Hace un tiempo, gracias a la gente de la revista Godard!, tuve ocasión de apreciar en el Centro Cultural de España Las horas del día, la ópera prima de Jaime Rosales. Después de verla decidí buscar algo más sobre el director, y es así como llegó a mis manos un libro de conferencias de jóvenes realizadores que participaron en el Festival de Valladolid del 2003, y que incluía una exposición suya. Lo que sigue es la exposición que dio en aquella ocasión el hoy galardonado realizador de La soledad en los recientes premios Goya. Aquí habla de cada uno de los pasos que fue dando para la realización de su primer película. Espero que la disfruten y que se les sea de tanta utilidad como me lo fue para mí.
Presentación
Es un gran privilegio poder dedicarse a hacer lo que a uno le gusta. Más aun cuando lo que a uno le gusta es un medio tan hermoso pero de difícil acceso como el cine. Desde estas líneas, mi agradecimiento a aquellas personas que me han ayudado, de muchas formas y a lo largo de muchos años, a que haya podido realizar Las horas del día. Y mi ánimo entusiasta para todos aquellos, jóvenes o no, que tienen un guión bajo el brazo y están intentando realizar su primer largometraje.
PASADO
De cómo me hice productor y de cómo era el panorama que encontré en mi país
Después de estudiar en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, y tras una breve estancia en la Australian Film Television & Radio School, de Sydney, regresé a España con una primera versión del guión de Las horas del día. Quería hacer una película diferente. Una película que no tuviera nada que ver con los códigos clásicos de las películas de asesinos en serie. Una película que retratara una realidad tal y como es. Una película que huyera de cualquier intento de convertir en algo comprensible ese fenómeno tan absurdo e irracional como matar sin motivo a una persona. Tenía claro que quería hacer esa película y no otra. Y tenía claro que necesitaría mucha energía, fortaleza y perseverancia para defender la idea de película que llevaba en la cabeza. Creía –y sigo creyendo– que en el negocio del cine existe una relación directa entre libertad artística y presupuesto: a mayor libertad artística, menos dinero. Por lo tanto, como quería una gran libertad, sabía que tendría que renunciar a movilizar muchos medios para realizarla. Con un guión más o menos desarrollado, aunque bastante verde todavía, llegué de Barcelona a Madrid en busca de productor. 1999 era un año relativamente próspero para la industria audiovisual. Había una expansión brutal del sector audiovisual en España, debido a la guerra de plataformas digitales, y había crecido muchísimo el número de productoras y profesionales del sector. No se hablaba de crisis ni mucho menos, y aunque surgían indicios inquietantes de lo que podía ocurrir después de que esa guerra artificial acabara, no me costó demasiado encontrar trabajo como guionista para televisión. Mientras, iba de productora en productora intentando que alguien produjera mi primera película. Me encontré con dos situaciones: la primera –la más frecuente–, el proyecto no interesaba; la segunda, el proyecto tenia posibilidades de realizarse si yo accedía a domesticar un poco el guión, haciéndolo más convencional, y si accedía a componer un ‘casting’ atractivo que permitiera financiar un presupuesto serio. Un proyecto como el mío, me decían los productores, a duras penas podía ser subvencionado, pero todavía más difícil iba a ser conseguir financiación a través de las televisiones. Era un proyecto de riesgo artístico y financiero demasiado alto. No interesaba. Tras dos años moviendo el guión por todas partes, comprendí que la única manera de llevarlo a cabo era produciéndolo yo mismo. Pensé: Y ahora, ¿Cómo lo hago?
Hay mil maneras de producir una película. Pero, cualquiera que sea la forma que uno adopte, hay una cosa más importante que el dinero: la energía de la gente. Por lo tanto, antes de pensar en cómo obtener dinero, el futuro productor-realizador independiente debe pensar en cómo sumar al proyecto la energía de otras personas. Yo pensé que sería mucho más fácil sumar energías si, en lugar de plantear a la gente la idea de hacer una película, les planteaba la de hacer una productora en la que no sólo se haría mi película, sino también otros proyectos que pudieran interesarnos a todos. De esta forma conseguí a dos personas más: María José Diez y José María de Orbe. A ambos les gustaba el mismo tipo de cine que a mí, y ambos estaban dispuestos a correr una aventura conmigo para intentar hacer una película que, a nuestros ojos, mereciera la pena dedicarle tiempo y energía.
Ya no estaba solo. Primer objetivo conseguido. Ahora, entre los tres, tocaba conseguir dinero. Pero no el dinero para la película; el dinero para la productora. Es como si uno quiere hacer un viaje y decide hacerlo en coche en lugar de hacerlo a pie. Necesita un vehículo, aunque como en nuestro caso, se trate de un vehículo muy pequeño y barato. La productora era el vehículo de transporte. ¿Y cuánto cuesta ese vehículo? Depende de lo rápido que quieras ir. Nosotros queríamos hacer películas de autor, películas que nos gustaran, que nos satisfacieran a nosotros, películas que creíamos necesarias; películas, en definitiva, que costaban poco dinero. El vehículo no tenía por qué ser un bólido. Un buen seiscientos nos podía valer.
