The Pillow Book
Dir. Peter Greenaway | 126 min. | Francia – Reino Unido
Intérpretes:
Vivian Wu (Nagiko), Ewan McGregor (Jerome), Yoshi Oida (Editor), Ken Ogata (Papá), Hideka Yoshida (Tía), Judie Ongg (Mamá), Yutaka Honda (Hoki)
Un pasado trastocado se reescribe en el futuro de una niña. Un homosexual editor japonés se hace de la dermis tatuada de su amante muerto y exhumado. Esta muerte, desconocida en un principio, nos conquista por su rareza y descorre el telón de esta producción británica de 1996, ambientada en Japón. Se trataba de los funerales del joven traductor Jerome (interpretado por un pícaro Ewan McGregor) que, en llamativa caligrafía japonesa, llevaba sobre su piel desnuda escrito un relato. Esa historia sería encuadernada y atesorada como único ejemplar del Editor. Un libro singular, cuyas páginas no serían vegetales, sino, la preservada piel de su rubio joven amante muerto.
A diferencia de Letras prohibidas (Quills, 2000), el film basado en la historia del Marqués de Sade, en que las situaciones de orden masoquista abundaban y sacudían los cimientos de la moral de entonces, Escrito en el cuerpo penetra, cual fino escalpelo, en un morbo preciosista acerca del vínculo entre la homosexualidad y la literatura. Entre las relaciones Padre – Hija. Esposo – Esposa. Amante – Amigo. Celo – Pasión. Un relato que leído en corrientes páginas de algún libro, no sería nunca lo mismo si hubiera sido antes visto, olido y saboreado, palpado y lamido y asimilado en la desnuda geografía de un presto y juvenil cuerpo masculino. Cada recodo: axilas, lóbulos, párpados, testículos, pelvis y glúteos son convertidos en un viviente y torneado lienzo, página o écran en el que es mostrado una narración o un pedazo de ésa, escrita con fervor literario y artística caligrafía.
En tiempos en que festejamos el retorno del “libro objeto” en honor a Oquendo de Amat, (poeta huanuqueño que se autobiografió así: “tengo 19 años / y una mujer parecida a un canto”, en su libro “5 metros de poemas”) está película de 1996 nos plantea quizás la máxima representación de ello: el cuerpo humano. Me animo a pensar que el hermoso Malte, personaje central de “El goce de la piel”, la última “nouvelle” de Oswaldo Reynoso, hubiera podido ofrecerse para que se escriba sobre él; para que un dócil y lúbrico pincel lo recorra de pies a cabeza, dibujando con tinta china símbolos que contaban una historia imposible de leer a quien la portaba. No sabemos mucho del goce del pincel sobre el cuerpo. Al menos yo no. Tampoco de lo que es pintar sobre un cuerpo desnudo, algo más que un “michi” o un reloj. No obstante, asimilamos la surrealidad de la belleza que viene para postergar a otra belleza: La literatura al cuerpo. Pero nunca tan bella la primera si no es escrita sobre la segunda.
Peter Greenaway (icono de los ochenta y noventa), el director de este film cuyo título original es The Pillow Book (Libro de cabecera, Libro de almohada, por la versión japonesa del siglo X), ha sido primero (y no es que haya dejado de serlo) pintor, editor, productor, camarógrafo de sus propios filmes. Ha escrito ensayos, ilustrado libros, dirigido óperas e incursionado en instalaciones electrónicas. Con esto, creo posible entender la preocupación estética por el conjunto visual, acaso cierta esquizofrenia en querer coparlo todo en formatos casi imposibles para ello. La idea joyceana de la temporalidad, plasmada en lenguaje cinematográfico. Y esto incluye aun los juicios de valor. En Escrito en el cuerpo Greenaway pone de manifiesto dicha tendencia. Nos muestra, a manera de sutiles viñetas insertadas en la pantalla, otras pequeñas pantallas que traen imágenes (pensamientos) del pasado o el futuro o el quizás que viene volando suave sobre la acción presente, predominante en el écran. Tiene la particularidad de reproducir, en un solo movimiento (como dirían los músicos), la sucesión o el caos de nuestras reflexiones en nuestra factoría interior.
Se nos induce a no tener necesidad de pensar en nada grotesco para construir un argumento. Se nos induce, además y en ello, a disfrutar de la imagen con todos los sentidos. A gozar del guión no tanto como de la sensual caligrafía japonesa, china o similar sobre la masculina desnudez de los cuerpos trémulos y sudorosos. A paladear los encuadres. Pensamos y discutimos ese futuro o ese pasado o ese quizás. Lo sentimos propio, como el sueño que viene desde algún mundo confín a iluminarnos con su exquisito conocimiento. No obstante en aquella fáustica ensoñación, habita la muerte.
Mas esta muerte no sería una muerte cualquiera, como es la de los desconocidos a nosotros. Es la muerte que se lleva lo que pensamos sería nuestro mayor pretexto para seguir vivos. Esa es la que ha arremetido. Y también ella, la arremetida, es esplendorosa. Pensando de vuelta en el título de Oswaldo Reynoso: “El goce de la piel” publicado en 2005, y en Escrito en el cuerpo, siento que ambas obras celebran, a su manera y en su contexto y con su lenguaje, la juventud y la hermosura del cuerpo masculino, además del ejercicio literario. Tal vez Greenaway, si hubiera charlado con Reynoso en estos días, en algún bar o café, hubiera bromeado respecto al título de su pasada película, llamándola “El goce de la imagen”.
Óscar Pita-Grandi
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