Ultimo tango a Parigi
Bernardo Bertolucci desarrolló desde mediados de los años sesenta y durante todos los setentas una trayectoria tan precoz como fascinante, surgido de la generación de cineastas posterior a la de los grandes y personales autores del cine italiano como Rosellini, Visconti o Fellini, el joven Bertolucci supo extraer muy bien las inquietudes de su tiempo y añadirlas a su personal universo a la vez tributario de la elegancia de Visconti y el lacerado universo de los más míseros heredado de Pasolini y su apego al marxismo. Lastima que la inspiración se le haya agotado en los últimos años pero ahí quedan sus perdurables joyas inimaginables en otro momento y lugar que el muy particular en el que se estrenaron. Last Tango in Paris es el paradigma de esto.
En los convulsos comienzos de los setentas una chica francesa común y silvestre amante de las utopías de moda (la emblemática Maria Schneider, símbolo de esa época de destapes) y un americano de mediana edad triste y confundido (Marlon Brando en uno de sus papeles más arriesgados y brillantes) comienzan una relación que pretenden libre en todos sentidos no saben ni sus nombres y solo se abandonan a todo gusto al sexo sin compromisos en un inmenso y derruido edificio en la ciudad luz, escenario de esta historia límite que con gran talento el director nos la convierte en una odisea existencial inolvidable.
Ya no hace falta citar el gigantesco escándalo que suscitó, puesto que mas que novedoso el desnudo, era el comportamiento en la intimidad lo que en su soltura todavía provoca alguna que otra sensación. Pero con envidiable maestría (ya no sorprendente en quien ya había realizado films notables como Il Conformista) Bertolucci desarrolla esta historia como caja de resonancia de su particular visión de esa época: la juventud ávida de ideas y actitudes libertarias ya sea por convicción propia o por pura moda, en contra de sus padres, como niños contestones. La película toca un tema muy en boga en ese momento: las brechas generacionales, el cada vez más acentuado distanciamiento o incapacidad de entendimiento entre los jóvenes y los mayores, que en esta película alcanza una curiosa unción en medio de las trincheras. La chica vive con el recuerdo del amor a su padre (militar, es decir conservador) y él vive atormentado por el recuerdo de su esposa que se suicidó. Bertolucci no rehuye mostrárnoslos en su soledad, su acercamiento puede ser un tierno pedido de amor y comunicación entre dos generaciones más allá de intransigencias y poses. Los matices incestuosos no son rehuidos, forman parte de ese todo, esa atracción que supera lo físico y que por ello desviará todo hasta un punto insoportable quiéranlo o no.
Aquí como varias veces, la foto del gran Vittorio Storaro es fundamental, esos atardeceres anaranjados o rosados son expresión de esa nostalgia, es un pequeño oasis donde por un momento ambos se alejan de las presiones exteriores como niños desnudos en el jardín del Edén. Pero no hay concesiones, los tiempos cambian, corren rápidamente, ni el pequeño santuario los podrá alejar de la realidad. Acaso el último tango será su estrafalaria despedida en un vetusto salón de baile, acaso prueba de otro tiempo todavía anterior que el de ellos. Ahí al ritmo de los sensuales acordes del argentino Barbieri culminará su pequeña travesura, hay que despertar, son nuevos tiempos, somos distintos.
Jorge Esponda
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