PROCESO
Cómo enfoqué el trabajo y qué metodología seguí para la realización de ‘Las horas del dia’
Cuando uno piensa en una película, espera que ésta tenga éxito, que sea bien recibida. Lo que pasa es que el éxito depende de tantos factores aleatorios imposibles de controlar que prefiero preocuparme más de sumergirme en un proceso gratificante que pensar en un resultado. Lo maravilloso de trabajar en cine es que ese proceso no lo recorre uno solo. Fue fundamental poder apoyarme en un equipo de colaboradores cercanos, de cuyas ideas y soluciones se nutrió la película. Las decisiones estilísticas de Las horas del día no fueron el resultado de una imposición mía antes de empezar la preparación y el rodaje, sino el resultado de un proceso de colaboración muy estrecho con un equipo técnico y artístico muy comprensivo y motivado.
Un proceso artístico integral tiene varias etapas, varios momentos, varios subprocesos. Cada uno de esos subprocesos tiene que ser un proceso en sí mismo, con sus propias reglas y, al mismo tiempo, tiene que integrarse de forma armoniosa con el subproceso anterior y posterior, armando un todo cohesionado. Se tiene que empezar sabiendo qué se quiere lograr en general con la película. De esa definición inicial saldrá el hilo conductor que nos irá marcando el rumbo que debemos seguir, y podremos tomar con mayor seguridad las decisiones en cada momento. Para mí, lo más importante en Las horas del día eran la intención y el tono de la película.
Al hacer Las horas del día no quería tanto contar una historia como proponer un estimulo intelectual y emocional al espectador. En un mundo cada vez más complejo e interrelacionado, donde los medios tratan de simplificar la interpretación de las cosas para defender determinados intereses, la mayoría de las películas presentan la realidad bajo unos parámetros muy limitados que no ayudan a comprender mejor. Yo creía –y sigo creyendo– que la naturaleza humana es muy escurridiza, y al plantear la película quería ante todo respetar esa naturaleza escurridiza de la vida. No quería explicar por qué Abel mata. Eso era algo que tendría que buscar el espectador fuera de la película. La película no iba a mostrar las emociones del personaje ni en el antes inmediato, ni en el luego inmediato después de matar. Eso no se iba a ver. Muchas otras cosas tampoco se iban a ver. De hecho, la película iba a mostrar lo que no se suele ver en la mayoría de ellas —lo banal— y se iba a ocultar lo que suele verse la mayoría de las veces: lo dramático.
Para mí, insisto, lo importante era intentar estimular al espectador para que buscara más allá de lo visible. No darle todo masticado para que simplemente consumiera una emoción. Todas las decisiones estéticas y morales iban encaminadas a estimular la conciencia del espectador. Para lograrlo, además de no explicar por qué Abel mata, quería utilizar un lenguaje que, aun siendo bastante transparente, estableciera un cierto distanciamiento. Sin recurrir a mecanismos de ruptura evidentes, buscaba establecer una distancia entre la pantalla y el espectador para que éste, entrando y saliendo de la película periódicamente, tomara conciencia de la realidad como objeto representado, así como de la película como objeto de representación. Esperaba lograr, de esta manera, empujar al espectador a adoptar una actitud crítica respecto de la realidad que se le presenta, así como de la forma en que se representa esa realidad.
Con estas ideas claras respecto de la intención y el tono de la película, elaboré una metodología de trabajo, desde la escritura del guion hasta el montaje final, que me permitiera llegar a obtener en la pantalla una película que alcanzase —con mayor o menor éxito— tales objetivos.
La escritura del guión
La primera versión la escribí solo; y abordé el proceso de escritura como si de un descubrimiento se tratara. Empezando con la primera escena hasta la última, de corrido. Avanzaba dejando que los personajes me fueran contando su vida, sus experiencias. Escribía, escena a escena, dejándome llevar, sin saber lo que iba a ocurrir hasta el final. Cuando se incorporó Enric Rufas a la reescritura del guión, trabajamos conjuntamente para transformar el material, pero manteniendo el tono y las intenciones. Buscamos dar el máximo de coherencia y verdad a la estructura y a los personajes, añadiendo, quitando, modificando y permutando escenas. Enric y yo tenemos una forma de trabajar diferente, pero una forma parecida de entender la escritura dramática. Él tiene más facilidad que yo para la comedia, lo cual contribuyó a que la película lograra cierta ligereza, buscando algo de humor en algunas situaciones. Pero los dos creemos que los personajes viven en un mundo de ficción que les es propio, que hay que respetar, que hay que escuchar, y que no siempre nos dicen todo sobre sí mismos. También los dos construimos las ficciones basándonos en situaciones reales, que hemos vivido o presenciado, y que nos sirven de referente real, aunque luego los personajes tomen su propio camino. De hecho, escribimos hasta trece versiones para llegar al guión definitivo. (continuará)
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