Marie Antoinette
Dir. Sofia Coppola | 123 min. | EE.UU. – Francia
Intérpretes
Kirsten Dunst (Marie Antoinette), Jason Schwartzman (Louis XVI), Judy Davis (condesa de Noailles), Rip Torn (Louis XV), Rose Byrne (duquesa de Polignac), Asia Argento (madame du Barry), Molly Shannon (tía Victoire), Shirley Henderson (tía Sophie), Danny Huston (Emperador Joseph)
Guión: Sofia Coppola; basado en el libro “María Antonieta: La última reina” de Antonia Fraser.
Producción: Sofia Coppola y Ross Katz.
Producción ejecutiva: Francis Ford Coppola y Fred Roos.
Estreno en Perú: 26 de abril de 2007
El filme de Sofía Coppola da la impresión de estar inconcluso, pese a sus más de dos horas de duración; y el mismo final aparece un poco apresurado. Lo correcto, sin embargo, es juzgar a la obra por sus intenciones. Y estas, más que limitadas, son provocadoras. La directora busca presentar a su personaje meramente como “la reina adolescente”, subtítulo que le han puesto al filme en Perú. Sofía Coppola es coherente, hasta el final, con esta concepción por la que emparenta a la última reina francesa con el estereotipo de teenager estadounidense del siglo XXI.
María Antonieta (Kirsten Dunst) es casada por su abuela, la emperatriz María Teresa de Austria (Marianne Faithfull), con Luis Capeto (Jason Schwartzman), heredero al trono de Francia, a cuya cabeza se encontraba el padre del joven, Luis XV. La princesa quinceañera sufre un shock al llegar a Francia y adaptarse a las rígidas normas de la etiqueta de la corte de Versalles; pero, además, al chismorreo y la maledicencia que lentamente irían socavando su prestigio. Al frío recibimiento siguió una sorpresa aun más gélida: su joven marido resulta un fiasco en la cama, lo cual era fatal también en términos políticos puesto que ello no consumaba el objetivo del matrimonio (una alianza entre el Imperio Austrohúngaro y Francia).
Es un lugar común reconocer que la joven pareja estuvo, desde el punto de vista histórico, en el peor lugar y en el peor momento. La decadencia del absolutismo ilustrado no pudo encontrar en ambos monarcas a las personalidades más adecuadas para sellar su hundimiento político. “La verdadera fatalidad en la naturaleza de Luis XVI, dice Stefan Zweig, es que tiene plomo en la sangre. Algo acorchado y denso obstruye sus venas; nada es fácil para él. Este hombre, que realiza esfuerzos sinceros, tiene siempre que dominar en sí una resistencia de la materia, una especie de modorra, para lograr hacer algo, para pensar, o simplemente para sentir… Este innato embotamiento nervioso excluye a Luis XVI de toda emoción fuerte: amor (en sentido espiritual lo mismo que en sentido fisiológico), alegría, goce, miedo, dolor… por ello fue una diabólica maldad del destino ir a exigir a una naturaleza como ésta, tan estancada, roma y elemental, las más importantes determinaciones históricas de aquel siglo, y colocar a un ser humano tan absolutamente destinado a una vida pasiva, en medio del más espantoso de los universales cataclismos” (Zweig, Stefan, María Antonieta, Barcelona: Ed. Juventud, 1954; pp.67-68).
Así, Luis XVI dedicaba casi todo su tiempo a la carpintería, la cerrajería y –su única pasión– las partidas de caza; mientras que María Antonieta era una chica descocada que dilapidaba la fortuna real en el juego y joyas, vestidos y peinados extravagantes. La parejita hizo todo lo necesario para convertirse, años después, en el blanco favorito de la prédica de revolucionarios franceses; quienes, además, recogieron (de las intrigas palaciegas) e inventaron todo tipo de calumnias (en el caso de María Antonieta, las que la presentaban como una ninfómana insaciable) para justificar su marcha al cadalso.
