Dir: Terry Gilliam | 142 min. | EE.UU.
Intérpretes:
Jonathan Pryce (Sam Lowry)
Kim Griest (Jill Layton)
Robert De Niro (Archibald ‘Harry’ Tuttle)
Micheal Palin (Jack Lint)
Ian Holm (Mr. M. Kurtzmann)
Las sociedades totalitarias, las fantasías futuristas en las versiones más negras y absurdas y las alegorías al mundo despiadado e indiferente, son la expresión misma de lo que hace Terry Gilliam en esta película. Insólita en su tratamiento y muy distante de tantas películas de fantasía que comenzaron a prodigarse luego de la serie Star Wars y que le darían mayor envergadura de presupuestos y ambiciones (en algunos casos) al cine norteamericano a mediados de los 80.
A Terry Gilliam siempre lo ha caracterizado la desmesura y el barroquismo. Su universo dislocado surgido de sus inicios como caricaturista es preciso, irónico, crítico y muchas veces fascinante. Mucha de su herencia y riqueza parte de su gran experiencia con ese genial grupo humorístico británico que fue Monty Phyton. Así con otros locos como John Cleese y Michel Palin fue armando ese universo que transita por el humor absurdo y la crítica feroz a los íconos de la cultura occidental.
Pero ya el Gilliam independiente añade su particular poética dentro de proyectos de apariencia de mero entretenimiento pero que poseen una personalidad identificable como pocas. Crea atmósferas distorsionadas donde habitan seres soñadores capaces de lo que sea por escapar del mundo que no los satisface (como buenos surrealistas), incluso el inventarse uno propio. En este tránsito habrá que correr el riesgo (o llegar a la meta) de alcanzar la locura como punto de evasión absoluta. Brazil es la más gigantesca y lograda incursión por el universo Gilliam.
Así contemplamos un mundo futurista regido por la burocracia más paquidérmica y la represión de las jerarquías sociales mas privilegiadas. Como trasladando las fantasías kafkianas y orwellianas, el director nos presenta un imaginario tétrico y bizarro, una especie de mundo paralelo en el que las apariencias son exacerbadas. Las oficinas son claustrofóbicas tanto como los hogares multifamiliares y despersonalizados, todos los ciudadanos transitan como en la conservadora Europa del nazismo o de algún film noir.
Así arranca la aventura para el protagonista Sam Lowry (Jonathan Pryce). Tras un error de la maquinaria estatal se confunde a un padre de familia con un terrorista. El buen Sam se involucrará poco a poco con el caso hasta llegar a chocar con el mismo sistema cuya buena posición lo ha colocado hasta el momento en lugar expectante de ascenso y se convierte en el centro de una intriga más grande que la vida misma. Siguiendo únicamente la lógica de sus sueños se terminará involucrando en esta intriga al lado de una rebelde (Jill Layton) y el terrorista Harry Tuttle (insólito De Niro).
La película sigue la línea de un thriller entonces, pero de uno muy particular que mezcla en su ideología las referencias más dispares, casi como si Sam fuera al mundo de Alicia en el país de las maravillas pero pasando por el itinerario del Joseph K de El proceso. Sam se imagina un superhéroe que enfrenta a gigantescos monstruos y muros. Cual déjà vu ve a su amada transformada a la medida de sus deseos y ansias de aventura (referencia a Vértigo que retomará en Twelve Monkeys). La fantasía se vuelve cada vez más desbocada y el sueño se transforma en pesadilla. El burlón título que remite a lo más colorido solo dejará hacerse sentir en la tonadita tropical pero ambientada en la persecución más terrorífica.
Un inspirado Gilliam crea un imaginario barroco en extremo en el que las apariencias de brillo y sofisticación apenas disimulan la decadencia (el mejor ejemplo es la horrenda madre del protagonista). Dejando muy en claro su vocación subversiva hace la apoteosis de lo libertario en plenos años ochenta de Reagan y su carga de arribismo. Se imagina como el terrorista Tuttle descolgándose de las gigantescas alturas para soltar las correas de la imaginación por encima de la realidad y su rutina, y hacer volar los expedientes más pesados de la burocracia como hermoso espectáculo de hojas cayendo como nieve.
Lo arriesgado del caso es que al haber sido nada concesivo en una producción descomunal lo ha alejado completamente de la libertad creativa. Pues siempre hay que justificar lo invertido por las aceitadas maquinarias de los grandes estudios y para ello tener que acaparar la mayoría de público posible. Brazil no es una película complaciente y ese fue su pecado. Mucho de eso incluso se traduce en cierto pesimismo que transmite. La tan ansiada búsqueda de ese mundo de ensueño muchas veces se puede quedar en ello, el solo ensueño. Como a tantos locos, la industria lo intenta mantener en una camisa de fuerza el mayor tiempo posible. Esperemos que Terry logre sacársela de vez en cuando. Si es que las circunstancias se lo permiten.
Jorge Esponda
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