Dir. Alejandro González Iñárritu | 142 min. | EE.UU. – México
Intérpretes: Brad Pitt (Richard), Cate Blanchett (Susan), Gael García Bernal (Santiago), Elle Fanning (Debbie), Kôji Yakusho (Yasujiro), Rinko Kikuchi (Chieko), Adriana Barraza (Amelia), Nathan Gamble (Mike), Mohamed Akhzam (Anwar), Said Tarchani (Ahmed), Boubker Ait El Caid (Yussef), Mustapha Rachidi (Abdullah), Peter Wight (Tom), Harriet Walter (Lilly), Trevor Martin (Douglas), Mónica del Carmen (Lucía).
Estreno en Perú: 1 de febrero de 2007
Tras un meteórico ascenso en el mundo del cine de prestigio, el mexicano Gonzáles Iñárritu cierra esta suerte de trilogía impuesta con sus filmes Amores perros y 21 gramos y lo hace de la manera más ambiciosa. El cineasta, interesado siempre en el esquema de las narraciones paralelas o alternadas, amplifica esfuerzos similares en una cinta que nos presenta varios fragmentos en la vida de personajes de aquí y allá en las más diversas partes del mundo y en conflictos que se asumen como resonancia del gran mal social e individual del mundo moderno. Capacidad no le falta a la hora de abordar las cuatro historias que se irán desarrollando a manera de ronda, pero estamos acá a mucha distancia de la potencia de su primera película y afortunadamente también de la pesadez y redundancia de la segunda.
Con el equipo profesional de siempre integrado por el guionista Arriaga, Prieto en la fotografía y el argentino Santaolalla (quien con su guitarra nos regala uno de los puntos fuertes de la película), el director se propone entregarnos la apoteosis de sus búsquedas como narrador ya planteadas en base a la casualidad como factor determinante en la vida de las personas, la fragmentación del destino colectivo vuelta a unir por un hecho fortuito, que a su vez se vuelve representación a gran escala de una problemática mayor. En este caso el proyecto disemina sus hilos argumentales por varios países contemplados casi siempre desde la periferia: en Marruecos donde un juego de niños se convierte en un asunto de vida o muerte, paralelamente a un par de niños como para un matrimonio extranjero (Brad Pitt y Cate Blanchett), en el México de la frontera, donde la bondadosa Amelia llega a una celebración y en el Japón ultramoderno en el que la extraviada Chieko intentará, a su manera, rebasar la barrera sorda y muda que la separa del mundo.
Distintos conflictos que, en mayor o menor medida, son tratados a manera de viñetas de la vida diaria del primer hasta el último mundo. El esfuerzo no deja de ser más que prometedor y el conjunto es llevadero a pesar de lo extenso del metraje, aunque es cierto que con la cantidad de anécdotas y sucesos mostrados es difícil no capturar la atención del espectador. El director conciente de ello se da el lujo de probar, ya no argumentalmente, sino también en su estilo visual y narrativo una marcada diferencia con la apariencia de una cinta mainstream (a pesar del auspicio de la Paramount). Casi siempre se encuentra seca y despojada como los dos segmentos mejor conectados en la visión de la vida campesina de las montañas africanas en las que los dos hermanos provocarán, sin quererlo, que la misteriosa y breve búsqueda de Richard y Susan culmine con el extravío absoluto (similar a los de Kit y Port en The Sheltering Sky) pero también con el reencuentro de las pasiones perdidas.
Estas dos partes del filme son las que mejor funcionan como piezas de un conjunto, lo que no quiere decir que las otras no sean efectivas especialmente la historia de Chieko, conflictuada con su entorno, los tristes recuerdos y su despertar sexual (especialmente gracias a la audacia de esta absoluta revelación que es Rinko Kikushi). Pero el gran problema de la cinta radica en la falta de cohesión de todas las historias en una unidad potente y definitiva (a pesar de algunos ingeniosos pases de una a otra). La historia de Cheiko bien podría haber sido una película aparte, puesto que el tratamiento es distinto a las otras (tal vez deliberadamente es cierto), mientras la historia de Amelia en la boda de su hijo sea la que más delate las debilidades del filme. Este segmento termina siendo el más forzado del guión (a pesar de aciertos como la actuación de Adriana Barraza) hasta convertirse por momentos en pequeño homenaje sentimental del director a su país, pero condensa lo más demostrativo o de tesis del proyecto.
Los pobres de la tierra pagan las culpas de todos los errores, los suyos y los ajenos. Incapaces de merecer mejor trato salvo un pequeño saludo o agradecimiento a las espaldas, siempre detrás del escenario. Sea un vigilante y atento trabajador que le abre su puerta a los “americanos” desvalidos, o una trabajadora y amorosa reducida por su categoría de ilegal. Incluso lo enfático del diseño se deja sentir en la prepotencia de los personajes del lado “privilegiado” como el desesperado Richard perdido en tierras saharianas y el policía de la frontera en ese otro desierto en Norteamérica en la secuencia más forzada del filme. ¿Qué hace para entonces la historia japonesa en todo esto? De ello finalmente se encarga una explicación que solo nos confirma los lapsos más caprichosos y artificiales de la conjunción de esta mirada global que más que remitirse a películas recientes como Crash, Magnolia, a la sabia y talentosa obra de John Sayles (o yéndonos más atrás, en varios proyectos de Altman), convoca como paradigma a esa obra maestra absoluta que es Intolerance, la película de David W. Griffith que, por estructura narrativa, es la que más se acerca al modelo buscado por Gonzáles Iñárritu a la hora de abordar este proyecto tan colosal pero cuyas ambiciones parecen dejar corto al director. Como si el mismo desconocimiento de las tantas lenguas esparcidas por el tiempo, la geografía y la leyenda hubiera sido muy determinante para entender las más diversas idiosincrasias de sus pueblos.
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