Todavía con la resaca agradable de haber visto feliz al maestro Scorsese ahí arriba, recibiendo el aplauso de la platea (y el de millones de espectadores agradecidos en el resto del planeta), pienso que aún siendo el Oscar un vehículo para el lucimiento y la promoción de figuritas plásticas, tiene de tanto en tanto momentos que justifican su existencia, donde si no un grande como Ennio Morricone casi se derrumba, golpeado por el reconocimiento unánime, honesto y simple el maestro italiano. Grande también el viejo Clint.
Pero volviendo al tema del título, recuerdo que conocí y amé más a Scorsese cuando leí ese extraordinario libro que es Mis placeres de cinéfilo, donde Marty habla de si mismo, su entorno, sus películas y su gran pasión por el cine, que lo ha llevado a rescatar filmes del olvido, contar desde su punto de vista la historia del cine americano y el cine italiano y dirigir más de 25 filmes. Hay tantas imágenes de Scorsese pero es en las primeras páginas del libro en cuestión donde se revela el inicio de una carrera que lo ha llevado ayer, al teatro Kodak, a repetir Thank You! 12 veces al hilo…
Lean lo que cuenta Scorsese, ahí esta la clave de todo.
Una auténtica pasión
Descubrí el cine cuando era niño. Nací en 1942, y las primeras películas que vi, con mi familia, fueron las de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta. Películas como Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946) y Force of Evil (1948) me ayudaron a construir mi visión del cine y, hasta cierto punto, de la vida.
Fue por aquel entonces cuando un grupo de jóvenes, que tenían unos diez años más que yo, descubrió también el cine norteamericano. Como a todos los franceses, a Godard, Truffaut, Rivette, Chabrol y a los demás futuros críticos de Cahiers du cinéma les fue imposible ver películas norteamericanas durante la Ocupación. Hoy es difícil imaginar lo que debió de representar la Ilegada repentina de un gran número de películas norteamericanas: Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), si no me equivoco, no se proyectó en Paris hasta 1946. Los futuros cineastas de la Nouvelle Vague empezaron a escribir sobre cine para acercarse a éste, y eso constituyó verdaderamente el comienzo de sus carreras como directores, puesto que en sus escritos se percibe la misma pasión por el cine que la que descubriremos mas tarde en sus películas. Huelga decir que, por aquel entonces, yo no leía Cahiers, y que su influencia solo Ilegó a Estados Unidos mucho más tarde, por mediación de Andrew Sarris que se apoderó de la politique des auteurs para transformarla en la author theory (en realidad, fue a mediados de los años sesenta cuando Sarris publicó algunos números de Cahiers en inglés). Aunque el impacto definitivo fue el estreno de películas como Los cuatrocientos golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959) en 1959, Al final de la escapada (À bout de souffle, 1959) y Jules y Jim (Jules et Jim, 1961) en 1961. Películas a las que luego iban a seguir otras muchas.
Cuando yo estudiaba cine, a comienzos de los años sesenta, las películas de la Nouvelle Vague figuraban entre los fenómenos extraordinarios que Ilegaban de todo el planeta: John Cassavetes y Shirley Clarke en Estados Unidos, Oshima e Imamura en Japón, los grandes maestros italianos, los jóvenes realizadores ingleses. Nuestro profesor, Haig Manoogian, no cesaba de repetirnos: «Rodad lo que conocéis». Esta era la regla que todos estos cineastas —y los de la Nouvelle Vague en particular— seguían rigurosamente, y la que enfrentaba sus películas al cine contra el que luchábamos (aunque a mi me gustan también algunas de estas películas: hace dos o tres años participe en la reposición de Los orgullosos (Orgueilleux, 1954), de Yves Allegret en Estados Unidos). Ellos conocían Paris, y además de los deseos y el romanticismo de la juventud, conocían la literatura; pero sobre todo conocían admirablemente el cine. El amor al cine formaba parte de su vida, y también es lógico que fuera parte integrante de sus películas.Estos jóvenes ya eran cineastas cuando empezaron a escribir, y siguieron siendo críticos cuando dirigieron sus películas. No es fácil comprender, después de tantos años, el entusiasmo, la intensa circulación de energía de aquella época. Cuando Rivette muestra a un grupo de gente que ve Metropolis (Metropolis, 1926) en Paris nous appartient (1958), o cuando Godard, en El desprecio (Le Mepris, 1963), le hace Ilevar sombrero a Michel Piccoli mientras se baña, como Dean Martin en Como un torrente (Some Came Running, 1958), no se trata simplemente de fetichismo gratuito. Era una forma de afirmar que el cine era libertad, la alternativa al triste conformismo de la época, una autentica pasión. Esta pasión se expandió de inmediato por todo el mundo. Fue una de las razones que nos abrió el camino para hacer nuestras propias películas. Nunca se insistirá lo bastante en que todo salió de un grupo de jóvenes que simplemente se habían juntado para escribir sobre lo que les gustaba.
Nadie ignora que hoy muchas películas se producen con un espíritu de profesionalidad estéril y de cálculo cínico. Por ello es tan importante que los jóvenes sepan y comprendan que ocurrió durante este periodo. Es esencial que entiendan que la pasión fue el motor de todo.
Publicado incialmente en Cahiers du Cinéma, número 500 (Marzo de 1996)
Deja una respuesta