Ahora bien, la película de Sofía Coppola no trata de nada de esto. Su narración termina justo cuando la turba revolucionaria llega a Versalles y obliga al rey y su familia a ponerse bajo la protección de la Asamblea Nacional. En realidad, una película de tipo histórico tradicional hubiera seguido el esquema de “auge y caída”, tan marcado en la biografía de este personaje; sobre todo porque la “caída” es lo más sabroso. No sólo por la presumible dosis de humillación que supuso la pérdida total de poder y riqueza de los monarcas, sino por la demolición emocional y humana a la que fue sometida la pareja real (y ella en particular), antes de ser entregada al verdugo. Primero, separaron al hijo de ocho años de la madre y lo pusieron a cargo de unos revolucionarios plebeyos. Estos lo pescaron a su temprana edad jugando con sus genitales y, de manera equívoca, lo (y se) convencieron de que había sido inducido a masturbarse por su depravada madre; más aun, la acusación avanzó hasta convertirse en una denuncia de incesto inducido por la reina. Para ello obligaron a testificar al niño, primero contra su hermana de 15 años y luego contra su tía. No obstante, cuando unas horas antes de su ejecución, durante el (largo aunque sumario) juicio al que fue sometida María Antonieta, se lanzó la acusación de incesto, resultó tan poco creíble que terminó beneficiando a la rea. (En cuanto al delfín, nunca se supo exactamente qué fue de él; es decir, si murió o si llegó a sobrevivir, vagando luego por el mundo sin conocer su verdadera identidad.)
Sin embargo, el aspecto más importante de esta etapa –final– de la vida de la reina, fue la transformación de su personalidad. En efecto, a diferencia de Luis XVI (que siguió siendo el torpe y limitado ser humano que siempre fue), María Antonieta se convirtió en casi lo opuesto a lo que antes había sido. De hecho, tomó conciencia de golpe sobre la grave situación que vivía la casa real y, más gradualmente, de las consecuencias que un contexto político extraordinario –la revolución– implicarían para ella y su familia; sobre todo luego del ajusticiamiento del monarca. Esta mujer superficial, ajena a los grandes asuntos del Estado, dejó paso a una audaz y talentosa operadora política; de la imprudente bocafloja y manirrota que era, pasó a adquirir un talento diplomático para sortear y revertir las acusaciones (reales e inventadas) que se lanzaron contra ella. Pero, sobre todo, el personaje luchó con decisión y hasta el final por huir y, después, defender los derechos del sistema absolutista y los de su familia; su talante demostró un crecimiento humano y una grandeza de espíritu, sólo limitada por su rápido y precoz envejecimiento. Pero la historia no le deparó un gran final a su tragedia. Su ejecución se perdió (y aún hoy se pierde) en medio de la ordalía de muertes diarias que caracterizó el terror impuesto por Robespierre en aquellos días. Por otra parte, su propia familia se extinguió al poco tiempo.
Es por ello que el filme de Sofía Coppola da la impresión de estar inconcluso, pese a sus más de dos horas de duración; y el mismo final aparece un poco apresurado, como si la película ya durara demasiado, tanto para el presupuesto disponible como para el material blando, preparatorio y light del que está hecho. Pareciera una larga y por momentos interminable introducción a algo mayor, que se nos escamotea. Lo correcto, sin embargo, es juzgar a la obra por sus intenciones. Y estas, más que limitadas, son provocadoras. La directora busca presentar a su personaje meramente como “la reina adolescente”, subtítulo que le han puesto al filme en Perú. Y, en este marco, busca hacer que su personaje sea lo más contemporáneo posible; ella no ha tenido en mente el filme histórico convencional que hemos sugerido más arriba, sino que –por encima de toda otra consideración– rescata la personalidad de María Antonieta en tanto teenager. Ciertamente hay elementos biográficos, un relato fiel a las incidencias históricas y una apropiada recreación de la época (con los palacios, vestuario, comida y maquillaje de cuento de hada requeridos); sin embargo, sobre todo ello, destaca siempre las características de la personalidad de la joven protagonista y su parcial transformación luego del nacimiento de sus hijos.
