Caretas publica hoy un adelanto de «Mi cuerpo es una celda», la «autobiografía» del colombiano Andrés Caicedo, editado por el inquieto multi-tasker, el chileno Alberto Fuguet. El libro -que René comentó en extenso hace unas semanas– se presentará en la Feria del Libro Ricardo Palma, en Miraflores, el viernes 12 de diciembre a las 7:00 p.m. Le harán los honores, Isaac «Chacho» León, Miguel Ildefonso y César Gutiérrez.
Como el artículo en la web de Caretas es de acceso restringido, copiamos aquí el texto de Caicedo, para beneplácito de sus cultores:
La despertada es la peor hora para la nostalgia. En esta semana me he acostado a dormir agradeciendo que tengo un cuarto y una buena cama, pero en las últimas dos noches me duermo con un poco de miedo de lo que voy a sentir al otro día, cuando me despierte, y vea que no estoy en casa y que a lo que he venido aquí a esta tierra, a Los Ángeles, a vender un guión, tal vez no sea posible realizarlo.
Este sábado había planeado escribir la sinopsis de ambos guiones y llevárselas a mostrar al cubano. Me eché en el sofá y dormí unas dos horas, inquieto. Mejor no lo hubiera hecho, porque me desperté en medio de un infierno. ¿Por qué es este sufrimiento? ¿Por qué esta falta que me hace mi madre si sé que cuando regrese a Cali y la vea, igual voy a seguir con la misma ausencia? Entonces es sencillamente una organización de datos para elaborar el sufrimiento, porque lo que pretendo, no es una madre que vive en Cali, Colombia, a una inmensa distancia de aquí, sino una madre que no tendré nunca, una madre que sólo pudo trabajar bien en su cuidado y su ternura cuando yo era un niño y aún no tenía razones para oponerme, cuando no era sino debilidad y necesidad y una cosa chiquita.
Ahora no soy más un niño. Soy una cosa grande con la misma necesidad y peor debilidad. Pero ya no tendré más el cuidado de mi madre, ya una parte de mí, mi razón, mi cordura, se opone a ella. Por eso es que me ataca esta nostalgia de un estado imposible: desear no haber crecido nunca y haberla seguido viendo sólo como la persona que me cuidaba y me daba la única compañía que me servía. He crecido tan duro y tan malo y con tantas cucarachas en la cabeza. Y no se pudo poner a una distancia correcta con mi crecimiento, ¿por qué si me cuidaba cuando chiquito, por qué no quiso cuidarme mi pensamiento modificando su mismo pensamiento?
¿Por qué no saber que mi pensamiento no está a gusto con el de los demás, con la gente fuera de su dominio, que no estaría a gusto con ella?
¿Qué es lo que yo necesito entonces?
¿Qué es lo que tengo que hacer?
—–
Me desperté esta tarde sintiéndome nada más que una cosa sufriente y dolorosa y echando gotas. Es la conciencia del fracaso la que no me deja en paz. Digo, ¿considero un fracaso haber venido acá y no haber vendido nada? ¿Considero un fracaso no poder regresar ya, ahora, cuando quiero estar allá y pienso en lo que podré hacer allá, y resuelvo: me encerraría en un cuarto, y esperar la hora de cada comida y ser servido por la sirvienta, a la que detesto por servirme y por gustarle servir, y conversar en la mesa con mis padres o si no oírlos conversar de lo que para mí no tiene ningún sentido, nosotros tres, los dos viejos y el hijo hombre que nunca creció, nunca consiguió mujer y envejeció antes de cumplir los 20 años. El hijo que escribió el grueso de su producción cuando aún su mente no estaba formada, ni tenía suficientes referencias para que pudiera escribir lo que se dice buena literatura. El grueso de su producción fue compuesta entre los 15 y los 17 años. Dirigió cinco obras de teatro, escribió seis. Trató de actuar y nunca pudo porque hablar no puede, no sabe hablar, es mudo como un niño. Ahora, buscando una nueva posición para acomodar mejor su angustia, trató de sacar la misma frase que venía pensando, a martillazos, hasta que ya lo estaba enloqueciendo, era la misma frase hace por lo menos diez minutos de pena doliente, y sintiendo adentro un punzar y una quebrazón de espejos exclamó: ¿qué es lo que ha sido mi vida? Y se avergonzó ante lo ridículas que le habían salido las palabras, como si alguien hubiera estado presente para sentir incomodidad por ellas, para censurarlo. Como aquella vez en la que tirado en una mesa de arquitectura, inventé una historia llena de verde, de campos verdes, delante de Luz Ángela, que escuchaba, y hablando, como lo hice arriba, en tercera persona, dije: “Por qué Andrés siempre está tan solo?”. Lo dije para conmoverla y ella no dijo nada, jamás dijo nunca nada. Ese hecho ha pasado a ser uno de los que engrosa la bolsa negra, la bolsa de alquitrán en donde guardo los sucesos insoportables de mi vergüenza. Fue como si ella me estuviera escuchando, sí, y yo cambié de posición, había dicho aquella frase tirado en la alfombra y más bien me paré y me acurruqué en el sofá pensando en mi regreso a Cali, como digo, podría encerrarme en el cuarto y matar de la pena a mi madre. Para que me digan, como me dijeron: «Tienes que pensar en que nosotros ya estamos viejos». Es decir, ya no tenemos por qué presenciar las locuras de niño, anda y te buscas una vida, sé como tus hermanas, cásate, procrea, sé útil a la sociedad. Ellos nunca me han tomado en serio una vez que fui creciendo y fui descubriendo los motivos por los cuales tenía que rechazar su cuidado, ese que ahora no digamos necesito, ese que ahora añoro porque en él está la clave de cómo comencé a perderme; nunca han tomado en serio mis escritos.
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