Dir. Claudia Llosa | 100 min. | Perú – España
Director de fotografía: Raúl Pérez Ureta
Música: Selma Mutal
Intérpretes:
Magaly Solier (Madeinusa)
Carlos Juan De La Torre (Salvador)
Yiliana Chong (Chale)
Juan Ubaldo Huamán (Cayo)
Melvin Quijada (Mauro)
Estreno en Perú:
5 de agosto del 2006 (10º Festival ElCine)
14 de agosto del 2006 (Estreno comercial)
En el ignoto pueblo de Manayaycuna se desata una febril y oscura historia durante los tres días de semana santa. Los tres días cuando “Cristo está muerto y no puede vernos” tal cual lo dice la protagonista de esta película, quien encontrará aquí el momento preciso para desatar todas sus ilusiones ante la aparición de un nuevo salvador, presencia totalizadora de sus ingenuas y peligrosas fantasías que tendrán como eco festivo la orgía total de estas horas de placer pero también de culpas pendientes. Tal es la premisa de este interesante debut de la directora Claudia Llosa quien se presenta como un talento inesperado en el cine peruano (aunque con capitales españoles) desde Días de Santiago. Una película prometedora que nos ofrece alguno conceptos y ambiciones poco exploradas en nuestro medio hasta ahora.
Estamos en primer lugar ante una aparente crónica de tantas que hay sobre el mundo andino. Un pueblo ficticio que se convierte en representación de tantos tal vez para dedicarse a un acercamiento antropológico y distante a sus ritos y demás particularidades. Ahí está la joven y soñadora Made quien guarda secretamente el deseo de la libertad, el ansia de huir de la rutina, del acoso de un padre que asume su rol de patriarca como tal y una hermana más pragmática dispuesta a sujetarla a la tierra a como dé lugar. Rápidamente habremos de caer en cuenta que el camino tanto de cierto aire documentalista o del melodrama se irá viciando ante una propuesta muy distinta a la que se concentran estas dos opciones, acaso las más utilizadas a la hora de abordar temas similares en nuestro cine. El pictórico y largo clímax de este recubierto y escondido conflicto habrá de suceder cuando Cristo baje la cabeza y éste sea respondido por el jolgorio y el goce sin culpa.
La coronada virgen Madeinusa habrá de recibir mayor satisfacción cuando el reverenciado salvador se personifique a sus ojos en la figura de un limeño varado en plena celebración y mirado con la desconfianza propia de un bajado de otro mundo (¿de los cielos?). Entramos entonces al terreno de lo simbólico, lugar resbaloso y que siempre exige de sus desafiantes el talento la creatividad para sobrevivir a cada paso. Reto que la directora asume y resuelve con una imaginación visual y ritmo cada vez que lo más bizarro de su historia se lo permite. Puede verse acaso como una visión personal de o hasta una idea preconcebida de los Andes fácilmente tildada de racista o superficial. Su valor en sí no debería medirse por cuán veraz sea lo que retrata, todo lo contrario, nos encontramos ante un ritual de representación. Concepción de un universo tal vez creado por un lejano y borroso recuerdo acuñado a su propia sensibilidad sea de Lima o donde fuera. Método válido como cualquier otro.
El valor de Madeinusa radica en jugar talentosamente con todos esos códigos y hasta clichés que se tienen acerca de la idiosincrasia andina exacerbados, deformados y presentados de tal forma que se convierten en representación de un mundo aparte más lejano que lo que aparenta el viaje de Salvador o el que quiere realizar Made hacia el sueño de Lima. Estamos ante el mundo de su creadora. Con carta libre deja salir todo un arsenal de recursos visuales (es cierto algunos más afortunados que otros) que la estilizan notable y pródigamente. Basta recordar esos logrados y breves momentos insertados acá y allá alrededor de la fiesta pagana a escondidas del divino: la tiradera de comida (ofensa profunda a su humilde condición), el baile al calor de las los fuegos artificiales y las chelas; y aunque con menos gracia ese momento de rencor y celos representado en el corte-permiso de las corbatas (de los falos y la respetabilidad del jefe del hogar).
La riqueza conceptual de la cinta bien nos pudo haber entregado una gran película. Mucho de ese lastre se debe a los momentos más convencionales en la periferia, afuera de la fiesta. Esa insinuada historia de amor y conveniencia a la vez entre la protagonista y el recién llegado y en general toda la presencia de este Salvador, mucho menos inquietante que el que duerme, no consiguen sino cumplir la necesaria función de llevarnos hasta el clímax final ante la presencia del padre y poseedor. El gran pecado, el cual terminado el tiempo (libre) santo tendrá que ser asumido por el inocente, literalmente sacrificado por nuestros pecados. El viaje casi de turista al que muchos podrán achacar a la cinta nos revela en muchos momentos que estamos ante un verdadero espectáculo de lo siniestro, de nuestros deseos más recónditos y nuestras ansias por hacerlos realidad a costa de ciertas transacciones, de la entrega de más allá de lo que estaríamos dispuestos de nuestra misma identidad, nuestro mismo ser. Una buena película que nos hace esperar con real interés algún futuro proyecto de Claudia Llosa.
Jorge Esponda
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