Dir. Pedro Almodóvar | 102 min. | España
Intérpretes:
Eusebio Poncela (Pablo Quintero)
Carmen Maura (Tina Quintero)
Antonio Banderas (Antonio Benítez)
Miguel Molina (Juan Bermúdez)
Fernando Guillén (Inspector de policía)
Pasional, irrespetuosa y hasta estrafalaria. Así es esta notable película que terminó por sentar definitivamente el estilo y talento de Pedro Almodóvar, quien desde principios de los años 80 habría de convertirse en uno de los nombres capitales del cine español alegremente destapado tras décadas de dictadura. En apariencia un cine dedicado a la humorada pero que tenía muchos más velos por sacarse de encima. El melodrama folletinesco y sus tendencias siempre al disfraz y el artificio en sí fue sirviendo como anillo al dedo para revelar toda una sensibilidad particular. La hispana y la homosexual a partes iguales. El colorido universo del cineasta no estaba reñido para nada con las tensiones y tintes de géneros más graves a los cuales agregó a su paleta. El resultado es admirable y he aquí que La ley del deseo permanezca como el más brillante resultado de esta evolución.
Nos encontramos casi ante una malévola mirada de Almodóvar a sí mismo, a su oficio de creador que en esta ocasión se desborda más allá de lo que es capaz de controlar. El artificio y fantasía del cine puesto a prueba desde la reveladora (y engañosa también) secuencia inicial en la que vemos al actor recibiendo instrucciones para ejecutar una escena erótica. El chico se sienta en la cama para recibir las instrucciones del director, una voz presente y ansiosa que lo hace desnudarse, masturbarse y pedir que lo posea. Voces que claman pasión y que resultan ser tan sólo de ilusión. El artificio del cine (como antaño) no está reñido con los auténticos sentimientos de deseo. El inofensivo voyeur al menos debe haberse sentido inquieto ante la reveladora introducción del código estético del director.
Introducción que nos traslada ya al encuentro con el protagonista (alter ego del creador). Pablo Quintero es un director de cine. Pasea su bohemia absoluta de la mano con su obsesión creadora en medio de sus no bien correspondidos sentimientos por Juan. Entre rayas de coca y aventuras al paso solo encuentra tranquilidad al lado de su hermana/hermano Tina. Es en este trance cotidiano que se dará con una inesperada alternativa: Antonio, un más que ilusionado fan quien le dará todo aquello que busca y más. Pero en los sentimientos no se manda y el lejano Juan aún forma parte de sus pensamientos para ira en la cada vez más compulsiva obsesión de Antonio sobre él. A ritmo de boleros y desgarradas notas, el buen Pablo pasea su malestar por entre él y la maquina de escribir como fuente inspiradora y purificadora. Y será su maquina la que comenzará a contener su propia obsesión. Las cartas falsas y firmadas por otros serán el conducto de la propagación de esta llama encendida de Juan a Pablo y de éste a Antonio.
Almodóvar comienza a agravar los tintes al punto casi del cine negro. La entrada a este punto será aquel hermoso momento de la escena trágica actuada por Tina, nuevamente imponiéndonos el artificio como vehículo de los más profundos sentimientos. La gran tragedia de todas estas criaturas es no poder cumplir sus deseos. Como le dice Antonio y Pablo en un momento “estás pidiendo cariño a gritos”. Todos lo hacen y la expresión sincera de todo aquello que los hombres esconden está en la ¿femenina? Tina deseando encontrar la felicidad que le fue negada en algún momento y por la cual sacrifico mucho más, hasta su identidad. La ley del deseo a la que se refiere la película es la de la insatisfacción como en la gran tradición surrealista (otro modo de artificio) de la cual Almodóvar parece inspirarse. Solo habrán de ser aplacados momentáneamente con estas aventurillas, con la creación o con apenas algo tan sencillo y glorioso a la vez como un remojón que se pega Tina en la calenturienta noche madrileña.
Pasado el trance liberador, los obsesos no habrán de dar tregua para cumplir con sus deseos. Pablo en su pasión por crear no dudará en traer a Tina y a sí mismo los recuerdos dolorosos que marcaron su existencia (fuente inevitable de inspiración para cualquier escritor). Y el ilusionado y arrebatado Antonio no tardará en concluir que para poseer lo que tanto anhela debe eliminar todo (o el único) obstáculo que tiene a su paso. El melodrama pasional ya se habrá adueñado completamente de la escena y con él sus ingredientes tradicionales, los cuales Pedro reformula con el vigor de un convencido fan. El crimen como vehículo para cumplir los sueños reaparece como solución siempre efectiva y como expresión de tanta felicidad negada. Los falsos culpables y la presencia de la indagación detectivesca son sólo la muletilla dramática para cumplir el proyecto (deseo) del director para conducirnos al clímax pintoresco y embriagador en el que por un instante la gloria será alcanzada por sus criaturas.
Ahí en el escenario clásico del cine policial de asedio, como nunca se ha visto, los amantes (rehén y secuestrador) darán rienda suelta por última vez a su pasión. Momento de entrega total en el que ya no cuentan rencores y miedos. El alunado Antonio siguiendo su lógica sentimental le canta al ritmo de Los Panchos: “lo dudo, que tú llegues a quererme como yo te quiero a ti, lo dudo, que halles un amor más puro como el que tienes en mi”. Tal punto de éxtasis ya no puede entender de lógica alguna y el buen Pablo se ve por fin seducido ante él. Genial momento de convencido romanticismo que como herencia de los grandes cultores de las fantasías más desbocadas Almodóvar recibe con igual pasión.
Momento de felicidad absoluta que también como en la tradición no durará mucho. La única vía de salida para el despertar de este sueño será evitada para el obseso. Apagado éste, Pablo caerá en conciencia que su camino al deseo fue solo una mentira destructora. El último llanto en medio el fuego (del altar o la máquina destruyéndose) serán la verdadera expresión de su pesar. Lamento de dolido amante como es esencial en el melodrama, aún en esta insólita versión. Obra de un auténtico admirador y devorador del género.
Jorge Esponda
Deja una respuesta