The Silence of the Lambs
Dir. Jonathan Demme | 118 min. | EE.UU.
Intérpretes:
Jodie Foster (Clarice Starling)
Anthony Hopkins (Dr. Hannibal Lecter)
Scott Glenn (Jack Crawford)
Ted Levine (Jame ‘Buffalo Bill’ Gumb)
Pocas películas tan inquietantes han quedado en la memoria fílmica de las últimas décadas como ésta, realizada por el prometedor director Demme. Revitalizante proyecto de film policial y de suspenso salido de una novela de Thomas Harris. El film habría de quedar como uno de los más precisos y a la vez atípicos acercamientos al género, justamente en una época en la que las intrigas alrededor de los serial killers norteamericanos habían caído en la rutina más insulsa. Clarice Starling, la protagonista de esta pesquisa, habrá de enfrentarse y revelarnos a la vez a la entidad más compleja y lograda de la maldad en los últimos años: el doctor Hannibal Lecter. Acaso la presencia clave en esta mirada sobre los miedos y temores de la rauda y mediatizada era actual. La ultraconservadora Norteamérica ha sobrevivido a pesar de los mensajes de paz y amor. Y ahí están los retorcidos engendros de su intolerante idiosincrasia como efecto secundario de su medicina mal administrada. El doctor Lecter se presenta como embajador de esta minoría no tan lejana para decirnos que la soledad y el dolor que los engendran están ahí subyaciendo debajo de los mismos cimientos donde se forjó la gran nación y familia americana. Brillante policial (a su modo) y a su vez expresión misma del gran mal en la tierra de la libertad.
Jonathan Demme habría de suscitar una gran influencia (como todo clásico) con este film, realizado para satisfacer en un principio las reglas del género. Material preciso para la rutina ya establecida fue reutilizado con gran osadía para potenciar esa visión de una no muy escondida versión siniestra de la sociedad de primer orden. De aquella que contempla gospel shows, incapaz de creer que la monstruosidad pueda estar presente con todo su estallido y escándalo dentro de la belleza de su mundo de jardines de ensueño y reglas precisas, de amor y solidaridad. La Norteamérica en la que acecha el asesino Bufalo Bill no es la gran y caótica megalópolis sino la pintoresca, aquella de bonitas casas rodeadas de pinos, donde todos se conocen y se cuidan, ahí donde aparentemente las buenas costumbres y la religiosidad han triunfado y encontrado su santuario. Pero son estos escenarios los que paradójicamente han alimentado el imaginario del crimen. Basta recordar a Norman Bates en Psicosis o el Jason de la serie Frinday the 13th, hijos de la represión total y la expiación de los pecados, haciendo de los bosques y amplios paisajes el escenario del horror. Bosques que son testigos de esos absolutos y primarios sentimientos a los que se verán sometidas las víctimas de estos actos de purificación.
La tenaz Clarice ya nos anticipa todo este trance y tesis desde las primeras imágenes en las que atraviesa a la carrera este paisaje, mudo testigo de las atrocidades a las que dedica sus hojas secas cayendo. Es solo el preámbulo de una aventura encomendada casi como pequeña tarea pero que terminará por ponerla a prueba ante sus peores temores, acaso el encuentro final con esa entidad intangible destructora de la inocencia, de la suya propia, de la niñez. La convicción de estar conviviendo con esta cara oculta y latente dentro de su propia esencia de nación estará presente en todo momento y todo lugar. Acaso en cada fotografía y columna sensacionalista de algún diario anunciado todos los detalles del último crimen, algún reportaje televisivo preparado para aterrorizar a la gente e inculcarle el miedo al otro. Hasta las instituciones más sólidas y sagradas guardarán en su interior la presencia de este submundo. El hospital-prisión donde Clarice se verá con Lecter es presentado como laberíntica ciudadela (acaso círculo de infiernos) a donde habrá de descender para conocer el estado puro de esta compleja constitución no escrita.
El representante de esta otra nación hace de la diplomacia su instrumento para alcanzar sus objetivos, nos hace conocer sus poderes de destrucción a través del uso de algo tan civilizado como la comunicación. Es la maldad adaptada a nuestros tiempos. La película, gracias a la extraordinaria actuación de Anthony Hopkins, hace de Lecter la expresión más lograda del mal que se haya visto en mucho tiempo. Con toda flema, acomete este duelo de inteligencia con Clarice (Jodie Foster notable, no dejándose apabullar por el siniestro personaje). En este intercambio es en donde radica lo más interesante de la cinta, toda una discusión por indagar la fuente misma de esta retorcida comunión que cobra cada vez más víctimas (tal vez no inocentes del todo).
Así la película se desarrolla entre este enfrentamiento intelectual y el enfrentamiento aún vano con el asesino que va dejando las huellas (capullos) a cada paso de su proyecto (transformación a flor de piel) solo para dejar escandalizados y sin poder de respuesta a las fuerzas del orden al más alto nivel. La tensión creciente se debe a esta talentosa y comprometida introducción dentro de lo intangible, el horror y la vileza absoluta que apenas se manifiesta por imágenes escamoteadas de lo que alguna vez fue un ser humano, o su autopsia en la que las sensaciones de indignación o repulsión se manifiestan más en los rostros de sus testigos que en la contemplación de la corrupción total del ser.
Rápidamente, ante el desborde de la situación, no tardará el doctor Lecter en colocarse como vedette hasta regocijado de la transmisión a larga distancia del horror a quienes han sido sus generadores, y surgirá con la horrenda apariencia de un personaje de pesadilla (para escándalo de sus congéneres). Será acaso que colocado al nivel de estrella la bella Clarice no tendrá otra cosa que ofrecer que su absoluta intimidad en la mejor secuencia del film. Los primeros planos (expresión misma de estar dirigiéndonos todos sus dardos y requintes) utilizados a lo largo de la cinta se hacen más intensos y profundos en este instante introspectivo, regresión hasta la zona oscura en la que la heroína conducida por este inocuo maestro reconocerá el móvil de su obsesiva persecución. El temor a la destrucción cercana, como abriendo la puerta de un matadero. El llanto de los corderos a los que se refiere es toda la Norteamérica ante el contraste brutal de la convivencia de lo establecido, la moral y la ética y su versión pervertida. La siniestra competencia y mutua voracidad entre una y otra. Voracidad que será liberada por Lecter (estupenda la espectacular secuencia de la fuga) para dejar a su alumna preparada a asumir el reto por sí sola.
Así se desatará el clímax de esta investigación, el rincón infernal estará ahí donde nadie lo hubiera imaginado, en una casita de suburbio rodeada de acogedora armonía, pero bajo la cual reside el mismo infierno. Clarice desciende a él como catacumbas de una prolongación moderna de la inquisición. Revestida por las imágenes emblemáticas de la nación (mapas y banderas) y bienvenida por las polillas mensajeras del averno. El enfrentamiento asumirá el reto absoluto a lo desconocido (la oscuridad total), quiebre total ante la amenaza del abandono, el desamparo, el dolor. Trance inimaginable para la feliz y opulenta mayoría, fácil condenadora de estos engendros autoconcebidos por sus propias normas y tradiciones. La misión concluida como debe ser, según las reglas del género, ha sido fructífera a pesar del encargo. El silencio de los corderos que obtendrá Clarice, a pesar de los premios, puede ser sólo breve. De ello se encarga en recordarle el irrepetible doctor Lecter para dejarla pensando que una victoria en esta inconmensurable lucha, no es nada.
Jorge Esponda
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