Bobby Deerfield
Dir. Sydney Pollack | 124 min. | EE.UU
Intérpretes: Al Pacino (Bobby Deerfield), Marthe Keller (Lillian Morelli), Anny Duperey (Lydia), Walter McGinn (Leonard), Romolo Valli (Tío Luigi), Stephan Meldegg (Karl Holtzmann), Jaime Sánchez (Delvecchio), Norm Nielsen (El mago)
A su modo, el filme fue uno de los intentos más arriesgados de su director por acercarse a la categoría de «autor». Una realización que no se sujetara tan cómodamente a los códigos más reconocibles del estilo norteamericano, hasta el punto de olvidarse de los motivos locales que forjaron su carrera hasta ese momento, casi un viaje de placer y reflexión hacia la fantaseada Europa y su tradición, especialmente la mediterránea. Bobby Deerfield es un personaje hecho a la medida de aquellos héroes del cine francés e italiano de la época. En afán no poco ambicioso, Pollack se da el lujo de intentar desconcertar a su audiencia con semejante giro.
Nadie duda que lo mejor de la carrera de Al Pacino se concentra en su comienzo. Allí es donde se forja una fama como estrella al puro estilo de los poco convencionales héroes de los años 70, aplicado, histriónico y concentrado como buen actor del método. Así podemos apreciarlo en filmes como The Panic in Needle Park, Espantapájaros, las dos partes de El Padrino, Serpico y Dog Day Afternoon, este último acaso su papel más espectacular. En todos ellos vemos a la estrella en expansión, formando parte de un momento particular de la mano de realizadores que supieron extraer lo mejor de las referencias y la conciencia post nouvelle vague.
Bobby Deerfield aparece como una película muy consecuente con esa tendencia, aunque a primera vista no lo parezca. Su realizador Sydney Pollack fue, como Coppola y Schatzberg, un hombre fascinado por el cine mundial, sus hallazgos e identidades; pero también como su tocayo Lumet, un hombre formado por la industria misma, no la de películas independientes y de espíritu iconoclasta, sino de las series de televisión y la disciplina del artesano de encargo. Conjunción que en su caso lo derivó a acomodarse dentro del terreno de los géneros, cosa que cumplió con tanto éxito como sus contemporáneos. El caso de Bobby Deerfield fue el de un paseo extraño para el exitoso actor y director.
A su modo, el filme fue uno de los intentos más arriesgados de su director por acercarse a la categoría de «autor». Una realización que no se sujetara tan cómodamente en los códigos más reconocibles del estilo norteamericano, hasta el punto de olvidarse de los motivos locales que forjaron su carrera hasta ese momento, casi un viaje de placer y reflexión hacia la fantaseada Europa y su tradición, especialmente la mediterránea. Ahí es donde vemos la figura de un corredor de autos y su historia sacada con variaciones de una novela del alemán Erich Maria Remarque. Bobby Deerfield es un personaje hecho a la medida de aquellos héroes del cine francés e italiano de la época. En afán no poco ambicioso, Pollack se da el lujo de intentar desconcertar a su audiencia con semejante giro. En un principio aparenta ser una cinta de acción a raudales, una aventura para los fanáticos del deporte quemallantas; la pista es preparada para la adrenalina y demás efectos electrizantes, aunque están filmados con cierta austeridad documental.
Lo que sobreviene es el punto de quiebre para la meditación. Un accidente acaba con la esperanza de la mayoría y da verdadero inicio a las sugerencias detrás del rostro de Pacino, estrella que asume los elogios y el círculo del acoso que envuelve a su personaje desde el inicio. Bobby Deerfield intenta trabajar al detalle esa sensación de aburrimiento que es sucedida por la culpa tras el infausto final de un camarada de escudería. Desasosiego existencial que se convertirá en el motor interno del filme a partir de entonces. Pollack define esta película como la suma de todas sus ideas como creador cinematográfico, de aquel que asume deberes pero también aspira a un más allá, tal vez a darse un romance de novela como acontece entre el contradictorio Bobby y la bella e inquieta Lillian.
La película se asienta a partir de ahí en el melodrama romántico, pero uno conducido con serenidad, con una tensión interior que probablemente el director admiraba mucho por ejemplo en Visconti y Truffaut. Si el francés se remitía también con gran pasión a la tradición norteamericana, Pollack intenta hacer lo propio con la de viejo continente en la aventura sentimental y carismática de ambos personajes (Pacino se pone a prueba en un papel en clave baja, pero es Marthe Keller, la actriz de Fedora de Billy Wilder, quien destaca especialmente). Así vemos los apuros de Deerfield tratando de abrirse y seguir el paso a la imprevisible mujer que se ha cruzado por su camino, cosa que le resulta difícil a este profesional del riesgo calculado. Juego interesante y entrañable que permanece retratado en momentos memorables, como los paseos por los espacios alpinos o ese hermoso momento en el cual el conflicto estalla entre ambos, sólo para expandirse como globos lejos de las mundanales preocupaciones de la modernidad y su ritmo. A su modo, ambos se encuentran en el preciso momento en el que deben cambiar de velocidades, él se detiene y ella acelera. Competencia llena de curvas y riesgo de choque a cada momento que muchos espectadores parecieron no ver en su momento. Es ahí donde se concentra lo mejor de la película. Esta historia de amor es abierta pero a la vez concluyente, como la convicción que un corredor tiene sobre el siguiente coqueteo que tendrá con la muerte tras besar la copa. Lillian es la suma de todos los personajes que alimentan ese imaginario cinematográfico que forjó a Pollack.
Pero a diferencia de sus admirados y distantes mentores europeos, Pollack no llega a levantar el vuelo de su historia hacia el apasionante nivel de esos sabios y hasta libres narradores. De alguna forma, esta buena película fue la que terminó poniendo claro sus límites. Eso no nos impide reconocer que tras este filme que decepcionó y aburrió a no pocos, se encuentra una sutil y hermosa experiencia cinematográfica. Por una vez el buen Sydney se dio el gusto de intentarlo.
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