Dir. Josué Méndez | 91 min. | Perú
Intérpretes: Maricielo Effio (Elisa), Sergio Gjurinovic (Diego), Anahí de Cárdenas (Andrea), Edgar Saba (Agustín), Cristina Salleses (Tete), Denisse Dibós (Claudia), Pilar Brescia (Pilar), Attilia Boschetti (Toti), Martha Figueroa (Silvia), Martha Schroth (Nani), Hermelinda Luján (Nelly), Magaly Solier (Inés), Jason Day (Cano), Giancarlo Chichizola (Truja), Rómulo Franco (Caregol), Alina Ferrand (María Paz), Giselle Bonafino (María Alejandra), Javier Valdéz (Ernesto), Ugo Plevisani (Gustavo)
Estreno en el Festival de Lima: 8 de agosto de 2008
Dioses narra la maduración de Diego -un adolescente de la clase alta limeña- que experimenta deseos incestuosos con su hermana Andrea y sostiene un enfrentamiento con su padre –el empresario Agustín–, quien tiene a Elisa como su amante oficial. Estamos ante una propuesta no convencional y muy personal, con una fuerte crítica a la clase alta. La superficialidad y la falta de compromiso es la marca de los personajes de Méndez, con un mundo donde la gente teme enfrentar los problemas y elude los conflictos. Esto, junto con un tratamiento formal que ofrece una visión distanciada y objetiva –aunque contrastada con algunos elementos emocionales– hacen de Dioses una película muy interesante.
La primera cosa que una obra dice,
la dice a través del modo en que está hecha.
Umberto Eco
Dioses, de Josué Méndez, es otra película típicamente de festival; ya que –al igual que su anterior filme, Días de Santiago– es una propuesta no convencional y, en este caso, muy personal. La asocio con cintas como la argentina La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel y la brasileña Mutum, de Sandra Kogut (que también compiten en el Festival de Lima). Las tres comparten la característica de tener una estructura en la que los conflictos dramáticos están semi ocultos ya que el autor privilegia otros elementos narrativos. Naturalmente, hay diferencias estructurales (La mujer sin cabeza gira en torno a una anécdota, mientras Dioses cuenta historias) y de contenido (Mutum exhibe la extrema pobreza, mientras Méndez describe la extrema riqueza). Pero todas ellas rompen los moldes de la dramaturgia convencional e intentan explorar nuevos caminos para contar una historia; claro, cometiendo los “errores” elementales de lo que se vende como receta del éxito y la obtención de taquilla.
En consecuencia, Dioses narra –en parte a la manera de una “educación sentimental”– la maduración de Diego, un adolescente de la clase alta limeña, en un joven con vocación definida, a partir de deseos incestuosos con su hermana y un enfrentamiento con el padre, en el contexto de una madre ausente. Hay también las historias paralelas de su hermana Andrea y de Elisa, la amante oficial del padre –el empresario Agustín–, que resultan luego muy bien imbricadas. En general, los conflictos dramáticos están correctamente planteados, pero luego no se presentan los momentos de resolución, sino sólo las consecuencias o desenlaces de cada historia. Y estos vacíos son, obviamente, intencionales; pero no porque el director tenga ganas de fastidiarnos, sino por que encajan con el comportamiento de los personajes. En el mundo que muestra Méndez, la gente teme enfrentar los problemas y elude los conflictos porque se consideran por encima de éstos; las cosas (graves) ocurren, todos hablan de ello (por lo bajo), pero la vida sigue adelante porque esos asuntos se resuelven con el dinero y los viajes.
Y para introducir la exposición de este comportamiento –que funciona como tema dramatúrgico e ideológico– el director no teme detener, limitar o mediatizar el avance de la acción; colocando este plano al mismo nivel que el de la acción dramática. Y con esto llegamos el gran problema de este tipo de filmes: la laxitud, la intrusión de lo contemplativo y al recurso al tempo lento; características que, sin embargo, corresponden con el ritmo de vida tanto de los pobres extremos en zonas marginales por razones geográficas (caso del sertón brasileño, en Mutum), la clase media profesional en el country de la provincia argentina (La mujer sin cabeza) o, en el caso que comentamos, una clase alta empresarial ociosa en Lima. Por tanto, los contenidos de estos escenarios sociales, escogidos por los directores, pueden llegar a generar una estructura paralela que interactúa (Méndez, Kogut) o subsume (Martel) a la acción dramática.
