Dir. José Padilha | 115 min. | Brasil
Intérpretes: Wagner Moura (Capitán Nascimento), Caio Junqueira (Neto), André Ramiro (André Matias), Maria Ribeiro (Rosane), Fernanda Machado (Maria), Fernanda de Freitas (Roberta), Paulo Vilela (Edu), Milhem Cortaz (Capitán Fábio), Marcelo Valle (Capitán Oliveira), Fábio Lago (Claudio Mendes de Lima «Baiano»).
Esta película tiene todos los componentes del éxito: un tema polémico, un guión eficaz, una trepidante puesta en escena, excelentes actores y episodios de justificada ultraviolencia. Su asunto es la lucha contra tráfico de drogas en las favelas de Río de Janeiro, pero desde el punto de vista de un «escuadrón de la muerte» policial que realmente existe: la Brigada de Operaciones Policiales Especiales (BOPE).
La película está filmada casi todo el tiempo con cámara en mano, lo cual le da un cierto aire de reportaje periodístico, acentuado por la constante presencia de la voz en off del protagonista, la cual introduce, comenta y completa el sentido de las situaciones, pero también opina sobre los hechos que se narran. Además, la cámara en mano aumenta la sensación de inestabilidad y marca un ritmo acelerado (incluso en los momentos más calmados) a una acción ya de por sí vertiginosa. Las persecuciones y escenas de violencia están eficazmente realizadas, al punto que no tienen mucho que envidiar a las «películas de acción» producidas por el sistema industrial hollywoodense, pero, en el caso de esta cinta, su impacto se explica por referencia a situaciones reales, raramente vistas en las pantallas del cine o la televisión.
El filme empieza exactamente con la misma impactante toma con la que termina. De inmediato, la segunda secuencia nos adelanta las acciones que abren la segunda parte de la película y luego retrocedemos en el tiempo al primer bloque de presentación de personajes, situaciones y planteamientos ideológicos de esta obra. Lo cual garantiza que sigamos con atención todo este primer bloque para averiguar cómo se llegó a la dramática y violenta situación que se nos presentó al comienzo. En estos dos grandes bloques en que se divide Tropa de élite, los contenidos ideológicos van ágilmente intercalados y dramáticamente justificados con el argumento de la película.
La narración tiene como su eje la búsqueda que hace el jefe operativo del escuadrón (y protagonista principal), el capitán Nascimento (excelente Walter Moura), de su sucesor en el puesto, ya que el trabajo le está devastando su vida personal. En torno de esta búsqueda se articulan las historias de los otros dos protagonistas y de cinco personajes secundarios. En la primera parte se describe la corrupción –que llega a límites inverosímiles de la policía brasileña, lo que incluye robos y asaltos al interior de los distintos grupos policiales, así como el generalizado cobro de cupos a comerciantes y venta de armas y droga a los mismos pandilleros. En ese contexto, los integrantes de la BOPE buscan reclutar a los policías más desquiciados pero también a los más inteligentes, siempre y cuando no tengan afición por o estén comprometidos con la corrupción. Ello ocurre no por razones morales sino por la necesidad de ser eficientes en una lucha que la corrupción no realiza. El problema de la corrupción es que no detiene la delincuencia, sino que la mantiene. Y el combate del escuadrón no es propiamente para derrotar el desarrollo creciente del tráfico de drogas y de armas en esos espacios urbanos, sino tan sólo para neutralizarlo. De allí que deban de defender, a regañadientes, a los propios policías corruptos, cuando son cercados por los pandilleros. En la segunda parte de esta obra se muestra el entrenamiento de los nuevos reclutas y, paralelamente, se resuelven las distintas historias secundarias que conducirán a un desenlace brutal, pero también se completa el desarrollo de los planteamientos ideológicos que postula el director José Padilha.