Este objetivo se aprecia desde la tipografía de los títulos de la película, propios de un filme de (y para) adolescentes. A ello sigue la elección de los actores. Kirsten Dunst está muy identificada con las películas de quinceañeros (y, en un alarde de maduración, ascendió recientemente al rango de novia oficial del hombre araña); mientras que asociamos a su pareja, Jason Schwartzman (Luis XVI), con el bobalicón que siempre aparece “de punto” en ese tipo de filmes. Pero el elemento más interesante –para este fin– es el uso de la música. La directora combina música rock contemporánea con las músicas barroca y rococó de la época (la primera no sincronizada con la pequeña orquesta que supuestamente la emite –descuido ilustrativo del estilo de Coppola-figlia). Incluso en una escena de baile de la época, la música es completamente rockera. Esta combinación soporta la intención del filme: acercarnos al personaje sacándolo un poco de su época y trasladándolo a la actualidad, resaltando su aspecto “adolescente”. Y ese es justamente el personaje que compone Kirsten Dunst, una chica un poco descocada, irresponsable, pero que a la vez mantiene una actitud distante de los asuntos que no le interesan (la política) o las personas que no le caen (Du Barry). En esa sobria indiferencia está el embrión de las futuras transformaciones del personaje. Hay también una cierta reinvindicación del personaje, ya que no sólo muestra los aspectos negativos de su forma de ser sino también las razones de ello (inmadurez) y sus aspectos positivos. Por otra parte, los hechos históricos, relaciones, conflictos y hasta amorío reales están planteados muy por encima, con objetividad casi de tipo documental y sin aparecer muy desarrollados en la película. Lo que destaca todo el tiempo es la vida cotidiana de esta reina adolescente y una exploración minuciosa de sus diversos estados de ánimo frente a las diversas incidencias narradas en el filme. Como me comentó Antolín Prieto, la directora se concentra (y compromete) mucho con su personaje; casi hasta el engolosinamiento.
Esto nos lleva, ya ubicados en los términos estéticos y audiovisuales que plantea el filme, al tema de su propia estructura. El guión tiene un buen planteamiento inicial, pero luego se va diluyendo la acción conforme se alarga la resolución del objetivo inicial planteado casi desde el inicio del relato: aparearse. No obstante, hay una cierta unidad de acción que se mantiene y nos va guiando hasta el momento del embarazo y la llegada de los hijos. Zweig describe bien este momento de inflexión: “Con la maternidad comienza la primera transformación de María Antonieta, aún no la decisiva, pero un principio de ella. Los embarazos le ordenan una privación de varios meses de sus insensatas diversiones; el delicado placer de jugar con sus hijos es bien pronto más atractivo para ella que los frívolos goces del tapete verde; su fuerte necesidad de ternura, hasta entonces malgastadas en vanas coqueterías, ha encontrado, por fin, su empleo normal. El camino para llegar a tener conciencia de sí misma se abre ante sus pasos. Esta bella mujer de ojos tiernos no necesita más que algunos años, tranquilos y felices, para apaciguarse por sí misma… pero el destino no le dará tiempo para ello; precisamente cuando termina la inquietud de María Antonieta comienza la del mundo” (Zweig, op.cit., p.116).
