There Will Be Blood
Dir. Paul Thomas Anderson | 158 min. | EE.UU.
Intérpretes: Daniel Day-Lewis (Daniel Plainview), Kevin J. O’Connor (Henry Brands), Ciarán Hinds (Fletcher Hamilton), Dillon Freasier (H.W. Plainview), Barry Del Sherman (H.B. Ailman), Russell Harvard (H.W. Plainview adulto), Colleen Foy (Mary Sunday adulta), Paul F. Tompkins (Prescott), David Willis (Abel Sunday), Paul Dano (Paul Sunday / Eli Sunday), Sydney McCallister (Mary Sunday), David Warshofsky (H.M. Tilford), Tom Doyle (J.J. Carter), John Burton (L.P. Clair), Hans Howes (Bandy)
Estreno en España: 15 de febrero de 2008
Estreno en el Perú: 21 de febrero de 2008
La principal característica de esta cinta es el uso de panorámicas, grandes planos generales y de conjunto. Desde el comienzo encontramos a los personajes ceñidos al paisaje agreste y desolado de Texas y, luego, California. Incluso cuando aparecen en planos más cercanos es posible distinguir el trasfondo geográfico que los envuelve y lo arduo del esfuerzo para extraer el petróleo de las entrañas de la tierra. Este aparato formal apoya el notable trabajo de Daniel Day-Lewis, quien ha logrado expresar en su rostro tanto la astucia como, sobre todo, la codicia de su tocayo Daniel Plainview, y, dada la importancia de los planos abiertos en este filme, también destaca el trabajo de construcción corporal del personaje, el cual resulta eficaz y convincente.
El único Oscar recibido por esta película y concedido a Daniel Day-Lewis como Mejor Actor puede hacer pensar que su principal mérito reside en su labor como Daniel Plainview, el protagonista central, lo que no es exacto. A la par de esta notable performance, Petróleo sangriento posee cualidades audiovisuales que la convierten en excepcional y en absoluto limitada al desempeño actoral.
Su principal característica es el uso de las panorámicas y de los grandes planos generales y de conjunto. Desde el comienzo encontramos a los personajes ceñidos al paisaje agreste y desolado de Texas y, luego, California. Incluso cuando aparecen en planos más cercanos es posible distinguir el trasfondo geográfico que los envuelve y lo arduo del esfuerzo para extraer el petróleo de las entrañas de la tierra. Lo cual pareciera sugerir al inicio un tono épico que pronto comienza a desaparecer ante la verdadera intención del filme: la génesis y el desarrollo de una paranoia, propia del establecimiento de un poder –en este caso, económico– no sujeto a control alguno. Y el trabajo de Day-Lewis consiste en mostrar la evolución del protagonista a través de las distintas circunstancias que completan esa transformación.
En tal sentido, esos grandes encuadres abiertos incluyen también travellings laterales o semicirculares que acompañan la acción y nos introducen constantemente en las situaciones y estadíos de tal proceso; cumpliendo esas específicas funciones narrativas. Incluso un momento tan emotivo, como el reencuentro entre Daniel y su (aún) pequeño hijo, es mostrado en lo más alejado de una gran panorámica, registrando el grado alcanzado por ese cambio (distanciamiento) del protagonista con respecto a todo vínculo emocional. Este contexto permite también que los primeros (y primerísimos) primeros planos tengan un adecuado impacto emocional, mientras que los planos medios ofrezcan la información complementaria requerida por el guión. No se puede menos que admirar esta planificación que nos separa del drama personal y nos proyecta hacia un enfoque alegórico en este biopic que transcurre en las tres primeras décadas del siglo pasado.
Por otra parte, casi todo el filme está rodado en exteriores, salvo algunas precarias cabañas y un par de amplios ambientes de una mansión señorial en las dos secuencias finales. La función del paisaje busca resaltar la claridad del relato y la pureza de los tipos sociales, despojados de toda referencia a su pasado, que no sea el de la marginalidad –valga de la redundancia– social y geográfica. Esta ambientación soporta, de un lado, la descripción de la explotación petrolera, basada en la maximización de las ganancias (evitando todo derroche o desperdicio de recursos, como lo enfatiza el propio Daniel en alguno de sus discursos ante la población), y, del otro lado, el ascetismo religioso que se desarrolla paralelamente a dicha actividad económica, acentuada por esos templos tan precarios como desnudos. Estamos ante una descarnada descripción de la «ética protestante» como herramienta ideológica para el desarrollo del capitalismo; y que muestra justamente lo poco ético y lo bastante ideológico de tal maridaje. Ambos componentes de sentido no se contraponen al desarrollo del relato de un personaje obsesionado con el lucro, pero, al mismo tiempo, necesitado -e inicialmente promotor- de una vida familiar y de un sentido de comunidad. Daniel empieza predicando la exigencia de una gran empresa colectiva para terminar sumido en un individualismo paranoico que lo conduce a la destrucción. Tanto la planificación como la ambientación enmarcan este relato que se desarrolla en forma de arco, y donde la música viene a ser un tercer factor decisivo para soportar el giro narrativo completo de esta película.
