzo de la cinta; por lo que aceptamos este giro que desencadena la acción (léase, persecución –mejor dicho, persecusiones–) del filme.
Pero, ya en la segunda mitad hay otra escena «forzada», cuando el comisario Bell, advertido sobre los hábitos del psicópata asesino por un colega de otra ciudad, «regresa al lugar del crimen» en busca de Chigurh; quien efectivamente está allí oculto y al acecho. Sin embargo, nada ocurre. Hasta ese momento el personaje eficazmente encarnado por Javier Bardem ya ha matado al menos a 10 personas –varias de ellas por menos de un quítame estas pajas– y cuando finalmente se encuentra con el más lento de los policías, ni siquiera lo ataca. Es cierto que Chigurh sólo mata a aquellos que se le ponen en frente o él busca conscientemente; pero de todas maneras resulta harto desconcertante que tal enfrentamiento no ocurra, dado el tremendo peso que dan los directores a las acciones de Chigurh y a que Bell quiere proteger a Llewelyn. Demás está decir que no se trata de «errores» de los guionistas sino de decisiones y riesgos conscientes de los Coen, ya que los tres protagonistas han sido enlazados en ambos episodios por una misma riesgosa condición (y, a la vez, lugar común en la literatura policial): volver a la escena del crimen.
Pero el tercer elemento no convencional en el guión es el anti clímax que corona la película. Hemos visto como la decisión de Llewelyn desencadena una persecución contra él, capitaneada solitariamente por Chigurh. Un impecable montaje paralelo nos atrapa y conduce hasta el motel de donde finalmente no llega a darse el encuentro entre ambos protoganistas. Luego viene la presentación de Carson Wells, que nos alivia de la tensión y nos prepara para el segundo enfrentamiento entre ambos, un empate sangriento, que nos conduce a los encuentros entre Carson y Llewelyn, de un lado y de Bell con Carla Jean, del otro. Todas las fichas están ya colocadas para el choque decisivo; e incluso en la negociación telefónica entre Chigurh y Llewelyn, el primero le dice «tú ya sabes lo que va a suceder». En esta frase no sólo hace alusión a la situación próxima a ocurrir y anhelada por todos, sino al concepto mismo del clímax. Sin embargo, lo que luego ocurre es la inesperada aparición de un tercer «personaje» que en realidad no es tal, sino un conjunto de casi desconocidos que han estado siempre presentes en las tres secuencias de violencia grupal: los sicarios mexicanos. Este giro, aunque justificado, resulta algo débil –desde el punto de vista de la necesidad– ya que en el conflicto decisivo no está encarnado en una persona o grupo definido, sino en un conjunto disperso de personajes que (salvo una corta excepción) nunca llegamos siquiera a verles la cara. En otras palabras, «pudo ser cualquiera» de los tantos sicarios mexicanos en ese continuum de violencia que muestra el filme. Nuevamente nos topamos con el azar que rompe toda una estructura perfectamente hilvanada y que nos deja algo desconcertados; no así a Chigurh quien descargará su ira en quien envió a los citados bandidos del otro lado de la frontera. A partir de esto viene el desenlace, que es una especie de desmoronamiento de la acción para concluir en un final de paralelismo abierto.
Pero antes de ir al final diremos que los tres episodios reseñados constituyen la ruptura de un esquema dramático diestramente armado por los directores; ruptura que supone, como hemos indicado más arriba, una insubordinación del azar contra la necesidad. Precisemos ahora que este porcentaje de azar es en gran parte externo a la obra dramática, no depende de la voluntad consciente de los personajes (e incluso se le opone) y vendría impuesto un tanto arbitrariamente por los creadores de esta película. Pero lo interesante es que los realizadores discuten al menos este anticlímax a través de Antón Chigurh, su propio personaje.
En efecto, este sobrecogedor rol secundario ha sido construido para representar esta tensión entre azar y necesidad. Sabemos –por boca de Carson Wells– que nuestro buen Anton es un hombre de «principios» sólidos, que se permite retorcidos juicios éticos. Pero lo hemos visto defender enfáticamente ciertos principios dramáticos a los que él se aferra (la necesidad); lo que sugiere que los raciocinios emanados de su desquiciada mente criminal representarían esos principios clásicos de la dramaturgia. Pero también observamos que Anton ocasionalmente propone a sus potenciales víctimas una decisión sobre la base del «cara o sello» de una moneda; o sea, que lo decida la suerte: el azar.
Siguiendo este doble discurso, los Coen también han creado una estructura donde oponen la necesidad al azar; es decir, se han comportado exactamente igual que su apocalíptico personaje y hasta lo han retado, no sólo escamoteándole su mayor y más íntimo deseo, sino también exponiéndolo al azar hasta en su última aparición en el filme. No obstante, previamente, un inesperado personaje –Carla Jean Moss– cuadrará a Anton Chigurh y, por su intermedio, a Joel & Ethan Coen. En la conversación con el siniestro personaje, que le propone el consabido cara o sello, ella lo rechaza diciéndole claramente que no es ni el azar ni la suerte, sino su voluntad y decisión conscientes los que guían sus acciones. Es decir, ella se pone firmemente del lado de la necesidad y rechaza el azar. No obstante, y pese a la sutil autoironía de los realizadores, el debate sobre los derechos de ambos conceptos quedará abierto en este filme.
