Les quatre cents coups
Dir. François Truffaut | 99 min. | Francia
Guión: Marcel Moussy y François Truffaut
Intérpretes:
Jean-Pierre Léaud (Antoine Doinel)
Claire Maurier (Gilberte Doinel)
Albert Rémy (Julien Doinel)
Guy Decomble (‘Petite Feuille’, el profesor de francés)
Georges Flamant (Mr. Bigey)
Patrick Auffay (René)
Antoine Doinel. Así se llamaba el protagonista de la historia. Una historia que no me es ajena, por ser tan real y común. Jean Pierre-Léaud (quien debutó a los 12 años en este filme y haría una carrera como actor en muchas cintas de Truffaut) es quien da vida al menudo rebelde con causa. Amante del cine y de Balzac, pícaro, pilluelo, inconformista y desafiante, mira el mundo con desconfianza y temor. “¿Por qué no me entienden?», suele decir con frecuencia. Yo también.
Abril de 1994. Mi primer año en la universidad y un calor sofocante. La rutina era algo común: clases en las tardes, escuchar a los Beatles y Soda Stereo y claro, el cine. Aburrida por las primeras clases, decidí fugarme de la facultad. Terminé en frente del Museo de Arte. Tuve que batallar contra un gentío para ver una cinta de los años cincuenta: Los cuatrocientos golpes.
Me llamó la atención porque era la primera cinta de François Truffaut, de quien decían era el mejor director de cine de su generación. Me dije a mí misma: «Si esta cinta es un clásico, será por algo». Han pasado doce años y sigo pensando en lo mismo. Aún siento el impacto. Un fuerte impacto.
Antoine Doinel. Así se llamaba el protagonista de la historia. Una historia que no me es ajena, por ser tan real y común. «La vida tiene color de rosa», me cantaban cuando niña. ¡Mentira! Apenas eres un niño y ya percibes los sinsabores: tristeza, soledad, angustia, incomprensión y te rebelas contra aquello que te impide ser como quieres ser. Justamente todo eso se manifiesta en el pequeño Antoine.
Jean Pierre-Léaud (quien debutó a los 12 años en este filme y haría una carrera como actor en muchas cintas de Truffaut) es quien da vida al menudo rebelde con causa. Amante del cine y de Balzac, pícaro, pilluelo, inconformista y desafiante, mira el mundo con desconfianza y temor. «¿Por qué no me entienden?», suele decir con frecuencia. Yo también.
Su aspecto es lo que más me gusta: sus pequeños y vivaces ojos negros, que revelan una mirada triste, por momentos apagada, cegada por la melancolía, por la rabia. No les importo, entonces prefiero escaparme de la escuela para ir a ver una película, o a las marionetas, enconderme en casa de mi mejor amigo. O mejor, no quiero ver a mis padres y prefiero dormir en la calle. No me importa robar una maquina de escribir, que más da, si al final me apresarán y mandarán a una correccional. Es así como los adultos arreglan las cosas. (La escena de Antoine llorando mientras lo llevan a la comisaría es sencillamente desgarradora).
Por momentos me recordaba mi propia infancia. Las alegrías y penas de no sentirse amado. Antoine Doinel es la perfecta representación de la infancia triste, con breves chispazos de alegría. Sientes que no te ven, y haces cualquier cosa para llamar la atención. Sólo deseas que te quieran, que te defiendan y arrullen, pero sólo recibes reproches y rechazos. Lloras. Te irritas y decides mandar al carajo a todos: A tus padres, tus maestros, tus amigos y sólo deseas huir. No necesitas de nadie.
Justamente de eso trata el hermoso final de la cinta (un final de antología). Huir de todo porque eres libre, porque no quieres ser esclavo de nadie, porque esa es tu esencia y nadie te la debe quitar. Estás sólo y nadie irá tras de ti, así que eres libre, huye de esos tontos reformadores. Que el amigo Truffaut y su cámara me sigan si parar. Corre hasta que llegues al mar y puedas apreciar toda su belleza. El cielo. Siente el viento. El aroma del paisaje. Eres libre, pero estás perdido. La mirada perdida y confusa del pequeño Antoine lo dice todo: «¿Y ahora qué será de mí?».
La libertad. La rebeldía. La confusión. Son tantas cosas a la vez y asumirlas a temprana edad es un verdadero suplicio. Por eso me gustan tanto las películas de François: porque forman parte de su vida misma y por ser tan simples y complejas. Por ser al fin y al cabo, tan humanas. Desde aquel día amé a Truffaut y a su alter ego. He visto la cinta ocho veces. Mi madre me pregunta: «¿Acaso no te cansas de lo mismo?». «No. El arte no me puede cansar».
Pasarán más años y las aventuras de este principito de carne y hueso seguirán removiéndome el corazón. Me sentaré en la parte central de la sala y podré reir y llorar con él, cuantas veces quiera. Seremos dos eternos cómplices; nos escaparemos de la escuela para ver películas de antaño, leeremos a Balzac y dejaremos de pensar por un momento de nuestra vida de perros. Y es que, amigo Antoine, la vida es más que cuatrocientos golpes, mucho más. Y sólo eres un niño. Sólo te pido una cosa: No dejes de correr nunca…
Norma Malaver
Deja una respuesta