We Own the Night
Dir. James Gray | 117 min. | EEUU
Intérpretes:
Joaquin Phoenix (Robert ‘Bobby’ Green), Eva Mendes (Amada Juarez), Mark Wahlberg (Capitán Joseph ‘Joe’ Grusinsky), Robert Duvall (Jefe Albert ‘Bert’ Grusinsky), Alex Veadov (Vadim Nezhinski), Dominic Colon (Freddie), Danny Hoch (Jumbo Falsetti), Oleg Taktarov (Pavel Lubyarsky), Moni Moshonov (Marat Buzhayev)
Estreno en España: 28 de marzo de 2008
La noche es nuestra sigue la pasarela de la moda de la industria, que en este final de decenio del nuevo siglo, se ha propuesto hacernos recordar la hedonista juventud que vivimos algunos a finales de los años setenta y ochenta. Bobby (Joaquin Phoenix) es el encargando de dirigir uno de los mayores antros nocturnos de Nueva York en 1988. Con el apellido de su madre, Green, pasa inadvertido ante la relaciones que le aporta el Club y evita tener que ser relacionado con los policías más reputados de la ciudad, los Grusinsky, padre e hijo. Pero por mucho que uno elija otra vía separatista familiar, las implicaciones de la sangre fuerzan, en ocasiones, a todo lo contrario.
El hedonismo de finales de los ochenta
“Simplemente quería hacer un largometraje que fuera lo contrario de las películas posmodernas sobre policías”. Así nos avisa el cineasta norteamericano James Gray sobre la estética tan singular (y no por ello menos interesante) de su tercera película, de la que previamente ha escrito el guión, La noche es nuestra (We Own The Night). Es precisamente debido a que Gray escribe los guiones de sus películas que espacia tanto el tiempo entre sus trabajos. Estamos, pues, ante un largo que se ha tomado su tiempo de reposo antes del estreno. Entre el año y medio en escribir el guión, los nueve meses de documentación y dos años para convencer a los actores y encontrar financiación. Eso teniendo en cuenta, asimismo, las exigencias o premisas obligatorias que un estudio introduce en la creación del autor. Qué según Gray no le ha supuesto una gran cortapisa a sus ideas. Premisas: Tema centrado en la policía de Nueva York y la obligada escena de una persecución de coches. Cosas de la industria, ya saben.
En todo caso James Gray ha demostrado paciencia y sagacidad al sortear toda clase de obstáculos para hacer lo que quería, una obra personal, (con los ingredientes que le son afines, léase rivalidad familiar e inmigración rusa en Nueva York), que no es poco en el mundo de cineastas a la carta de que estamos inundados. Y sorprende que haya conseguido un resultado más que decente con La noche es nuestra, teniendo en cuenta la reducción de presupuesto y tiempo al que se vio abocado el proyecto, reduciendo al filme, como confiesa el mismo director, a una atmósfera claustrofóbica, matiz que también exhibe el personaje central, Bobby Green (un Joaquin Phoenix esforzado, sobre el que ha caído casi todo el peso actoral de valor en esta historia).
La noche es nuestra sigue la pasarela de la moda de la industria, que en este final de decenio del nuevo siglo, se ha propuesto hacernos recordar la hedonista juventud que vivimos algunos a finales de los años setenta y ochenta. Y, a su vez, revisar los métodos policiales de la época, (hablo de Norteamérica, claro está), junto a la ética de la que se servía el cuerpo, situado entre extremos, desde la honorabilidad casi de Clan a la corrupción. Moda, como decía, en la estela de Zodiac, American Gangster, o el próximo estreno de Sidney Lumet, Antes que el diablo sepa que has muerto, en las mismas ambigüedades legales, aunque ésta con juegos más posmodernos. En todo caso dicen que no es más feliz el que más tiene, sino el que se puede arreglar con las cartas con le dan. Y así veo a James Gray, más o menos feliz, porque la cinta, que tiene su punto álgido en complicadas relaciones familiares muy shakesperianas, es un trabajo muy decente, de singular estética a lo película antigua en las que primaba la falta de contrastes en los colores (para ello Gray metió la película en el horno), y en la que no deja de ser curioso la ausencia de teléfonos móviles, por aquello de que algunos veinteañeros den por sentado que los aparatitos nacieron con el hombre. No, no usábamos de los mismos, pero nos adueñábamos de la noche envueltos en las brumas de las discotecas más espectaculares, con una música que nos hacía vibrar, algo que ha sabido plasmar estupendamente Gray. Y de ahí el potente arranque de la película, ¡inigualable!, con los acordes de Blondie, y su «Heart of Glass». Parte de una banda sonora que remata toda una atmósfera de recuerdos lúdicos, y nos abduce con la joya «Let’s Dance» de David Bowie.
Bobby (Joaquin Phoenix) es el encargando de dirigir uno de los mayores antros nocturnos de Nueva York en 1988. Con el apellido de su madre, Green, pasa inadvertido ante la relaciones que le aporta el Club y evita tener que ser relacionado con los policías más reputados de la ciudad, los Grusinsky, padre e hijo. Bobby ha escogido otro camino, más ambiguo, más libre que el forzoso deber familiar que su hermano Joseph (Mark Wahlberg) se ha impuesto. Pero por mucho que uno elija otra vía separatista familiar, las implicaciones de la sangre fuerzan, en ocasiones, a todo lo contrario. Y eso le ocurrirá a Bobby. Con la mafia rusa como telón de fondo, y la violencia ensañándose en lo que le queda de familia, este vividor se verá transformado en algo que no hubiera previsto nunca. Un cambio, quizás, demasiado radical para dar un ritmo creíble a las etapas de transformación. Lo que hace que la película sufra de altibajos dramáticos, llegando en algunos casos a chirriar con más de un falsete.
Gray confiesa que le constó mucho esfuerzo convencer a Mendes y a Wahlberg para aceptar los papeles. En el caso de Eva, el resultado es estupendo, mientras que en el de Mark no lo es tanto, mostrando flojera y una desgana que gotea por todos los rincones de su papel. Es en los personajes fallidos donde Gray ha claudicado. En unas conclusiones que debió trabajar con aspecto más ambiguo, a Los infiltrados de Scorsese. Por ejemplo, resulta inevitable comparar la portentosa imagen del Semyon (jefe de la mafia rusa) de Cronenberg en Promesas del Este y la del patriarca ruso, y dueño del club, de Gray.
No obstante lo dicho, La noche es nuestra es un lujo que merece la pena verse en pantalla grande, porque nos retrotrae al más puro cine clásico con escenas prodigiosas que valen por sí solas como el metraje al completo. Nos da un respiro de tan altas tecnologías y malabarismos visuales y supone un documento histórico (un Nueva York gris y pobre) de finales de los ochenta más real que el Miami Vice televisivo de colorines.
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