La actriz acaso más grande del cine norteamericano, Bette Davis, cumpliría hoy cien años. Nació el 5 de abril de 1908 en Lowell, Massachusetts, y falleció el 6 de octubre de 1989 en Neuilly, Francia, luego de una carrera que abarcó 58 años y más de 80 películas. Fue una de las representantes del recambio que se produjo en Hollywood luego de la irrupción del sonido, que fulminó destacadas trayectorias, entre intérpretes y autores, de la época silente.
Bette Davis en el esplendor de su carrera, con Henry Fonda en Jezebel
Empezó a actuar en el teatro a principios de los años 20, cuando aún era adolescente, y su debut fílmico fue en 1931 en The Bad Sister, un filme de Hobart Henley donde también participó un todavía secundario, y ya no tan joven, Humphrey Bogart, aparte de Zasu Pitts y los protagonistas Conrad Nagel y Sidney Fox. Era la época en que el cine sonoro, no sin tropezar con cierto abuso del diálogo, iba asentándose y construyendo nuevos referentes. Ella empezó a serlo en menos de un lustro (claro está, con un promedio de seis películas por año, algo habitual entonces), cuando en 1934 fue nominada al Oscar por La servidumbre humana, adaptación de la novela de William Somerset Maugham dirigida por John Cromwell.
La estatuilla dorada, para la cual postuló nada menos que once veces, recién llegaría a sus manos con Peligrosa (1935), del artesano Alfred E. Green, y Jezebel (1938), de William Wyler, un autor mayor del Hollywood clásico que volvió a trabajar con Davis en La carta (1940) y La loba (1941), luego de la cual rompieron relaciones por discrepancias en la manera de entender el sentido del filme.
Enemigas íntimas: Bette Davis y su archirrival Joan Crawford,
la dupla atómica de ¿Qué pasó con Baby Jane?
Bette Davis es el icono del personaje de carácter que llena el encuadre, impone su personalidad y define el perfil de la película, inspiradora de innumerables actrices que crecieron viendo su amplio registro interpretativo y cómo envejecía en la pantalla con aplomo, entregando soberbias performances en su madurez y vejez. Fue la actriz envuelta en intrigas de Eva al desnudo (1950) de Joseph Mankiewicz; la reina Elizabeth I (que ya había encarnado en 1939) en La reina virgen (1955) de Henry Koster; otra vez actriz, en conflicto fratricida con Joan Crawford, en ¿Qué pasó con Baby Jane? (1962) y la viuda sospechosa de Hush… Hush, Sweet Charlotte (1964), ambas de Robert Aldrich; y la anciana melancólica de Las ballenas de agosto (1987) del británico Lindsay Anderson, filme en el que alternó con otras figuras de antaño como Lillian Gish, Vincent Price, Ann Sothern y Harry Carey Jr.
En muchas colegas podemos encontrar reflejos de su impronta, como Meryl Streep, Glenn Close, Julianne Moore, Susan Sarandon, Helen Mirren, Glenda Jackson, Anne Bancroft, Judi Dench, etcétera, y cuya estatura e influencia en el cine norteamericano sólo puede compararse con otra leyenda, Katharine Hepburn. No sólo por la valía de sus actuaciones, sino por una actitud díscola frente a los productores y sus imponentes compañías. Davis les enfrentó desde muy joven, en los años treinta, por mejoras contractuales, y hasta llegó a sostener un litigio con la poderosa Warner Brothers, que lamentablemente terminó perdiendo.
Pero dejo al final una película no tan conocida por la que tengo especial simpatía. Se trata de Milagro por un día (1961), la última obra del gran Frank Capra, en la que la diva hacía de una anciana indigente que transformaba efímeramente su aspecto con la ayuda de un gángster para no provocar la desilusión de su hija que retorna de Europa y no conoce su situación. Es una deliciosa comedia dramática, en la que el clásico realizador impone un ritmo trepidante y su característico ingenio narrativo, y donde la gran Bette tenía un partner a su altura: Glenn Ford.
La transformación (bis) de Bette Davis, la última ironía de Frank Capra
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