Demás está decir que el comportamiento del escuadrón no se detiene en consideraciones humanitarias, sino que incluye la muerte de inocentes para lograr sus objetivos contra la delincuencia. Sin embargo, el punto de vista de la película no es totalmente apologético, ya que nuestro protagonista es sincero, cínico y provisto de una dosis de nihilismo. Es decir, aunque propugna y aplica métodos ilegales, es conciente de que su meta nunca podrá ser plenamente alcanzada por esa tortuosa vía, aunque tampoco cree que exista ninguna otra para lograrlo. De allí la necesidad de alejarse y dejar el puesto a otro policía que él entrenará. La parte más polémica es la crítica que se hace a los estudiantes de los sectores sociales más ricos en tanto consumidores de droga y, a la vez, a las ONG –surgidas de este medio social y educativo– que trabajan en las favelas con la venia de los jefes pandilleros («el Comando»). Todos ellos aparecen prácticamente como «tontos útiles» de la delincuencia, con su prédica a favor de los derechos humanos, que los pandilleros finalmente les harán pagar.
No obstante, hay aquí un cierto deseo de quedar bien con Dios y con el diablo, que conduce casi a una contradicción en la cinta. Por un lado, se critica a los defensores de los derechos humanos, pero de otro, se muestra al capitán Nascimento como un violador consciente (y culposo) de esos mismos derechos durante sus incursiones a las favelas. Su argumento es que los muertos inocentes –que él produce, directa e indirectamente- son en realidad causados tanto por los traficantes como por los mismos consumidores de la droga. Y bajo esa justificación se comenten allanamientos ilegales, torturas y muertes, lo que constituye una linda forma de escurrir la responsabilidad de estos actos en terceros, tanto así que Nascimento siente el peso de la culpa, relaciona su acción con el nacimiento de su hijo y, por ese motivo, quiere zafar cuanto antes. En este punto pienso que al director se le ha ido un poco de la mano la película, ya que deja sin resolver esta contradicción del personaje, entre lo que hace y lo que piensa o cree.
En Brasil, partes de esta película han sido espontáneamente aplaudidas en los cines debido a que, mal que bien, plantean crudamente el grado de corrupción existente en la policía y –aunque aquí no se muestra del todo– la infiltración de los capos de las pandillas en los sectores de mayores ingresos, realizando chantajes, secuestros y hasta crímenes. Lo que no se destaca suficientemente, sin embargo, es que la opción que la película presenta no ofrece una solución real al problema, sino sólo un remedio parcial y temporal, que más bien afecta la estabilidad emocional y familiar de quienes la llevan a cabo. No obstante, la cinta se aprovecha de las percepciones negativas (en gran medida justificadas) del público, exacerbándolas a manera de desfogue social (o quizás psicosocial), mediante la defensa de grupos paramilitares en la policía. Además, alienta una política de «mano dura», sin consideraciones legales pero tampoco con perspectivas de éxito, desde el punto de vista de una sociedad civilizada.
Estamos ante un caso controversial, en el que no se puede negar el reconocimiento a la calidad técnica y la eficacia comunicativa de Tropa de élite (que no debemos tampoco sobredimensionar), pero, al mismo tiempo, no es posible estar de acuerdo con la opción política que sugiere. Aquellos que han actuado al margen de la ley para, supuestamente, restaurar el orden o imponer la autoridad, han terminado por reemplazar la vieja corrupción por otra nueva. Ello ocurre cuando se eliminan los controles sobre la acción de la fuerza pública y del aparato del Estado. La característica de un régimen democrático es el balance de poderes y la existencia de controles. Cuando las instituciones de un Estado democrático se corrompen, existen en la sociedad organismos independientes (organizaciones sociales, medios de comunicación, etc.) que toman la posta en el combate a la corrupción. De allí la importancia de las organizaciones de derechos humanos y la necesidad de que los ciudadanos nos comprometamos con la defensa de nuestros derechos básicos contra la delincuencia y la corrupción del Estado, ya sea policial como de grupos paramilitares. Tanto en Brasil como en el resto de países latinoamericanos hemos tenido (y tenemos) trágicos ejemplos de «mano dura» que, bajo un planteamiento simplista y limitado –como el que finalmente propugna la película–, conducen a nuestras sociedades a una mayor violencia y falta de libertades.
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