Esta semana, exactamente el 29 de julio, se han cumplido 25 años de la muerte de Luis Buñuel. Y aunque muchas de sus lecciones hayan permanecido más bien como una influencia sutil en el cine de los últimos años, queremos rendirle un pequeño espacio a su cine irrespetuoso, cómico y transgresor a pesar de la discreción personal que lo caracterizó cada vez que se le veía, en las épocas en las que era ya una figura venerada y admirada incluso por otros colegas mucho más publicitados como Alfred Hitchcock, o más recientemente David Lynch (a quien no le creo cuando dice que casi no ha visto el cine del español).
Buñuel es definido por su cine como un auténtico moralista, como alguien cuyas reflexiones sobre la condición humana solamente pueden llevarlo por dos caminos: la amargura, o la jocosa aceptación que su temperamento latino manejó con maestría. La mejor manera que encontró para representar las contradicciones de la civilización, sus dogmas y preceptos, fue la burla provocadora, la deformación de sus apariencias concretas para llegar a su esencia en los confines de lo abstracto. La vulgaridad o promiscuidad no se encuentran reñidas con el verdadero concepto de la libertad, ni la devoción religiosa o los preceptos de la justicia que la acompañan tampoco se libran de los fantasmas o conceptos más autodestructivos y pervertidos.
Aquí les mostramos algunos momentos en los que se define muy bien su estilo surrealista, el mejor camino que encontró para mirar al mundo con lucidez:
La edad de oro: La historia de un amor, o mejor dicho, de una pasión, se encuentra presente en casi todo el cine de don Luis. De todos sus tanteos por la conflictiva y ardorosa ilusión carnal, ésta es la más espectacular. Un escenario de ensueño o de cuentos de hadas con nobleza y patio palaciegos, se convierte en un testigo más de este combate irreflexivo entre dos amantes, como fieros leones o más bien como escorpiones.
Él: Los celos son, antes que nada, una pasión por el control, por los preceptos individuales que se trastornan ante la polisémica existencia donde no necesariamente todo se cumple como en los Salmos. Francisco Galván se convierte entonces en todo un producto de la era freudiana, un pobre infeliz que intentará construir un castillo en el aire que circunda su cabeza. Desde ahí pontifica, establece sus propios mandamientos y pretende aislarse en su torre eclesiástica sólo para inventarse enemigos (dragones o moscardones) a quienes exterminar con tal de conservar su tesoro.
Viridiana: A la bondadosa protagonista de esta historia le toca aprender que el mundo no es precisamente el lugar que aplaudirá sus virtudes y sacrificios como tantas veces se lo habrían dicho en los sermones dominicales. La novicia en cuestión se convierte entonces en una especie de sucesora de la sadeana Justine, aunque el terror del final franquista sea mucho menos atroz que el de la revolución en Francia. A Buñuel jamás se le hubiera ocurrido presentar de manera tan directa la verdadera iluminación de su personaje a partir de un sinfín de pruebas cada cual más calamitosa que la anterior. Prefiere el humor negro y he ahí que sus herejías resulten todavía mucho más poderosas (recuerden el desenlace).
El discreto encanto de la burguesía: A este filme de su última época se le puede ver fácilmente como la recapitulación más elegante o declaradamente artística de sus obsesiones de siempre. Ahí eran los últimos vestigios de esta clase social los que se convertían en los títeres de la farsa. Seres que lucían la tradición y los modales sólo como gestos de histrionismo teatral, como parte de un repertorio que a cada escena comenzaba a desmontarse para dar con la esencia hipócrita y muchas veces miserable que el cineasta veía en ellos. Doctores, políticos, damas de sociedad, artistas autosatisfechos en la gloria, nadie se salvaba de exhibirnos a la fuerza todo su «discreto encanto».
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