Parece que a Mauricio Mulder le gusta un poco el cine. Seguramente no es cinéfilo, pero sí tal vez cinemero. Expresar dos opiniones –aunque burdas y absurdas– sobre el cine peruano en menos de cuatro años es un récord para la política nacional. A mediados del 2003 calificó Paloma de papel, la opera prima de Fabricio Aguilar, de prosubversiva –o algo así– y cuestionó que el Estado, a través de un premio de Conacine, hubiera participado en su financiamiento. Paloma de papel es una cinta irregular, con aciertos y errores, pero de ninguna manera complaciente con el accionar senderista.
Ahora, en medio de un arrebato nacionalista, el secretario general del partido gobernante considera “pacotillero” al audiovisual peruano, entre productos cinematográficos y televisivos, por no realizar antes que los chilenos su versión de la Guerra del Pacífico. En primer lugar, no necesariamente los “grandes temas” producen mejores resultados fílmicos. Pero, efectivamente, nuestra historia, que incluye los más de ochenta años del APRA, es un material dramático inagotable –trágico, cómico, tragicómico, terrorífico, épico, operístico, surrealista– que hasta hoy el cine peruano desaprovecha, lo que quizás cambie a mediano plazo con el progresivo y descentralizado aumento de la producción, en el que cada vez participan más departamentos y regiones.
En el Perú sobran historias para contar, de las colosales y de las pequeñas. Pero ni unas ni otras, mucho menos las primeras, que generalmente necesitan mucho mayor presupuesto, se pueden realizar en el volumen deseado –y necesario para construir una sólida industria cinematográfica– por el desinterés estatal, a través de los sucesivos gobiernos, en el fomento a la producción fílmica. A fines del año pasado la comunidad audiovisual realizó una intensa campaña, Perú en pantalla, para que el Estado cumpla por primera vez en doce años con la ley 26370, que determina la partida presupuestal de siete millones de soles para Conacine, órgano dependiente del Ministerio de Educación, para fomentar proyectos cinematográficos. El gobierno aprista, que en varios asuntos se esfuerza especialmente para diferenciarse de los vicios y yerros del toledista, no sólo no aumentó el presupuesto –poco más de 900 mil soles, ya bastante exiguo–, sino que lo disminuyó a 800 mil.
Es patético que el partido político “más cohesionado, mejor organizado del país”, como no se cansan de recordar, sea el que peor trate a la cultura. Van sucediéndose una serie de gestos hostiles hacia un sector que genera identidad nacional y contribuye a la economía con inversión, empleo y tributos como cualquier otro: la sacada de vuelta a la Ley del Libro, el entrampamiento del Ministerio de Cultura, el incumplimiento con Conacine, y ahora el insulto. A su vez, casi toda Sudamérica, por referirnos sólo a esta parte del mundo, apoya la cinematografía mucho más que el Estado peruano y la tratan como producto de exportación, incluso en países que no comparten el crecimiento económico de los últimos años y el caudal de recursos que maneja este gobierno.
Si el congresista Mulder sueña con costosas reconstrucciones de época y quiere que no sigamos a la zaga de nuestros vecinos, que ponga su grano de arena. Que promueva en el Congreso el crédito suplementario para que Conacine complete el presupuesto 2007 correspondiente por ley y que éste sea entregado formalmente cada año sin necesidad de ampliaciones presupuestales. Esa preocupación concreta por el cine peruano y su eventual éxito sí sería una epopeya.
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