Les quatre cents coups
Dir. François Truffaut | 99 min. | Francia
Guión: Marcel Moussy y François Truffaut
Intérpretes:
Jean-Pierre Léaud (Antoine Doinel)
Claire Maurier (Gilberte Doinel)
Albert Rémy (Julien Doinel)
Guy Decomble (‘Petite Feuille’, el profesor de francés)
Georges Flamant (Mr. Bigey)
Patrick Auffay (René)
Pocos retratos de la infancia han resultado tan entrañables como el que ofreció el, en ese momento, debutante François Truffaut en esta formidable, lírica, y sentida película, significativa por varias razones. Acaso no bastara que se trata de un notable relato en el que contemplamos las vivencias de un personaje convertido en ícono del cine: Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud, convertido en el actor fetiche de Truffaut) un niño que aprenderá las lecciones de la vida casi siempre de la manera más dura. Esos cuatrocientos golpes que lo llevarán a la inevitable madurez. Tránsito necesario para que el propio director de inicio al movimiento cinematográfico más notable de su tiempo: la nueva ola. Invención de un grupo de entusiastas y vehementes incendiarios del cine (tal cual se menciona en la misma cinta) que se propusieron llevar a cabo sus teorías sobre el verdadero valor del este arte todavía desconocido como tal. Antoine se convierte entonces en la expresión misma de ese momento para el talentoso realizador. Mérito mayor de una carrera emergente y que aprendiendo bien de sus reconocidos y sabios maestros concentra lo más fascinante de su película en la frescura y la atmósfera tan cotidiana y vívida que tiene.
Mucho se ha dicho del lado autobiográfico que el director (precoz crítico a través de Cahiers du Cinemá y bajo la tutoría del gran André Bazin a quien dedica su película) puso en este film. Cierto o no el hecho es que a partir de aquí el francés Truffaut cimenta rápidamente ese estilo tan característico de su cine: el tratamiento clásico comprometido con sus personajes, pero también narraciones plenas de lirismo, aparentemente amables pero igual de cautivantes. La película significó entonces la carta de presentación de la llamada Nouvelle Vague acaso el movimiento mas importante del cine moderno, precursor inmediato de los revolucionarios años sesenta que tuvo además a Jean Luc Godard, Claude Chabrol, Alain Resnais, Eric Rohmer y Jacques Rivette como sus principales artífices. Truffaut aporta con esta película no solo esa visión renovadora sino el entusiasmo de realizar un espectáculo pleno de emoción como un buen clásico, ninguno de los dos tienen porque estar reñidos. Es así que se embarcó en esta crónica personalísima sobre las vivencias del pequeño Antoine teniendo de telón de fondo a un París sin maquillajes -con todo y sus señas de identidad características- Torre Eiffel incluida desde los travellings iniciales.
Como en sus primeros experimentos en el cine, Truffaut nos muestra su inclinación por el universo inicial del ser humano, la etapa del descubrimiento como el momento crítico de nuestra definición vital. Mundo que le causa tanta inquietud como simpatía. El mundo de Antoine Doinel no es ideal pero en él subsiste la curiosidad y las ganas de vivir. La incomprensión absoluta será el castigo por esa extraña y no identificada “búsqueda de lo absoluto” que emprende y que se revelará como dueño de una sensibilidad receptiva a los detalles que a muchos (en especial los mayores) se les escapa. Así se miran estos jóvenes entusiastas a la hora de abordar el barco rumbo a la aventura de crear. Castigo a la vez para Antoine tras haber encontrado el primer ¡Eureka! de su recorrido vital. Camino en el que habrán de presentársele todo tipo de trabas, buscadas o no.
Podría verse el difícil recorrido de Antoine Doinel más como la mirada hacia si mismo que se echa el realizador con respecto a la locura en la cual se embarcaba junto con los otros enfants terribles (como si del bullanguero salón de clases se tratara, siempre intentado silenciar por el desencantado y cascarrabias profesor de la “escuela antigua” ) pero no deja de relucir también el gran talento formado desde esta consumada opera prima para transmitirnos la antigua tradición de una narración magníficamente ejecutada. Las difíciles experiencias de Antoine vagarán (como él mismo) desde su conflictivo hogar y escuela hasta la misma dureza de las calles, dispuesta a recibir al recién nacido para bautizarlo pero sin conseguir arrancarle su extraña rebeldía siempre emparentada con un genuino humor y melancolía. El Truffaut de esta película se hace de las posibilidades de la narración total tanto como de la búsqueda de algo más. Tal vez una dimensión aparte como en la que se zambullía en busca de la fuente de sus preocupaciones y ambiciones. Aquella parte del cerebro y el espíritu que es lo único capaz de hacernos superar las insatisfacciones más arraigadas ante lo que nos rodea.
Se trata de una película que siendo clara, no resulta simple de ninguna manera. Si el loco Godard abrió fuegos con la rotunda À bout de souffle y su destrucción de la narrativa tradicional, Truffaut más bien a contracorriente la reivindica, pero eso sí, muy a su manera. He allí el logro de una obra maestra conmovedora y absoluta que absorbe bien ese universo e identidad francesas que abren el camino inspirador de tantas cinematografías incipientes ante la brutal certeza de las dificultades para concebir estos sueños de imágenes filmadas. El joven Truffaut hace de este film, un recorrido simbólico de lucha contra las leyes y reglas del mundo. Leyes que impiden la efervescente imaginación y sensibilidad del pequeño Antoine, quien antes de recibir alguno de los numerosos golpes, se abstrae en sus búsquedas que son probablemente los más inolvidables momentos del film y que poseen esa indefinible dualidad: los paseos por un París moderno y real como nunca antes, los juegos despreocupados del pequeño Antoine o aquella huida hacia mas allá, hacia el mar. Acaso uno de los travellings mas celebres de la historia del cine. Pura poesía maestro.
Jorge Esponda
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