El arca rusa: El detrás de cámara más largo de la historia (pt. 1)
3. La vuelta al pasado
Para empezar, estos procedimientos nos devuelven el viejo lenguaje cinematográfico, tan distinto al lenguaje televisivo al que estamos acostumbrados, incluso en el cine. En efecto, El arca rusa sólo funciona en pantalla grande ya que las imágenes muestran grupos humanos, conjuntos mayores o menores, es decir, tomas abiertas, amplias, panorámicas; y cuando se trata de pocos personajes se les ve habitualmente de cuerpo entero. Sólo hay unas pocas imágenes de detalles (manos, el fragmento de un cuadro). En otras palabras, no tenemos muchos primeros planos (rostros), escasean las imágenes de personajes tomados de la cintura para arriba (tan comunes en la tele y el cine actuales) y, al no haber físicamente montaje, no hay tampoco el habitual plano y contraplano.
Se trata, pues, de una película que utilizando a gran escala dos recursos técnicos experimentales, nos devuelve el lenguaje de los grandes clásicos del cine. En consecuencia, este filme utiliza medios técnicos “revolucionarios” y “vanguardistas”, para restituirnos de manera creativa (y provocadora) un lenguaje tradicional hoy inhallable, salvo para los seguidores de Andrei Tarkovsky, el ilustre inspirador de Sokurov.
4. Tiempo
Otro aspecto experimental es el hecho de que el filme no tenga argumento sino que siga el esquema de una “visita guiada” a un museo famoso; es decir, que tenga un componente de corte documental (tanto así que incluso vemos una escena con presuntos visitantes actuales, abundantes tomas a pinturas y objetos artísticos y hasta las paredes del palacio). Pero esto es una mera apariencia de “realismo” ya que desde el comienzo nos encontramos que los “guías” son la citada voz en off del misterioso narrador y un diplomático francés resucitado vaya uno a saber de dónde (¿es un fantasma? ¿el espíritu europeo que se burla todo el tiempo de las pretensiones europeístas de los rusos?).
Aquí nos encontramos con otra gran ironía en el manejo del tiempo. Se supone que en un plano secuencia la acción transcurre “en tiempo real”, cronológicamente hablando. Pero aquí nos saltamos de una época histórica a otra con la mayor frescura, incluyendo el presente y hasta puntuales incursiones en la era socialista; siempre de la mano de este personaje y en permanente diálogo con el misterioso narrador.
Pero su conservadurismo se extiende también al plano ideológico: el filme destila una nostalgia por el zarismo, idealizado y lleno de un encanto trasnochado por esos tiempos idos, todo ello matizado (felizmente) por una ironía sutil y un tono casi siempre susurrante. Todo esto se apoya también un vestuario espectacular, una escenografía de elevado valor estético (pinturas, esculturas y arquitectura), así como largas escenas donde llegamos a observar hasta un millar de extras en un baile, una orquesta sinfónica completa (y otros dos conjuntos de cámara) y una interminable procesión de salida.
5. Historia sin consciencia de clase
Colabora también a esta simpática impostura el componente presuntamente histórico. Para empezar, no es posible hablar de “reconstrucción histórica”, ya que el Hermitage es, en sí, pura historia; además del museo (que alberga dos millones de objetos artísticos), el complejo incluye el Palacio de Invierno. Este fue el centro de poder del la Rusia zarista, aquí vivieron y gobernaron los grandes zares que aparecen en el filme: Pedro el Grande, Catalina II, Nicolás I y Nicolás II. Aquí ocurrió el acto central de la revolución de octubre (la toma del poder por los bolcheviques) y fue el centro de la defensa de la entonces Leningrado, sitiada durante tres años por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, epopeya sólo opacada —en horror— por Stalingrado.
Hay mucha historia, pero toda ella queda fuera de la película. Aparecen los personajes fundamentales o claves, pero en situaciones irrelevantes (Catalina corriendo apuradamente en busca de un baño, Nicolás II cenando con su familia), entre otros actos protocolarios y desfiles de soldados. Aparece fugazmente Pushkin, persiguiendo a su mujer durante una gala y se menciona a Glinka, quien fue el iniciador de la escuela nacionalista rusa en música; y cuya mazurka se utiliza en el baile final del filme. Lo que vemos, fuera de estas anécdotas, son episodios de la vida cotidiana en el palacio, varios de ellos estilizados. No hay, por tanto, ningún intento de brindar un enfoque global u orgánico del zarismo, sino una irónica añoranza y nostalgia del pasado.
Otro juego es la combinación de un tratamiento documentalista y otro estilizado. En efecto, por un lado tenemos imágenes de pinturas famosas (Rembrandt, El Greco, Van Dyck) y otras varias opacadas por las luces que acompañan la cámara, así como largas tomas donde vemos las espaldas de grupos de visitantes; y allí acaba el documental: son visitantes siempre de diversas épocas, acompañados por las conversaciones de nuestros guías-fantasmas. Es significativo cómo la cámara, al llegar al teatro del Hermitage, lo haga por detrás del escenario, durante una representación privada para la zarina Catalina. En realidad toda la película es un “detrás de cámara” de la época histórica que cubre Sokurov. Por otra parte, si consideramos que en este palacio vivieron estos personajes lo irónico es pensar que tales situaciones podrían haber ocurrido tal como se muestran en la película (¿o no?).
Más aún, en esta combinación de reconstrucción histórica “realista” y la fantasía estético-(in)temporal que presenciamos, el realismo se va al tacho con los comportamientos estilizados que acompañan las anécdotas histórico-artísticas salpicadas de digresiones estéticas, los fugaces diálogos de nuestros cicerones con personajes aún más efímeros (soldados, eruditos, curadores, actores, pimpollos de época, mayordomos, sirvientes, doncellas), las escenas intimistas o misteriosas; y, luego, todos los intercambios de reverencias, salutaciones, muecas, mohines, guiños, excusas extremadamente corteses como cortantes y, en suma, cuando comprobamos que los protagonistas huevean de lo lindo.
De esta forma, Sokurov termina burlándose —aunque de una manera sutil y exquisita— de su propio y anacrónico rescate de los trescientos años de zarismo que examina en esta película. Es en este marco que debemos colocar el puro goce estético producido por este filme, que fue hecho para conmemorar los tres siglos del Hermitage.
Juan José Beteta
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