En la película que comentamos ese otro plano de significación está compuesto por varios elementos. El primero es la lograda ambientación, que muestra (y contrasta) dos aspectos y, al mismo tiempo, dos generaciones dentro de esta clase social. La casa del balneario de Asia describe una decoración moderna, que sirve de escenario no sólo a bacanales juveniles sino también sugiere el mundo empresarial y ejecutivo. Mientras que la casona limeña y un par de ambientes similares muestran las raíces coloniales y tradicionales de esta clase social; pero también sirven para exhibir los rituales de asimilación social de la amante y los entretenimientos de tías (la biblia, la jardinería) que rayan en la cojudez. Por otro lado, la tendencia a tomas fijas es contrapesada por travellings laterales que nos pasean por los ambientes y movimientos de los personajes; así como por los zooms de ida y vuelva que nos acercan y alejan las conversaciones que se dan entre ellos. Debe mencionarse, luego, el uso del espacio en off; es decir, diálogos o situaciones donde el otro personaje (u otros) están fuera del encuadre y no los vemos, lo cual establece separaciones (sugiriendo vidas separadas o débiles lazos emocionales). Hay también toques de audacia formal, como la ruptura de la continuidad en el diálogo entre padre e hijo en la fábrica, o también el plano y contraplano de Agustín y Elisa sentados en la misma posición lateral en la marquesina frente al mar; en ambas situaciones los encuadres vuelven a marcar las diferencias, ya sea generacionales como sociales, entre los protagonistas. Además, tenemos encuadres fascinantes, como el que empieza en la nuca de la amante, que nos hacen recordar la demostrada habilidad de Méndez para crearlos en Días de Santiago.
En cuanto a las situaciones que detienen o ralentizan la acción tenemos las escenas que muestran el creciente deseo del hermano por su hermana; sin duda lo más intenso de la película. Pero lo predominante es el hastío y vacío vital que sienten ambos personajes; lo que se extiende también, en mayor o menor medida, a los demás. Ambas situaciones se ensamblan perfectamente en el protagonista principal (Diego), en quien frustración y fatiga (emocional y vital) funcionan como un mecanismo de causa y efecto. El cual lo empuja a conocer otro medio social, totalmente distinto. Incluso su decisión final es tomada también con una pizca de cinismo y escaso compromiso con ese otro mundo que presuntamente lo habría sensibilizado.
Esta superficialidad y el arriba mencionado no comprarse pleitos lo recorre todo en la vida de los personajes de Méndez. Prueba de ello son la frivolidad exhibida en las fiestas, tanto juveniles (música electrónica), como las de adultos (flamenco y súper huachafo). Destacando también, en este rubro, las escenas humorísticas (ensayos de la amante para imitar la entonación de las tías pitucas) y otras que muestran la olímpica trivialidad en la que se mueve este grupo social. Hay, asimismo, momentos en que la construcción de algunos personajes llega a la caricatura. Esto no sólo funciona por compensación con las escenas más fuertes, sino que también constituyen una concesión al público, como también lo es el espectacular desnudo de Maricielo Effio; discutible, pero que posiblemente nadie discutirá.
En cuanto a lo ideológico, aunque es evidente la fuerte crítica a la “high” que supone el enfoque de Méndez, al mismo tiempo el director asume el punto de vista de Diego, su protagonista, hacia la servidumbre; es decir, las representantes de los pobres. Pese al ocasional reclamo de Diego para que no se dejen manosear por sus amigos ni ser maltratadas, en general; ellas tienen una buena imagen del empresario Agustín (“incluso nos donó una losa deportiva”, comenta una de las criadas). En la conversación hablada en quechua entre dos criadas, encantadora como lo es, se aprecia que ambas ignoran lo que ocurre en la vida de sus patrones. Pareciera que el abismo social que los separa es tan profundo que, pese a la convivencia diaria, nunca llegarán a tocarse; estableciéndose una relación asintótica entre ambos grupos. Se trata, por tanto, de una crítica restringida a la clase alta y sin alternativas de solución.
En ese sentido, Dioses se parece también a Mutum, donde la denuncia de la extrema pobreza también es limitada –en su caso– al ámbito geográfico; ya que la única forma de poder eludirla pareciera ser marcharse del lugar. No hablemos ya del filme de Martel, donde los personajes de los sectores sociales subordinados ni siquiera toman conocimiento del acto que los afectó y donde el encubrimiento opera automáticamente, sin que la responsable tenga que tomar alguna acción para ejecutarlo o, contrario sensu, impedirlo.
Finalmente, el aparato formal arriba descrito nos ofrece una visión distanciada y objetiva del mundo que busca retratar Méndez. Sin embargo, esto contrasta un poco con algunos elementos emocionales, como la música (la canción melancólica durante una fiesta en la segunda mitad del filme), el sueño de Elisa; o, a otro nivel, con los momentos humorísticos. Quizás ello refleje la fascinación y, al mismo tiempo, crítica que Josué ha declarado profesar hacia este olimpito limeño. Pero cuando sumamos a esto la omisión (y, en el caso de Agustín, el amortiguamiento) de los momentos de decisión de los personajes, ello puede generar cierta perplejidad en el espectador. Quizá el tipo de perturbación que sentiría Elisa cuando descubra que, en el fondo, nadie se tomaba en serio las sesiones de la Biblia y las clases de jardinería. Todo lo cual hace de Dioses una película muy interesante.
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