En suma, pienso que esta «ruptura de esquemas» de los realizadores no es más que la exposición de un debate sobre el grado de control que tiene el autor sobre su obra y –lo que es más importante– hacerlo evidente ante el público. Esto produce en muchos espectadores una cierta frustración por el final (en realidad, desde el clímax en adelante) de una obra que iba desarrollándose de manera tan eficaz, pero que luego cambia abruptamente hacia ese final abierto y desalentador.
El desaliento del espectador aumenta por el hecho de que si bien el conflicto principal es resuelto (sabemos –o intuímos, ya que no se muestra– quien «recupera» el botín), hay un segundo conflicto –secundario– que permanece sin resolver: el que opone al comisario Bell con el brutal asesino serial. Es interesante observar la tremenda diferencia en la construcción de ambos personajes. Aunque aquí (y en muchas otras reseñas) Chigurh aparece con todo tipo de adjetivaciones y calificativos, la verdad es que no sabemos prácticamente nada de él. Se trata de un personaje casi arquetípico, una entelequia que representa la violencia estructural de la sociedad estadounidense. En cambio, de Bell lo sabemos todo: desde sus ancestros allá por 1901 en adelante. El comisario es prácticamente un testigo dentro del filme, un protagonista que no quiere involucrarse y observa con resignación una violencia siempre presente, fatal y que se remonta a sus antepasados; incluso llega a explicar el tipo de arma que utiliza Chigurh para entrar a lugares sin ser invitado y deshacerse de sus víctimas. Es decir, el comisario es también casi un narrador ya que son suyos los parlamentos que abren la película; y sus secuencias finales, con su padre y su esposa, son una especie de canto del cisne que justifica el título original del filme: No es un país para viejos (nombre cambiado por los distribuidores, seguramente para no indisponerse con la numerosa tropa de la tercera edad que concurre a los multicines limeños). Una buena interpretación de estos episodios finales la ofrece Carlos Luque, quien además describe acertadamente el sentido ideológico general de la película.
En consecuencia, tenemos aquí un conflicto planteado de tal forma (por personajes disparejamente construidos, aunque funcionales en términos ideológicos) que más parece un conflicto interno de Bell. No obstante, el espectador comprueba que tal conflicto no se resuelve y sus protagonistas se mantienen en líneas paralelas que no llegan siquiera a cruzarse, salvo por: 1) algunas miradas que se lanzan ambos a través del montaje, como nexos entre un par de secuencias y 2) un genial paralelismo, cuando Chigurh entra a la casa-camión ya abandonada de los Moss, se sienta, bebe una botella de leche y se mira reflejado en la oscura pantalla del televisor apagado (un par de secuencias más adelante, Bell repetirá este mismo ritual en el mismo lugar). Por ello hablamos de un final abierto y paralelo.
Dicho sea de paso, otros paralelismos simpáticos son cuando Llewelyn compra ropa y retorna luego a la misma tienda desde Mexico; y cuando tanto él como, luego, Chigurh deben pedir ropa para usarlas como vendas o cabestrillo a muchachos (en la frontera y en las calles, respectivamente) y pagar sumas exorbitantes por ellas. La actitud y discusiones de los muchachos, en ambos casos, seguramente justifican la reflexión de Martínez cuando se refiere a «un país implacable con la gente, donde no hay ya lugar para los sueños. ‘Este país es duro’, se lamenta uno de los personajes. ‘Duro e insensato. Se le ha metido el demonio y nadie parece darse cuenta’”. Pese a todo ello, el desaliento de Bell será compartido (aunque por razones muy distintas y que hemos tratado de desentrañar aquí) por espectadores como Ana y Daniel anotados en el post de otra película.
El cine de los Coen es de diseño y con un elevado grado de estilización; es decir, no se trata de filmes realistas, sino de verdaderas parábolas sobre los males sociales de los Estados Unidos; y, en primer lugar, de la violencia reinante por allá. Añaden a ello un humor negro, cínico y ocasionalmente desopilante (hay un par de chistes muy buenos); pero que en este caso solo producen algunas risas, a veces nerviosas. Los escenarios en esta película son espacios habitualmente vacíos, siendo extraordinarias las miradas de los hermanos guionistas-realizadores al desierto tex-mex en las secuencias iniciales y paradigmático el tiroteo entre Chigurh y Llewelyn en las calles de esas localidades perdidas en la provincia; no hablemos ya de los aspectos meramente técnicos, por ejemplo en las persecusiones. Los personajes son parcos y hasta pasmados, pero bajo esa capa de aburrimiento y quizás embrutecimiento, mantienen rasgos de humanidad que los realizadores destacan con gran economía de medios. La banda sonora, casi sin música, es lo suficientemente dinámica para apoyar la tensión latente en todo el filme y los varios estallidos de violencia que la caracterizan; aunque, ciertamente, hay también un manejo magistral del silencio y el tempo. Es muy bueno comentar películas como esta, que sacian nuestra gula cinematográfica hasta el borde de la saturación.
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