Dir. Milos Forman | 160 min. | EE.UU.
Intérpretes:
F. Murray Abraham (Antonio Salieri)
Tom Hulce (Wolfgang Amadeus Mozart)
Elizabeth Berridge (Constanze Mozart)
Simon Callow (Emanuel Schikaneder/Papageno)
La historia cuenta como Antonio Salieri pasa de la admiración por Wolfgang Amadeus Mozart, al desencanto, la reprobación moral, y por último al odio. Entonces urde un plan para destruir al genio a través de un intrincado ardid, sólo para comprobar cuan inútiles son los esfuerzos de un solo hombre para contravenir la marcha de la Historia.
Sinopsis
Como muchas otras películas notables, ésta también es un flashback: el inicio nos sitúa en los últimos momentos de lucidez del envejecido compositor Antonio Salieri (F. Murray Abraham), en la invernal Viena de principios del siglo XIX.
Acosado por la decadencia, la pobreza y el remordimiento, pero sobre todo por la pérdida de su preeminencia como autoridad musical, Salieri pierde la cordura, se acusa de la muerte de Wolfgang Amadeus Mozart (Tom Hulce), e intenta suicidarse, sólo para terminar internado en un manicomio, tétrico como todos los de su época. Allí recibe la visita de un sacerdote, quien le sugiere confesarse como remedio a su alma atormentada.
A partir de este pretexto argumental se desarrolla la historia, por boca de Salieri, de la tortuosa relación entre éste y Mozart, narrado a lo largo de una larga tarde que se hace noche y termina, al mismo tiempo que el film, en la mañana siguiente: cómo, a partir de su admiración de adolescente por el genio precoz, el italiano pasa al desencanto, la reprobación moral, y por último el odio. Irónicamente, su antipatía por Mozart crece a medida que lo va conociendo en mayor profundidad.
Agobiado por la inquina, Salieri es incapaz de comprender la mezcla de talento prodigioso, temperamento infantil y virtual amoralidad de Mozart. Él, que basa sus logros en la disciplina y el sacrificio, ve impotente cómo aquel “pequeño” hombre crea con soltura obras de una belleza a la que su propia música jamás podrá aspirar, casi sin otro esfuerzo que el de transcribir, en partituras sin tachaduras, la música »ya culminada en su mente».
Mozart, casi por juego y sin mayor deliberación, lo ridiculiza en público, seduce a la mujer de la que Salieri está secretamente enamorado, y en su orgullo de saberse superior apenas concede al trabajo del italiano un reconocimiento ambiguo. En respuesta, Salieri (compositor de la Corte, nada menos) ejerce veladamente su influencia hasta reducir a Mozart a una posición de marginal, componiendo sin descanso obras que le reditúan apenas lo preciso para sobrevivir. Lo difama ante sus colegas, lo indispone con el monarca del país, sigue todos sus movimientos mediante una sirvienta espía y, como golpe de gracia, se vale de terceros para encargarle una obra secreta en un plazo imposible. El propósito de esta última treta es intrincado, pero brillante: al tiempo que abruma al genio hasta literalmente matarlo de agotamiento, Salieri piensa atribuirse la autoría de la obra, y usar ésta –se trata de una misa de difuntos, el famoso Réquiem– durante el velatorio del enemigo. Intentaría así obtener un triple objetivo: eliminar al rival invencible, renovar su ya declinante reputación, y sobre todo burlarse de Dios (a quien ultimadamente culpa de todo), sólo para comprobar, en las últimas escenas del film, cuán inútiles son los esfuerzos de un solo hombre para contravenir la marcha de la Historia.
Análisis
Milos Forman (Checoslovaquia, 1932) escogió Praga, la capital de su país, para rodar la película. Famosa por su belleza, la ciudad se muestra generosamente en sus calles, edificios y habitaciones, que parecen suspendidas en el siglo XVIII. Como bien dijera Forman, ningún otro lugar del mundo puede ofrecer lo mismo, y la fotografía hace justicia a la arquitectura.
El trabajo actoral de los protagonistas principales es en general solvente, salvo el de F. Murray Abraham, que es sencillamente excepcional. Pocas veces puede apreciarse en el cine una fusión tan perfecta de personaje e intérprete. Abraham, relativamente desconocido hasta entonces, nos hace casi imposible pensar el personaje sin su fisonomía, lo cual es uno de los sellos típicos de un gran desempeño.
El director no quería estrellas establecidas para el film. Consciente de que, (por ejemplo) un Salieri interpretado por Dustin Hoffmann sería por siempre un Salieri-Hoffmann, escogió actores capaces que no devoraran a sus personajes con su inevitable aura. El tiempo, que ha convertido a Amadeus en un clásico, le ha dado la razón: es la película en sí, como obra integral, la que resalta en nuestras mentes, y no la figura de uno o dos actores.
El contrapunto Salieri-Mozart no puede ser más claro. Siempre de oscuro, el italiano es el único personaje principal que no usa peluca ni arreglo recargado, y la fabulosa dicción de Abraham brinda a sus líneas una gravedad permanente. Por el contrario, el personaje de Amadeus, siempre con ropajes alegres y algo excéntricos, con sus movimientos vivaces, su risa esquizofrénica y su incapacidad para controlar sus impulsos, nos da la impresión de un niño encerrado en el cuerpo de un adulto.
Otro de los ejes de la película es la relación de Mozart con su padre, que sirve a Forman como palanca para destacar la inmadurez sempiterna de Amadeus y su desorientación vital al morir Leopold.
Escena Favorita
El momento en que Salieri revisa las partituras manuscritas de Amadeus, sólo para comprender, con angustia, la magnitud del genio de aquél. Mientras recrea en su mente los delicados compases mozartianos, deja caer los folios, abrumado por la “absoluta belleza” de la música.
Martín Vargas Estrada
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