Lost in Translation significa la confirmación que Sofia Coppola posee una sensibilidad no propia de este mundo, una historia de alegres perdedores que buscan algo que les de sentido a su vida. Es la historia de Bob Harris, un antihéroe de los antiguos, para quien dejar es el sinónimo mayor del amor. Una historia contradictoriamente de encuentros más que de pérdidas.
La película que más veces he visto en mi vida. Identificación máxima con aquel Bob Harris (Bill Murray) en el ocaso de su carrera. La búsqueda infinita de algo que le de sentido a tu vida. La construcción de una realidad aparentemente feliz. El trasero de Charlotte (Scarlett Johansson) en el primer plano de la cinta. Su sonrisa. Sus labios. Sus perfiles. Su peluca rosa. El escenario Mondrian de Tokio mezclado con la música de Kevin Shields. Bob cantando «More Than This» de Roxy Music. Charlotte recostada contra su hombro. Ambos sobre una cama, mirando el techo, apenas rozándose. Una obra de arte contemporánea con ingenuos tropiezos. Así se me ocurre Lost in Translation.
Siempre me he preguntado sobre el futuro de los protagonistas, sobre la última conversación que tienen al oído, sobre la sonrisa de Charlotte perdiéndose entre tanta gente. El triunfo de la derrota se me ocurre. Y es que aparentemente todo estaría construido para acabar como siempre acaban las películas. Tenía miedo que Sofía Coppola arruine en dos minutos todo. Pero no. Lost in Translation no termina como comedia romántica y menos se convierte en esas películas que anulan al espectador, que lo invitan a no pensar, que convierten al cine en un plano espectáculo de minutos. Lost in Translation termina con la satisfacción de la consecuencia, con la renovación de alguna esperanza, casi igual a la alegría nostálgica del ocaso del verano.
Lost in Translation, segunda película de Sofía Coppola, es la historia del actor Bob Harris, casi un alter ego del mismo Bill Murray, para quien los años importantes de su carrera han pasado y quien tiene que aceptar millonarias ofertas japonesas para grabar comerciales para un whisky. Bob solo, en un país desconocido, pasa por una crisis que lo confronta con su profesión, con su matrimonio mismo, contra su rol de padre. Echado en su cama sin poder dormir, pensando mucho, recibiendo faxes de su esposa con distantes horas de diferencia, sintiéndose abrumado con los espacios y costumbres japonesas. Bob encarcelado en atmósferas cargadas, repletas, donde él es el gigante, el bicho raro.
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En ese trayecto Bob descubre a Charlotte, filósofa, aparentemente feliz, recién casada. Pero Charlotte no se encuentra, todo es una parodia, es una Bob con menos años. Prueba con el Ikebana. Visita un templo. Pone en duda todo. Su matrimonio, sus estudios, a ella misma. Pasa horas sentada frente a la enorme ventana del dormitorio del hotel. La imagen es aterradora, una ciudad enorme allá abajo y ella encerrada en esa habitación. El esposo (Giovanni Ribisi) más preocupado por su trabajo, es casi un personaje accesorio en la vida de Charlotte o viceversa.
Y es así que Bob y Charlotte cambian de canción, se encuentran, escapan, se pierden juntos en aquel Tokio, hasta entonces mera construcción de prejuicios, donde la recreación occidental se presentaba como una comedia barata llena de colores. Recién es ahí cuando la ciudad adquiere importancia. Y vemos a ambos, tomados de la mano, esquivando autos, cruzando casinos, cantando juntos, viendo La Dolce Vita. Y eso es lo más parecido a la felicidad en ese instante, ese es el perfecto escape, eso es lo que ambos buscan. Tirados después en la cama del hotel, sin ningún atisbo sexual, Charlotte le pregunta si las cosas se ponen peores. Bob le responde sobre sus hijos. Nosotros, espectadores, los observamos desde arriba. Y Bob lo único que hace es estirar su mano hacia el pie de ella. La pantalla se pone en negro.
Demasiado personal para no estar ligada con alguna experiencia de Coppola. Se dice que Lost In Translation es la reconstrucción de aquellos días que Sofía esperaba a su ex esposo, Spike Jonze (Adaptation.), en los hoteles. Aburrida. Casi relegada ante la enorme carga de trabajo de él. Es más, se dice que Kelly (Anna Faris), encarnación de la rubia tonta, actriz a la que se ridiculiza en el film y quien presenta su última película en el mismo hotel en el que están hospedados Bob y Charlotte, es un guiño evidente a Cameron Diaz, con quien se involucró a Jonze.
Chismes de lado, Lost in Translation hace todo casi perfecto. Crea atmósferas, pone la música exacta, elige a los actores indicados. Quizá el único pero que se le pueda poner a la película es aquella imagen ridícula que se tiene de los japoneses. El prejuicio: bajo, ridículo, copión es expuesto en algunas partes de la película. No creo que haya mala intención en la película, pero igual. Un pero chiquito, casi una nimiedad.
He visto esta película varias veces, en distintos sitios y aún me parece raro haberla visto también en el cine. Sobre todo por el rótulo de película independiente con la que ganó varios Globos de Oro y un Oscar a mejor guión. Aún me pregunto qué es lo que le dice Bob a Charlotte en esa última charla, después de ese beso. Y por qué sonríe tanto ella. La victoria en la derrota me gustaría pensar. Bob Harris se vuelve un héroe -muy emparentado con el Rick de Casablanca– aquel personaje que renuncia por amor.
Lost in Translation (2003)
Dir: Sofia Coppola | 102 min. | EE.UU. – Japón
Intérpretes:
Bill Murray (Bob Harris)
Scarlett Johansson (Charlotte)
Anna Faris (Kelly)
Giovanni Ribisi (John)
Akiko Takeshita (Srta. Kawasaki)
Catherine Lambert (Cantante de jazz)
Fumihiro Hayashi (Charlie)
Akiko Monou (P Chan)
Estreno en Perú: 12 de febrero del 2004
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