Dir. Pablo Larraín | 98 min. | Chile – Brasil
Intérpretes: Alfredo Castro (Raúl Peralta), Paola Lattus, Héctor Morales, Amparo Noguera, Elsa Poblete
Estreno en Chile: 28 de agosto de 2008
Ayer salí de la última función de Tony Manero y la sensación que tenía era la de haber visto, no un desastre absoluto y onanista cono lo fue Fuga, sino que una película hecha y derecha. Hasta me hizo sentir bien con el cine nacional, cosa que siempre me cuesta. Partamos diciendo de inmediato que Tony Manero no es la película inmensa e importante que se ha dicho que es. Tiene aciertos gratos, como la reconstrucción inteligente de la época, cuidando de mostrar sólo algunas cosas y no transitando por senderos más megalómanos como sí lo han hecho otras producciones.
Recuerdo que cuando terminé el visionado de la película Fuga, el primer largometraje de Pablo Larraín, la sensación que tuve fue de horror. Esto hubiera sido aceptable si el director me hubiera querido horrorizar, lamentablemente ese no era el caso. Lo segundo que pensé fue que esa película sería la única que, por decencia, se atrevería a dirigir. Mi estupor fue grande cuando me entero que dirigía otro filme y que éste era ambientado a fines de los setenta en Chile. Fechas complicadas, temas peliagudos. Nada bueno parecía presagiar la tentativa nueva.
Ayer salí de la última función de Tony Manero y la sensación que tenía era la de haber visto, no un desastre absoluto y onanista cono lo fue Fuga, sino que una película hecha y derecha. Hasta me hizo sentir bien con el cine chileno, cosa que siempre me cuesta. Partamos diciendo de inmediato que Tony Manero no es la película inmensa e importante que se ha dicho que es. Sí es un filme que redime al director de su obra original y lo encauza por el camino de un cine más serio y real, si se quiere, pero de ahí a ser una buena película, no. Tiene aciertos gratos, como la reconstrucción inteligente de la época, cuidando de mostrar sólo algunas cosas y no transitando por senderos más megalómanos como sí lo han hecho otras producciones. También existe un buen trabajo de fotografía y una postproducción de la imagen cuidada y con sentido en la mayor parte del metraje, exceptuando algunos fuera de foco aleatorios y distanciadores.
La actuación de Alfredo Castro es cuidada y trabajada, logrando construir un personaje alejado de todos los tics y sobregiros en los que cae tan fácilmente, ejemplo de esto es el loco muy loco que hizo en Fuga. Aquí asistimos a la creación de su Raúl Peralta, un don nadie que fantasea con la figura de Travolta en Fiebre de Sábado por la Noche. Un tipo escindido que mata a cualquiera y que sólo le importa su sueño, emular a Tony Manero y participar en el clásico, a la vez que horroroso, Festival de la Una. Castro está bien en su actuación reprimida, siempre alejado del resto de la gente, siempre malicioso. Es una pena que el personaje sea bidimensional. Siempre la misma voz, mirada, actuar. Nunca una sonrisa, un matiz algo distinto que lo llevara a terrenos más humanos, ya que Peralta puede ser un sicópata, pero también es un ser humano.
Por donde vienen los fallos mayores, y los hay varios, son por el lado del guión. Siempre la mayor falencia de nuestro cine son las historias, la coherencia en ellas y en sus personajes. El por qué hacen lo que hacen, el por qué pasa lo que pasa, el quién es esta gente, dónde viven, de dónde vienen, etc. Si analizamos lo que ocurre en la historia, son pocas las cosas que quedan claras y que tienen lógica. Claro que es fácil decir que la vida no tiene lógica, pero para tonteras no tenemos tiempo. Raúl Peralta mata porque sí, ok, bien; pero no sé quien es ni qué hace. Sé que tiene 50 años, pero no se me ocurre que hacía antes del estreno de Fiebre de Sábado por la Noche.
Su personaje se sostiene en base a que imita a Manero, pero el día antes del estreno de la película no se me ocurre a que diablos se podía dedicar. ¿Ya asesinaba? ¿tenía otro alter ego? ¿En la vida anda en la búsqueda de personas a las que imitar? Nunca entendí la relación existente en ese lugar donde vivían. ¿Qué era, una fuente de soda, un prostíbulo? ¿Amparo Noguera era su esposa, su amante? ¿La mujer mayor y dueña de este lugar, había tenido una relación también con Peralta? ¿Por qué las mujeres quieren acostarse con él si queda claro desde el principio que el tipo es impotente? ¿Por qué no le echan de ahí si nadie lo quiere y el no quiere a nadie? Preguntas varias que me aparecían de manera constante durante la exhibición. Esto, sumado a una brocha gorda en la creación de lo raro y extremo de este mundo, me hacían preguntarme sí había entendimiento real en lo que se contaba y si muchas cosas no estaban ahí sólo para efecto de choque, el cual funcionaba pero no emocionaba ni transmitía mucho. Ver a Castro defecando sobre la ropa de un posible competidor o una escena de sexo oral explícito no necesariamente transmiten espesura en la historia, si grosor y gratuidad. Otro problema con el filme, pero éste ya parece ser del tipo endémico en nuestro cine, es la falta de cariño con los personajes que se nos presentan.
Se me perdonará la comparación, pero es ineludible el filme del que hablaré. Si hablamos de los setenta y hablamos de psicópatas, Taxi Driver cae con fuerza en el ruedo. A pesar de lo extraño, alejado, asesino en potencia y justiciero en sus sueños, Travis Bickle se presentaba como un tipo con el cual se creaba una suerte de vínculo serio, afectivo. Es feroz el momento en que Travis se equivoca y lleva a su amada al cine porno, o cuando ésta ya no le quiere hablar y ni siquiera la cámara es capaz de soportar el patetismo de la escena por lo que mira, literalmente, para otro lado. Nosotros espectadores no podíamos más que sufrir junto a él y acompañarlo en su deambular errado por la vida, pero con Tony Manero esto nunca ocurre. Nunca siento interés por él ni por el mundo que lo rodea, tampoco me preocupa el hecho de que mate por matar o por cumplir sus sueños. No me interesa que gane o pierda el concurso de imitadores y nunca se me ha planteado, siquiera, que este concurso sea en verdad importante para él. Asisto en el peregrinar de Raúl Peralta/Tony Manero con los ojos de un ateo en una ceremonia panteísta. Alejado de este hombre, distante de sus emociones o de las mías. Se podrá esgrimir la tesis de que no se puede crear un vínculo con un monstruo, símbolo de la locura que una vez reinó en nuestro país, pero esto me tiene sin cuidado y me parece arbitrario y errado.
Dejando de lado estos fallos, Tony Manero es un relato que se deja ver y que bien se puede alzar como lo más interesante del cine chileno en lo que va del año. Se aprecia que existió trabajo por parte del realizador, en preparación del filme. Claramente Larraín dejó de lado el visionado obsesivo de los shots –reeles de comerciales muy fashion y cool– y se dedicó a ver cine. Por supuesto que muchas películas de los setenta, la filmografía de Gaspar Noé y cuotas altas de cine francés, pasaron por su aparato de DVD. No es poco, y se nota el cambio cuando un director se preocupa más por tratar de hacer cine que un comercial de jabón.
Deja una respuesta