Live Free or Die Hard
Dir. Len Wiseman | 130 min. | EE.UU.
Intérpretes:
Bruce Willis (Detective John McClane)
Timothy Olyphant (Thomas Gabriel)
Justin Long (Matthew Farrell)
Maggie Q (Mai Lihn)
Kevin Smith (Frederick Kaludis – ‘Warlock’)
Estreno en Perú: 15 de agosto de 2007
En esta cuarta versión de Duro de matar el ataque se desarrolla por la vía informática, una autentica conspiración por parte de un grupo de geeks que harán suyo el sueño malévolo de darle forma a la ya pasada amenaza del Y2K. Todo correctamente dispuesto para la acción continua y contextualizada lo suficiente, sin excederse. Incluso el lado más agradecible de este proyecto es el no tomarse nada demasiado en serio. McClane se volverá a meter en el más tremendo thriller por casualidades del trabajo. Los enemigos de la nación no serán los mismos de otras catástrofes del gobierno de Bush, son elementos de los más rankeados en el panorama de la ingeniería informática, aunque para el trabajo sucio requieran los servicios de unos europeos menos sesudos pero más acrobáticos que los de la primera película de la saga.
John McClane, con el rostro cínico y avispado de Bruce Willis, ocupó un lugar muy especial dentro de la galería de héroes que el cine norteamericano presentó y clonó a partir de los años 80. A diferencia de Rambo u otros salvadores a ultranza, el buen John se daba tiempo para quejarse o burlarse por la inoperancia de sus conciudadanos como no lo habría echo ni el mismísimo Gary Cooper en High Noon, película y estrella ineludibles a la hora de concebir al valiente (a pesar de todo) McClane en su primera y notable aparición en pantalla. La película dirigida por John McTiernan se convirtió en un clásico, una referencia más que poderosa en el cine de acción de los últimos años. A pesar de llevar placa, el héroe accidental se convirtió en la insólita imagen del americano casi común y corriente capaz de participar en la salvaguarda de la nación al lado de los forzudos y hasta pudo resultar por momentos más autentico que ellos. Esta nueva y casi inesperada continuación intenta conservarlo en línea a pesar del cansancio ante tanta voltereta.
Fórmula decisiva para el género y que veríamos en proporciones gigantescas durante los siguientes años: uno contra un ejército en medio de contextos políticos, geográficos y tecnológicos de lo más diversos. Ya sean reclutados por el sistema (a lo James Bond) o por el azar, los héroes del molde de McClane se multiplicaron en cintas de la A a la Z pero en muy pocos casos si rozaron el interés de la película original (incluyendo las dos secuelas de los años 90). La tensión, los giros de la historia y especialmente la catadura de los personajes en momentos con y sin parafernalia fueron tan precisos que Willis quedó definido para siempre por aquellos gestos y réplicas más de comediante que de raudo luchador por la justicia. Eran los tiempos en los que los buenos ciudadanos podían no sólo creer invulnerable a su nación gracias a los coloridos personajes del cómic, sino hasta incluso por el que menos: el vecino más popular o líder de la cuadra, el policía más dedicado o el bombero que (como en las imágenes de ensueño que iniciaban Blue Velvet de Lynch) saludaba a la gente camino a su labor.
La fórmula desgastada hasta clamar por un break fue ligeramente replanteada tras los fatídicos sucesos de esta década. El mismo John McClane carga ahora toda esa pesada aureola de fracaso, de ingratitud ante sus hazañas por las que como dice acá “solo recibió una palmada de felicitación y nada más”. Es lo mismo que podría decir el hábil director McTiernan elevado a las grandes ligas con su innovadora propuesta pero rápidamente olvidado y relegado por esa misma industria a la categoría de artesano en cola. El héroe en esta cuarta ocasión proclama desde el comienzo su disconformidad por esta vuelta forzada a la batalla que finalmente acepta renegando. Es que para él, como para otros similares, no hay discusión al contrato que impone sólo vacaciones más no retiro, sino que lo diga Indiana Jones.
Pero bueno, ¿de qué va la intriga en esta ocasión? Se trata, como en todas, de una fantasía de destrucción a gran escala. En esta cuarta versión el ataque se desarrolla por la vía informática, una autentica conspiración por parte de un grupo de geeks que harán suyo el sueño malévolo de darle forma a la ya pasada amenaza del Y2K. Todo correctamente dispuesto para la acción continua y contextualizada lo suficiente, sin excederse. Incluso el lado más agradecible de este proyecto es el no tomarse nada demasiado en serio. McClane se volverá a meter en el más tremendo thriller por casualidades del trabajo (ya ad portas del retiro como en 16 Blocks). Los enemigos de la nación no serán los mismos de otras catástrofes del gobierno de Bush, son elementos de los más rankeados en el panorama de la ingeniería informática, aunque para el trabajo sucio, sin teclados, requieran los servicios de unos europeos menos sesudos pero más acrobáticos que los de la primera película.
Wiseman hace honor a su apellido y se dedica al entretenimiento sin culpas ni solemnidades. Es de aquellos que, como indica la publicidad, debe haber crecido tan divertido por la saga que no se molesta en cubrirla de mayores originalidades sino simplemente seguir su espíritu. Al menos a su favor tiene un ritmo raudo, mejor conseguido que en sus películas de Underworld con su esposa Beckinsale (provecho). Así que ya se imaginarán ligeramente como corre McClane nuevamente en medio de un literal Apocalipsis desatado por un renegado experto en sistemas, con pinta de popero británico, llamado Thomas (no Peter) Gabriel, quien para ejecutar su plan tiene la mente de un Mefistófeles y más recursos que SPECTRE o Le Chiffre (especialmente divertido aquel variopinto mensaje a la nación).
Pero con todo lo, digamos, “fantasioso” del asunto, se deja lucir un aspecto menos mercenario en el duro John, desorientado (aunque no lo asuma), casi como sabueso en la plataforma de una sociedad informatizada que lo conoce y controla todo. Enemigo rotundo de este viejo luchador que manda con un simple Enter y sin pestañear, helicópteros, aviones, caos en las calles, manadas de gente y de autos todos contra él. Es el elefante de las facilidades modernas que, por voluntarioso que sea el héroe, lo terminarán abrumando hasta el punto de tener que recurrir a un nuevo aliado o accesorio para la acción, razón y coartada para su inclusión en el combate: un hacker que se las sabe, casi todas, tan bien como el destructor en el campo virtual. Curioso intercambio que, de no mediar la necesidad de ser raudo, hubiese propiciado más parodia que homenaje.
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