Nuevamente los estudios Hollywoodenses acometen con una nueva adaptación del espectáculo de Broadway. Pretensiones de luchar aún por la resurrección del musical en el cine tal vez es lo que motiva buscar en el repertorio del show neoyorquino donde antes transitaran Cole Porter e Irvin Berlin, dos gestores mayores de las melodías que nutrieron el género vivaz y alegre del cine norteamericano. El interesante director Bill Condon (Gods and monters, Kinsey) insólitamente acepta este encargo apelando a su oficio y cinefilia para presentar aquella vertiente inspirada en los ritmos afroamericanos. El blues, soul y el posterior surgimiento de la música disco son recorridos a partir de una historia a lo “nace una estrella”. Las soñadoras que intentan buscar el éxito de muy distintas formas aunque estén unidas en un grupo musical se convierte en expresión misma del transito de la industria musical y las modas que se imponen una tras otra.
Tras films como Chicago, la formula ya estaba impuesta, pero los talentos alrededor de estos proyectos siguen siendo muy lejanos a Donen o Minnelli, y no se trata solo del hecho que la ingenuidad y limpieza de otros tiempos no permita transmitir la esencia del género en estos días. Los intentos por revivirlo han sido de los más diversos en los últimos años como aquella biografía del mismo Porter hecha musical. Las películas musicales actualmente no logran, a la vista del público, pasar de ser anticuadas salvo que apelen al feudo limpio y claro del cine infantil. Impresiones tal vez llenas de mucho prejuicio (como lo han sido también con el western) pero que revelan la distancia de los espectadores, la cual se ha ido ensanchando con el tiempo. El caso de Dreamgirls es el de un musical concebido con las aparentes dosis exactas para agradar al gran público norteamericano. Es un film entregado a los sonidos más populares engendrados en el apartado mundo negro, específicamente el que se comenzó a gestar tras la postguerra como vía alternativa al mundo del espectáculo blanco que dominaba la radio o cualquier medio. De esta vertiente se encarga el film y su desarrollo paulatino en la escena musical americana y mundial.
Probablemente el precedente mayor del film de Condon sea Carmen Jones, la película de Otto Preminger que trabajaba desde afuera los motivos melodramáticos de la opera en el mundo de los barrios negros allá por los años 50’s cuando gente como Little Richard o James Brown estaban en sus pininos, para demostrar la verdadera faz de su música. Diferencias disminuidas en la actualidad permiten al cineasta de ahora narrar la historia de esa música como la gran explosión e influencia que fue. De ello se encargaba la obra musical de Tom Eyen ahora adaptada por los estudios cinematográficos. El traspaso del show en vivo al celuloide, como era de esperarse, se esmera en el deslumbramiento de cada pieza, cada reproducción de escena tras escena, tratando de conservar la continuidad narrativa y envolvente para el espectador dentro del cine. El resultado es efectivo a medias. Casi tartamudeando, el film nos presenta un sube y baja de momentos atractivos y otros que solo son el avance necesario de un tramo de la historia a otro. Deena, Effie y compañía lucen el artificio del género pero sin la contundencia de otros personajes del canto y baile. Es la intención notoria de hacer un film apegado aún al realismo (de estos tiempos tal vez) la que no permite despegar más allá al film. O puede ser a la inversa.
Esa indefinición es lo que mantiene el film en la irregularidad constante. Bill Condon parece sólo satisfacerse con ejecutar un encargo específico o tal vez duda demasiado en la progresión de su película. La aventura esencial de las soñadoras es la de la música afroamericana imponiéndose y deformándose a cada paso en que se acrecienta su popularidad, el mundo de los reveses a los ideales impuestos por el mundo de los negocios personificado este último por el arribista Curtis. Los convulsos años post Kennedy y el asentamiento del marketing en la escena musical son sucesos tratados con demasiada reverencia en su seriedad. La alternancia del hablar al cantar se desarrolla con baches de los que la edición intenta evadirse pero sin llegar a la velocidad anfetamínica de Moulin rouge, por ejemplo. ‘No se puede interrumpir el show de divas por pirotecnias audiovisuales’, al parecer es una de las consignas impuestas como para no desconcertar a los fans de la obra.
Al menos en el aspecto del reparto casi todos se desenvuelven con la eficacia habitual, desde la reina de la industria musical actual Beyoncé Knowles, muy a gusto en un papel de éxito desde abajo, pasando también por Jaime Foxx, Danny Glover y Eddie Murphy recordando lo versátil actor que es cuando se lo propone. En cambio tenemos como “revelación” a la insoportable Jennifer Hudson que con esta película le quita el trono de la estridencia a Queen Latifah: de no ser por ella la película hubiera sido un poco más agradable. En cierta manera ella y su personaje condensa el aspecto más claro del film como show de “señoras de la canción”, un compendio que incluye a Diana Ross, Gloria Gaynor o Whitney Houston, voces tamizadas por los requerimientos del show bussiness norteamericano como finalmente quiso el calculador Curtis en aquella secuencia en la que se arma un espectáculo televisado presentando a todas las stars de la disquera (incluyendo una versión de los Jackson’s five). Dreamgirls es casi un producto fabricado bajo los mismos moldes.
Dreamgirls
Dir. Bill Condon | 130 min | EE.UU.
Intérpretes:
Jamie Foxx (Curtis Taylor, Jr.)
Beyoncé Knowles (Deena Jones)
Eddie Murphy (James «Thunder» Early)
Danny Glover (Marty Madison)
Jennifer Hudson (Effie White)
Anika Noni Rose (Lorrell Robinson)
Keith Robinson (C.C. White)
Sharon Leal (Michelle Morris)
Fecha de estreno en Perú: 22 de febrero de 2007.
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