Sin embargo, como hemos dicho, la película acaba aquí (o debería acabar aquí), al extinguirse el objetivo del personaje. Pero lo cierto es que se prolonga largamente en ese “delicado placer de jugar con sus hijos” y vemos a nuestra protagonista en interminables escenas domésticas, en jardines que simulaban la riqueza infinita de la naturaleza, con corderitos e imágenes que por momentos parecen de películas caseras. Este moroso anticlímax nos conduce a unas pocas tomas de un (para muchos espectadores, agradecido) desenlace. Esta parte final se explica por la influencia del autor de moda de entonces Jean Jacques Rousseau: “…la reina francesa, María Antonieta, descubrió la vida en armonía con la naturaleza imaginándose a sí misma como una madre que amamantaba a sus hijos. Esto sucedía en una época en la que ninguna mujer de la aristocracia hubiera considerado ni por un momento la posibilidad de dar el pecho. Sólo tras Rousseau se consideró aceptable un comportamiento semejante. La reina francesa llegó a tener la encantadora ocurrencia de ofrecer a sus huéspedes, en los jardines de Versalles, leche servida con tazas con la forma de sus pechos” (Zschirnt, Christiane, Libros. Todo lo que hay que leer, Madrid: Santillana, 2002; p. 156). Esta autora describe el pensamiento roussoniano de la siguiente forma: “fue el precursor de la vida sencilla en el campo, del sentimiento y de la sinceridad, del amor romántico y de la libertad del individuo… una existencia en soledad, tranquilidad, cordialidad en el trato, sinceridad, amistades verdaderas y amor… en la naturaleza se recupera el ánimo y se celebran fiestas alegras y rústicas en reuniones sin pompa y etiqueta” (Zschirnt, op.cit., pp. 286-87). Justo el tipo de vida que la reina adolescente construyó en el pequeño Trianón, su refugio de la corte y su odiosa etiqueta; y que tan bien aparece recreado en esta última parte del filme.
Por tanto, esto explica e ilustra un aspecto de la vida de María Antonieta, quien si bien (según Zweig) nunca leyó La nueva Elosía de Rousseau, sí hizo un peregrinaje a la tumba del filósofo y educador. No obstante, nuevamente, Coppola no “profundiza” y ni siquiera informa suficientemente al espectador sobre este asunto, que justifica su tratamiento del personaje en esta parte final de la película. Sin embargo, su punto –en este tema– es absolutamente coherente con su concepción: “Rousseau nos resulta conocido. Su espíritu flota sobre las tiendas ecológicas y las consultas de los médicos naturistas, sobre los seminarios de autorrealización y los talleres rurales de elaboración de queso artesanal… inspira las ideas acerca de la ‘masificación’ de las grandes ciudades, de la ‘alienación’ de nuestra vida debido a las ‘imposiciones sociales’, del empeño por ser ‘uno mismo’…” (Zschirnt, op.cit., p. 290). En otras palabras, la película toma aquellas concepciones del filósofo que se mantienen vigentes o de las que éste fue “precursor”; es decir, toma un aspecto de la época pero para hacer una referencia (o traslado) a la actualidad. De esta manera Sofía Coppola es coherente, hasta el final, con su concepción de María Antonieta como una reina adolescente cuya personalidad la emparenta con el estereotipo de teenager estadounidense del siglo XXI.
Desde un punto de vista histórico, este filme se limita a presentar la vida cotidiana de la corte francesa en la etapa final del absolutismo ilustrado, presentado sucintamente varios hechos biográficos e históricos de esta etapa de la vida de María Antonieta. Hay aquí un leve punto de contacto con El arca rusa, de Sokurov, filme que también recrea elementos de la vida cotidiana del zarismo en el complejo del Hermitage; claro que con un objetivo muy distinto que Coppola. Mientras en el la película rusa esos elementos (junto a varios otros) forman parte y proyectan una visión nostálgica e irónica del zarismo, en María Antonieta conforman un mero trasfondo que –en el mejor de los casos (Fersen, Rousseau)– se introyectan y disuelven el estudio de una personalidad. Personalidad que, de manera harto arbitraria, es proyectada luego hasta el presente. De allí también que la ambientación, si bien es “de época”, parezca más bien extraída de los cuentos de hadas; por ejemplo, los exquisitos dulces y platillos que se muestran parecen sacados de la casita donde quedan atrapados Hansel y Gretel. Mientras que la fotografía, que enfatiza las escenas a plena luz, parece recrear la imagen que una adolescente actual tendría de la vida de una reina del siglo XVIII; con su mezcla de rezago infantil e intentos de afirmación personal. Con elementos tan sutiles, resulta difícil destacar el trabajo de actuación, que no pasa de una mediana corrección (otros, en cambio, alaban la caracterización de Dunst); desentonando únicamente Judy Davis, como una sobreactuada condesa de Noailles.