La partitura musical, sin abandonar sus atributos melódicos y tonales, trabaja notablemente sobre la disonancia e incorpora elementos rítmicos y percusión abrumadora, lo que describe tanto las tensiones emocionales del protagonista (las que se manifiestan en las acciones que va ejecutando) como el frenesí de la actividad extractiva a la cual éste se entrega en cuerpo y alma. En ese sentido, tiene una función de contrapunto con el tempo lento de las imágenes y, a la vez, busca neutralizar –junto a los ya citados movimientos de cámara– un eventual estatismo generado por los encuadres grandes. Relevante trabajo de Jonny Greenwood, autor de la banda sonora (que incluye, además, dos menciones a un fragmento del movimiento final del concierto para violín de Brahms).
Este aparato formal apoya el excelente trabajo de Daniel Day-Lewis, quien ha logrado expresar en su rostro tanto la astucia como, sobre todo, la codicia de Plainview, y, dada la importancia de los planos abiertos en este filme, también destaca el trabajo eficaz y convincente de construcción corporal del personaje. Es fascinante verlo gradualmente despojarse de y eliminar a sus seres más queridos conforme avanza su imperio petrolero. Aunque el planteamiento del filme impide un mayor desarrollo de tal avance, por lo que algunos advierten «prisas traicioneras por resolver los últimos años en cuatro apuntes», lo que obvia precisamente la naturaleza alegórica del filme. Las secuencias finales, donde abruptamente pasamos a interiores –si bien amplios, como en los exteriores en gran parte del relato–, sugieren el encierro físico y psicológico en el que suceden los ajustes de cuentas finales del protagonista. Mientras que en la última escena destaca también el trabajo físico de Day-Lewis, el que transcurre no en vano (es decir, simbólicamente) en un salón para juego de bowling.
Desde el punto de vista dramatúrgico, hemos adelantado que esta cinta es una alegoría sobre la paranoia generada por la construcción de un poder económico sin control. Más aún, me parece sugestiva la descripción de este tipo de individuos cuya vida de centra y limita a una sola actividad (en este caso, el petróleo y el lucro), a la que dedican todas sus energías y sentimientos. Pero desde un punto de vista ideológico (y con repercusiones muy actuales) acierta Alberto Adrianzén, al señalar que la película critica directamente a «una de las principales columnas de la revolución conservadora: el capitalista hecho a sí mismo que vive en las fronteras de la civilización norteamericana (…), no el burgués educado y miembro de una elite ilustrada del Este sino más bien el informal que deviene en un burgués individualista del Oeste, poco educado y nada ilustrado», lo cual es toda una provocación para el establishment conservador y, quizás, la razón de que la cinta no haya obtenido más reconocimientos. Obsérvese, además, que la película no muestra en momento alguno los presuntos beneficios de la explotación petrolera para la población aledaña. Es decir, hay una voluntad de crítica no mediatizada y claramente ideológica en el filme.
Sobre la relación con el fundamentalismo religioso estadounidense, es interesante que se le muestre como un sector distinto al empresarial, pero que asume sus códigos de comportamiento a partir del endiosamiento del éxito medido en los términos del capitalismo. No olvidemos que para las doctrinas calvinistas de la predeterminación, el fracaso económico equivale literalmente a la condena eterna en el infierno, lo que explica la profunda desesperación del predicador Eli Sunday (encarnado por un eficaz Paul Dana) en el desenlace; mientras que, simétricamente al humillante ingreso de Plainview a la iglesia, ahora el predicador es obligado a reconocer la hipocresía de su credo y comportamiento. Lo que, paralelamente, constituye una crítica más dura que el cínico y benévolo tratamiento que se le da a este sector político en Juegos de poder (Charlie Wilson’s War) de Mike Nichols.
Por todo lo anterior, debemos considerar al director Paul Thomas Anderson como uno de los directores más interesantes de la actualidad, y a Petróleo sangriento como una de las grandes películas de los últimos años, al menos tan importante como sus competidoras en los premios Oscar del año pasado: Sin lugar para los débiles y Expiación, deseo y pecado.
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