Sleuth
Dir. Joseph L. Mankiewicz | 127 min. | EE.UU.
Intérpretes: Laurence Olivier (Andrew Wyke) y Michael Caine (Milo Tindle).
Guión: Anthony Shaffer, basado en su propia obra teatral del mismo nombre.
Edición: Richard Marden.
Música: John Addison.
La huella es un extenso ejercicio de agudeza mental y meditaciones detectivescas ampliamente desplegadas. Una historia que se desarrolla en un restringido y al mismo tiempo vasto escenario, en el cual ocurre un duelo cara a cara entre dos arduos rivales que lo dan todo y se dan con todo. Un duelo donde la perspicacia que usan sus personajes es irrefutable protagonista de este sorprendente enfrentamiento. El director estruja todas sus habilidades narrativas y nos cuenta una historia cautivadora, desafiante y repleta de sagaces acertijos, pero quizás lo más sorprendente de todo sea que, a pesar de contar con tan pocos recursos cinematográficos, Mankiewicz nos haya regalado hace más de 30 años ya, un manojo de emociones y alteraciones como muy pocos filmes saben hacer.
El truco de usar una simple travesura que se nos escapa de las manos sin darnos cuenta es una técnica bastante recurrida a la hora de contar historias. Aún así, no cabe duda que la propuesta de Mankiewicz está lejos de ser comparada con cualquier otra cinta que apunte a estos mismos senderos. La obra póstuma de Joseph L. Mankiewicz es un ejemplo a seguir para todas estas películas nuevas que suelen vendernos falsos montajes por calidad interpretativa, nos regalan tres inmensas explosiones, algunos mesurados desnudos y predictibilidad en la trama por doquier, sólo para embutirnos –en ciertas ocasiones- una descarada escasez de calidad, que es lo que menos importa.
Por suerte La huella no es así, es todo lo contrario. Estamos hablando de una película que con sólo dos personajes, una mansión (y algo de sus alrededores), una infinidad de misteriosos juguetes que adornan la sala y un contexto no muy convencional, nos introduce en todo un universo cargado de tensión, donde nada es lo que parece ser, y las expectativas van variando una y otra vez hasta hipnotizar a un espectador que, para entonces, ya esta embelesado en su butaca ante tan seductor y malicioso juego de exposición instintiva.
Andrew Wyke (Laurence Olivier) es un célebre escritor de novelas policíacas que, dada su impetuosa manía por los juegos, ha convertido su inmensa mansión en un extravagante castillo medieval de siglos pasados, adornándola de una peculiar colección repleta de muñecos vivientes, diversos juegos de estrategia y varios laberintos ocultos. Un día, Wyke invita a tomar algunos tragos en su casa a Milo Tindle (Michael Caine), un ex peluquero y actual propietario de una cadena de salones de belleza. Al principio todo resulta muy normal, pero cuando la conversación se concentra en una mujer, Marguerite, distanciada esposa de Wyke y actual amante de Milo, todo cambia de un momento a otro, y lo que parecía ser una amable charla se torna en un emocionante y tramposo juego de persuasión e intriga.
El filme nos va sumergiendo con sutileza en perspectivas cambiantes y de múltiples percepciones, todo ello gracias al lente de Oswald Morris, director de fotografía que se escabulle por el rincón que sea necesario para captar las emociones de estos dos personajes alrededor de la casona. Mankiewicz consigue con esto, no sólo inquietar al espectador con tanta pista concedida plano tras plano, si no que además nos envuelve en el misterio que ocultan las desconocidas intenciones de ambos protagonistas.
No obstante, una buena historia no se podría relatar como corresponde si no se cuenta con los intérpretes adecuados, y Mankiewicz muy bien lo ha sabido al escoger a estos dos excepcionales actores, Laurence Olivier y Michael Caine, quienes se mandan unas actuaciones de lujo. El papel de Olivier es divertidísimo, su tremenda interpretación esgrime a la perfección el comportamiento de un niño encerrado en el cuerpo de un viejo sesentón, maravillado ante un perverso juego que pretende ser inocente, mientras que Caine está simplemente increíble, retratando la tensión y el desconcierto donde corresponde con suma elegancia y convicción.
Todo cuadra cabalmente. La esencia dramática que emerge de la raíz de la trama juega a favor de la película, de tal forma que podemos notar un académico ritmo presente en todo momento, redondo, pulcramente rodado. Y claro, cómo iba a ser de otro modo, si el guión de la obra teatral del mismo nombre escrito por Anthony Shaffer fue adaptado por… ¡él mismo! Evidentemente, Shaffer ha triunfado en su intento de transformar su gran evento artístico en una joya de narrativa dispuesta a convertirse en un trabajo imprescindible del séptimo arte.
No quiero dejar de mencionar además, la impecable banda sonora y música original de John Addison, autor que establece un sonido orquestal tan etéreo como misterioso, con leves arreglos circenses y una cuota de profundo suspenso en ciertas escenas, donde su gran música no podría ser mejor impuesta.
Joseph L. Mankiewicz fue un director selecto. Y en su última película rodada obtuvo lo que andaba buscando: reanimar la esencia de un cine que, tras diversas variaciones y ascendentes vientos de cambio en la escena hollywoodense, habría ido perdiendo esa calidad que sólo clásicos como La huella nos podían ofrecer: perfecta interpretación, perfecta narración, perfecta filmación, perfección completa. Todo. La huella es un filme que conmemora los años dorados de un cine inteligente, muy bien planeado y del cual podemos decir abiertamente que sí sabía donde apuntaba, al mismo tiempo que cavaba el hoyo de su propia tumba. Mankiewicz dijo alguna vez: “He estado en el comienzo, en el auge, en la cima, en el hundimiento y en el fin de las películas habladas”.
Aún no se estrena la nueva versión de La huella en Latinoamérica (aunque se estima que esto ocurra a comienzos de febrero de 2008), homenaje del director Kenneth Branagh y que cuenta con las actuaciones de Jude Law y… sí, el mismo, Michael Caine, pero esta vez haciendo el papel de su rival. Un más que interesante y tentador plus para ir a ver una película que, según críticos, ha sabido superar la prueba del respeto y la contemporaneidad, cuestión muy difícil de lograr en este tipo de cintas. A considerar que, para hacer un remake de un clásico de los setenta, es necesario tener las agallas suficientes como para arriesgarse y salir vivo en el intento, pues el sólo hecho de introducirse en un terreno tan sagrado como lo es la propia filmografía de Mankiewicz provoca hasta escalofríos. Hagan la prueba, vean La huella de 1972 y traten de imaginar como sería su remake, por lo menos a mí me ha resultado imposible y hasta ridículo. Habrá que ver.
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