Finalmente, unas palabras sobre el estilo minimalista de la directora. Hay una tendencia en Coppola-figlia por la reiteración de imágenes sobre sus personajes que por mera acumulación –no exenta de cierta dosis de aparente improvisación, espontaneidad (y hasta descuido)– transmitan un determinado sentido o significado; que, finalmente, resulta obvio. En el caso de Perdidos en Tokio, la directora logra ir más allá en esa exploración, gracias a las notables actuaciones de Bill Murray y Scarlett Johansson. No ocurre lo mismo en María Antonieta, donde nos quedamos, luego de dos horas y pico, en lo meramente obvio; es decir, en comprender que la inmadurez de la reina le hace cometer los errores que comete en ese nido de víboras en el que está metida. Pero este juicio debe mediatizarse con el elemento de provocación; es decir, el enfocar a su personaje con los ojos del presente. Cabe preguntarse, sin embargo, hasta qué punto es relevante esta proyección o tratamiento semi contemporáneo de este personaje histórico, a santo de qué viene al caso. A lo sumo, imagino, como una reivindicación feminista de una vida más libre, dentro del ideal roussoniano enunciado en la película; pero para ello quizás no había necesidad de irse tan lejos (al siglo XVIII), ni mimetizarse tanto con el personaje, al punto de copiar su superficialidad, derroche (en lo referente a producción), vacío y bien estructurada espontaneidad.
Pese a estas notas críticas, el filme me gustó; quizás, porque fui al cine para combatir el estrés y esa sucesión de imágenes tan luminosas me mantuvo despierto, atento y, al mismo tiempo, sin nada en qué pensar (la reflexión vino después). Es el mismo tipo de efecto que uno obtiene, ocasionalmente, cuando trabaja en la administración pública: dormir con los ojos abiertos. Por tanto, recomiendo este filme para los que estén en mi misma situación.
El segundo punto que sí me parece relevante es el uso de la música. Existe la creencia de que la música en el cine debe ser parte del contexto histórico o social de la película. Esto es una verdad a medias, porque la música es un lenguaje universal; por consiguiente, es posible usar música fuera totalmente del contexto social o hasta cultural de una obra dramática o de ficción (sea en el cine o el teatro). En María Antonieta hay una explicación para el uso de esta combinación musical de época y actual; pero podría no haber ninguna y sería totalmente válido (eficaz, creativo y hasta artístico). Es el caso de Alas de libertad (Birdy), de Alan Parker, cuya banda sonora apoya (léase contextualiza) muy bien el relato de un muchacho obsesionado con la idea de poder volar por sí mismo; pero que, además, incluye como reiterado segundo tema La bamba, canción que en nada se relaciona con el contexto cultural ni social del relato. Y funciona. Esta es justamente una de las lecciones de Armando Robles Godoy; es decir, que la música puede integrarse a partir de sus cualidades artísticas intrínsecas, fuera de tiempo y lugar, con las imágenes; sean cuales estas sean. Así, en su película La muralla verde escuchamos melodías de Bach o Mendelssohn para un relato que ocurre en la selva peruana. Empeño similar al de Klaus Kinski en su encarnación de Fitzcarraldo, quien lleva en un gramófono la voz de Caruso a la amazonía.
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