Durante tres años Fidel y Alicia siempre estuvieron a mi lado. Es más, una de las cosas que me apenó mucho cuando, no me quedaba otra, renuncié al cargo que desempeñaba en una bonita sala de la ciudad fue justamente eso: que ya no vería a Fidel y Alicia todos los días.
Fidel se hizo proyeccionista como cualquier buen peruano recursero: a la fuerza. Hijo del jardinero de los propietarios, llegó a la sala sabiendo -únicamente- como poner play al reproductor DVD, pero poco después se hizo un experto de mi total admiración.
Me decía «pituquito» de cariño, y cada vez que llegaba al lugar con un buen número de películas yo sabía que, luego de revisarlas al detalle, me pediría prestado algun título con altas cantidades de ketchup («porque a mi mamá le gustan las pelas sangrientas») o alguna de características alucinadas («ta que, esta pela es la cagada»). Yo, conmovido y emocionado por su interés, le prestaba todas las que quisiera, siempre y cuando las devolviera al mismo lugar y, sobre todo, en las mismas condiciones, cosa que muy pocas veces hacía.
Alicia se hizo boletera por necesidad: era madre y tenía que mantener a su pequeña hija, Camila. De esa manera se aventuró a aguantar largas jornadas sentada en la recepción del clásico cineclub, donde, además de vender los tickets de ingreso, estaba encargada de la pequeña sección de golosinas y revistas de cine. Adorable ella, nunca sabía dar razón de nada, algo que por esa época me sacaba de quicio, pero que ahora recuerdo con mucho cariño.
Alicia tenía un pasatiempo: anteponer un «el» o un «la» a cualquier título de película al que le faltase uno. Es decir, si proyectábamos Días de Santiago, para ella, en realidad, estábamos presentando «Los Días de Santiago». Igual, si de Isabel Coixet se veía Cosas que nunca te dije, Alicia anunciaba «Las cosas que nunca te dije» a los espectadores.
Yo, responsable de la sala (o irresponsable, según la persona a quién se le pregunte), me hartaba de corregirla amablemente. Un día llegó al espacio y ella, de buen humor, se compromete a que nunca cometerá el mismo error. Le pregunto que cinta estábamos presentando: estamos dando «Caudillo Pardo», que antes hubiese sido El Caudillo Pardo, pero, como le dije, ya no volveré a cometer el mismo error.
Camino por el malecón y no puedo evitar extrañar a mis amigos. Entro en nostalgia y decido echarles una visita. Pienso en comprar algo de comida y recordar aquellos días en los que les invitaba una ronda de anticuchos cada vez que se diera el maravilloso fenómeno de tener una función a sala llena (costumbre que tuvo que replantearse, para alivio de mi bolsillo, cuando los espectadores empezaron a visitar de manera masiva la sala).
Mientras pienso «barriga llena, corazón contento» ya estoy a pocos metros del restaurante Juancito y, apenas ingreso, la encargada me saluda con un gran grito que se monta por encima de las melodías que a todo volumen nos regala Radio Mar Plus. En pocos minutos, y al ritmo de Marc Anthony en duo con la J.Lo, ya tengo tres porciones de anticuchos y una Inca Kola familiar.
Con miedo a que la bolsa plástica se me rompa, cruzo rápidamente la Avenida Grau, donde todos los esmerados malabaristas me levantan la ceja, a modo de tímido saludo. Pienso en los malabares que Fidel, Alicia y yo hemos tenido que hacer durante todos estos años y, por un momento, los siento como mis hermanos mayores: supieron tapar, con destreza y dedicación, una serie de travesuras a las cuales me entregué gracias a un bien guardado espíritu adolescente.
Fidel y Alicia están igualitos. Él, polo gris y una enorme «U» pintada con témpera. Ella, casaca de jean con tres pines que, hace meses, le regalé. Nos damos besos y abrazos. Qué me has traído de Miami, me preguntan. Fidel me entrega un afiche de Kill Bill que olvidé recoger antes de irme. Yo, ante el delator aroma del anticucho, abro la bolsa plástica que está a punto de quebrarse. Alicia coloca un disco mp3 de reggaetón que se acaba de comprar y, como antes, me pongo a bailar frente a ella haciéndome el gracioso.
Reclaman mi presencia y preguntan por aquella postergada parrillada en mi casa. Yo me comprometo a visitarlos más seguido y, de una vez por todas, quedar en una fecha para que almorcemos en mi departamento. En eso, alguien empieza a gritar detrás mío. Es la Sra. Buenaventura, propietaria del lugar, que en inglés (suele evitar el español cuando no quiere que Fidel y Alicia se enteren de sus conversaciones) me hace saber que ya no soy bienvenido en la sala y que tengo dos minutos para retirarme. Me da la espalda e ingresa a su oficina.
Fidel, Alicia y yo estamos en shock y, ahora, viven junto a mí los dos minutos más largos de mi vida. Alicia, con una destreza envidiable para el momento, separa mi porción de anticuchos y me la entrega. Me hace una seña de silencio y Fidel mueve su mano como quien dice «chau». «Nos tenemos que ver muy pronto, pues», susurra Alicia. Yo les mando un beso volado y, con mis anticuchos en una mano y mi afiche de Kill Bill en la otra, me voy sabiendo que nunca regresaré a la sala ni ellos irán a mi departamento.
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