Para alguien que sólo tiene oportunidad de ver buen cine vía videos piratas, películas por cable o muy de vez en cuando pescar la única buena película que estrenan en dos complejos de multisalas (la última vez que recuerdo que ocurrió eso fue con Match Point de Woody Allen), el ahora Festival de Lima es siempre una oportunidad invalorable de ver un cine que normalmente nos está vedado.
Pero además, también es la oportunidad de reencontrarse con antiguos amigos, ver de lejos algún director, un crítico extranjero o una estrella de cine, y por supuesto conocer a nuevos amigos, como los amigos de Cinencuentro a quienes leo siempre, y ahora he podido darle un rostro a sus textos. Hablar con todos es tan familiar como si empleáramos una lengua franca, y siempre se menciona allí a conocidos como Bergman, Godard… de tal manera que a los minutos de iniciar una conversación uno se siente como en familia.
Aunque es el tercer año consecutivo que coincido en Lima para el festival, esta es la vez que más oportunidad he tenido para apreciar películas (cuatro en tres días, con casi todas las entradas agotadas), y para interactuar con la gente que normalmente acude al festival y a pesar que siempre los tiempos han estado muy justos, había momentos para intercambiar impresiones y charlar en los pasillos.
Dejemos los comentarios emocionales y vamos a comentar brevemente las películas que pude apreciar. De las que estuvieron en competencia, me gustó mucho como a la mayoría, Luz silenciosa de Carlos Reygadas. No había tenido oportunidad de apreciar antes ninguna de sus películas, pero había leído lo que hablaban de él.
La película atrapa desde los primeros minutos, no entraré en detalles para no malograrles ese momento intenso a quienes no la hayan visto, pero ese inicio inquieta y nos mete de cabeza en una realidad, que es tratada con una sencillez documental, con un ritmo pausado, en base mayormente a planos de larga duración y que son cortados en seco para pasar a otra escena o a otra secuencia.
En otro momento espero escribir más sobre esta película, pero para terminar habría que decir que su final es totalmente conmovedor y aunque añade un tono distinto al realismo imperante hasta el momento, no resulta chirriante ni fuera de lugar: una de las protagonistas ingresa a una habitación totalmente blanca, de un blanco que casi hiere la vista y se acerca al cadáver de su ex rival… lo que sigue alcanza un nivel que sólo lo hemos visto en maestros como Bergman (aunque con resultados distintos, se parece mucho a una de las escenas cumbre de Gritos y susurros) y Dreyer (algunos han visto aquí también rasgos de Ordet).
La otra película de la competencia que tuve la oportunidad de ver fue Una sombra al frente de Augusto Tamayo. Después de El bien esquivo, la película había despertado expectativas, sobre todo porque el director nuevamente realiza una película en un momento del pasado de nuestro país y porque se trataba de una novela que su padre había realizado sobre su abuelo.
Hablando primero de los elementos positivos, podríamos decir que es una producción muy cuidada, destacan los vestuarios, la elección de las locaciones (tanto en interiores como en exteriores), y hasta incluso el empleo del lenguaje más elegante que el que empleamos ahora. El trabajo de cámara de Juan Durán también es digno de destacarse, las tomas en la selva, en las calles, en interiores poco o muy iluminados, le dan a la película un registro propio, como lo tuvo en su momento El bien esquivo. Y por supuesto, los efectos digitales tienen momentos de lucimiento, como en la escena donde se cae un puente.
El problema está en la historia. El personaje de Enrique Aet, no termina de convencer, no nos quedan claro cuáles son sus motivaciones (¿por qué el afán de integrar siempre a la selva?), ni porque no puede establecerse nunca en un lugar ni sentar cabeza. Recortar algunas escenas que no aportan nada (como el encuentro con la española en el barco), y agregar alguna otra que explique mejor la conducta de Aet, quizá hubieran ayudado a mejorar la entrega final.
Fuera de competencia tuvimos la oportunidad de ver dos películas: la primera La Petite Jerusalem, de Karin Albou, una interesante mirada a un barrio compuesto por judíos y árabes (como el Jerusalén real), por parte de dos hermanas con realidades muy diferentes: Laura, una estudiante de filosofía que quiere seguir los pasos de Kant y entregarse completamente al mundo de la filosofía y Matilde, su hermana casada con un ortodoxo, quien trata de recomponer su matrimonio.
El registro de la película se acerca por momentos al documental, empleando mucha cámara en mano, y realizando una invasión casi asfixiante a la intimidad de los personajes, sin dejar de retratar la dura realidad que los rodea, un barrio que a pesar de situarse en una de las mayores capitales del mundo, es oscuro, solitario y muy peligroso.
La película se sigue con interés, aunque a veces cuesta virar la mirada de una subtrama a otra, ya que las dos historias tienen casi el mismo peso. Presentada en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes 2005, y programada tiempo después de la programación inicial, ha sido toda una suerte pescarla en el festival.
Finalmente, está La soledad del español Jaime Rosales, que cuenta la historia de dos mujeres, Adela y Antonia, la primera es una madre soltera que llega a Madrid buscando nuevos horizontes, y la segunda madre viuda de tres hijas adultas, unas de ellas con cáncer, la otra egoísta y la última Inés, que comparte el departamento con Adela.
Al igual que Reygadas, Rosales elige un tratamiento casi documental para contar estas historias que se cruzan, con planos de larga duración y siempre fijos, aunque se vale de un recurso audiovisual pocas veces empleado con tanta propiedad, el uso de la pantalla dividida, que nos permite una visión extraña y más completa de los personajes mostrados.
Los diálogos son muy naturales y a pesar de que los actores son poco conocidos, cumplen un rol muy destacable en este filme. Aunque hay momentos difíciles de seguir para el espectador poco acostumbrado, tiene en cambio otros bastante logrados, que terminan por presentar un film bastante redondo.
Para terminar, habría que insistir en el tema de la descentralización. Si bien este año, se ha llevado hasta Arequipa, el Festival bien podría retomar otras plazas como Piura o Trujillo o probar con nuevas como Chiclayo (desde acá nos ofrecemos a apoyarlos) o Cajamarca. Aunque se llame Festival de Lima, en realidad es o debería ser un festival para la mayoría de los cinéfilos peruanos, porque de lo que en realidad se trata es que NUESTRO cine, sea visto por gente nuestra.
Hasta el próximo festival.
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