Ingmar Bergman releyendo un guión durante un ensayo
Siempre habrá ocasión para hablar sobre Ingmar Bergman, ese investigador de mundos abstractos y dolientes. Como tales, sus películas son espectáculos dramáticos y tesis filosóficas a partes iguales. Para este cineasta no había mejor método para alcanzar las dimensiones del alma que despegarse de la representación realista, aquella cuna en que los imperativos concretos no dejan que los ecos del ánima se dejen sentir con claridad.
Bergman podía claramente remitirse a una geografía o determinado contexto social e histórico, pero su extraña intromisión dentro de las fantasías y los temores de sus personajes rápidamente era el motor de los ritmos contemplativos y las insidiosas conclusiones de sus obras. Rostros y andares, palabras y silencios, hombres y fantasmas. Todos aquí tienen un valor, una idea, un sentimiento, que puede resultar aún desconcertante todavía (la partida de ajedrez del cruzado y la muerte), como insólitamente conmovedor en sus frías exposiciones (el encuentro del doctor Isaak Borg y su hijo). Pero también hubo lugar para el más exacerbado barroquismo como el recordado inicio de Persona y el laberíntico descenso en La hora del lobo.
Pena, soledad, desesperación, aburrimiento. Son, más que temas, presencias siempre acechando. Pocos quisieran someterse a semejantes conceptos a la vista del resto. Pero como lo concebía el autor sueco, son parte de la extraña alquimia de la vida. No por casualidad, sus criaturas terminaban encarándolos en el momento preciso de una comunión personal. La mayor confrontación se suscita en tu propia habitación, en las cuatro paredes de tu espíritu.
Hoy, 14 de julio, estaría cumpliendo 90, pero dentro de dos semanas también se conmemorará el primer aniversario de su partida. Motivo preciso para un breve repaso a algunos momentos de su intransigente y obsesiva carrera.
Smultronstället (Las fresas salvajes)
Persona
Autumn Sonata
Fanny Och Alexander
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