Con la segunda parte de Kill Bill sucede lo mismo que con Jackie Brown, cuyo estreno hace unos años desconcertó a quienes esperaban una continuación de la violencia de Pulp Fiction. En aquella ocasión Tarantino espantó a los aficionados atraídos más por la moda cool del director hiperviolento que por la obra de un realizador singular, poco afecto a complacencias y que prefiere nadar contra la corriente.
Kill Bill Vol. 1 fue frenética y guiñolesca en su combinación virtuosa de géneros, estilos, música y cinefilia. Su secuela, en cambio, es reposada, reflexiva, crepuscular, casi agónica. La implacable venganza de Beatrix Kiddo da paso a las razones que la motivaron, a las secuelas de la violencia, al pasado de nuestra heroína. Ambas películas constituyen las caras de una misma moneda, dicotomía que, para más señas, queda resaltada al cierre con los dos estilos de créditos.
Kill Bill es una saga atípica dentro del cine de acción made in Hollywood. Muestra una pulsión masoquista, que le debe mucho a la obsesión de un realizador enamorado de su musa; Quentin somete a Uma Thurman a pruebas de dolor, la cubre de sangre y polvo, la mata y resucita, y la convierte finalmente en un ángel exterminador. La protagonista es una muerta en vida que debe saldar cuentas con sus raíces de asesina a sueldo. Tal como el Billy Munny de Los Imperdonables de Eastwood, pero con menos carga de culpa y más disposición por reiniciar una nueva vida.
Finalmente, Uma le estará eternamente agradecida a su director por convertirla en la mejor heroína de acción que nos haya dado el cine americano.
Rodrigo Portales
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