Le fils de l’épicier
Dir. Eric Guirado | 96 min. | Francia
Intérpretes: Nicolas Cazalé (Antoine Sforza), Clotilde Hesme (Claire), Jeanne Goupil (la señora Sforza), Daniel Duval (el señor Sforza), Stéphan Guérin-Tillié (François Sforza), Liliane Rovère (Lucienne), Paul Crauchet (el padre Clément), Chad Chenouga (Hassan el tendero), Benoît Giros (Fernand, el mecánico), Ludmila Ruoso (Sophie)
Estreno en España: 05 de setiembre de 2008
Guirado posa una mirada nostálgica sobre lo que va quedando de lo pequeño, de las economías pequeñas, (en un hoy masificado por la fría supermercadolandia), de los últimos mohicanos (habitantes) de nuestros pueblos, de nuestro abandonado contacto con la tierra y con los mayores. Nostalgia acompañada de sombría realidad, pero también de vitalidad y optimismo. Resulta higiénico ver a este hijo de tendero (un Nicolas Cazalé muy correcto en su papel) aceptar su herencia familiar, ver como va perdiendo ese hermetismo metálico del comienzo para adentrarse lentamente en la naturalidad de la improvisación cotidiana, en el polo opuesto del know-how mercantilista, mediante el trato singular que requieren muchas de las situaciones con estos clientos.
Vendiendo y acompañando
Una cita con el cine francés de vez en cuando es un respiro oxigenado en la cartelera, bien para alimentar nuevas perspectivas cinematográficas, bien para salirnos, a ratos, del monopolio norteamericano (mainstream o independiente). Otras necesarias vueltas audiovisuales de factura europea, latinoamericana, asiática, o africana. Éric Guirado es un realizador francés que tiene en su haber premios de Cannes con algún corto, otro largometraje, y varios documentales encargados por la televisión francesa. Herencia ésta, la del documental, que plasma en el estilo de su último trabajo, casi documento, Le fils de l’épicier, (El hijo del tendero), cuyo título en las carteleras españolas es el más común Un verano en la Provenza.
Guirado posa una mirada nostálgica sobre lo que va quedando de lo pequeño, de las economías pequeñas, (en un hoy masificado por la fría supermercadolandia), de los últimos mohicanos (habitantes) de nuestros pueblos, de nuestro abandonado contacto con la tierra y con los mayores. Nostalgia acompañada de sombría realidad, pero también de vitalidad y optimismo. Miradas a lo cotidiano, a lo cercano, sin postales idealistas, ingenuas, ni finales categóricos. Muy al contrario de lo que afirman los caherianos, (no sé que bicho venenoso les ha picado a estos espectadores siempre estreñidos) no resulta el retrato de Guirado burdo y esteriotipado, de paisajes bonitos y gente buena. Nada más inexactamente definitorio para este film. En fin, ocurre a veces que donde unos ven verde, otros ven negro, y con semejante noria mareamos al espectador común que solo quiere cierta información válida para no perder dinero en sesiones insuficientes.
Como ya plasmó Jie Liu con El último viaje del juez Feng, impartiendo justicia entre pueblos perdidos, o Carlos Sorin con Sonrisas de New Jersey, junto al oscarizado Daniel Day Lewis como dentista que recorre la Patagonia, sin olvidar muchas cinematografías españolas repletas de cómicos que también impartían sonrisas a lugareños ninguneados, Un verano en la Provenza es un reencuentro personal, familiar, y social, en cuanto que se parte de una inestable soledad y precariedad económica en el medio urbano. “Hay mucha soledad en el campo, pero también en la ciudad, aunque esté ocultada por la agitación», matiza Guirado.
Resulta higiénico ver a este hijo de tendero (un Nicolas Cazalé muy correcto en su papel) aceptar su herencia familiar, ver como va perdiendo ese hermetismo metálico del comienzo para adentrarse lentamente en la naturalidad de la improvisación cotidiana, en el polo opuesto del know-how mercantilista, mediante el trato singular que requieren muchas de las situaciones con estos clientes. Y es que salir con un furgoneta repleta de variados productos y recorrer los pueblos de una parte del país, remarcar en este punto los encuadres tan hermosos del Sur de Francia, y con ello llenar el vacío de unas gentes que ya no son considerados «consumidores potenciales» es todo un reencuentro con la vida, es, en definitiva, ser un outsider. No faltan el humor, pero tampoco el drama. Hay una dosificación bien temperada, bien medida entre ambos, para que nada resulte ni pastelero, ni convencional. Todo ello sin resoluciones mágicas, pero sí con una filosofía que se aleja de la crispación a la que se tiende en el medio urbano.
Un verano en la Provenza , o El hijo del tendero (a mi preferencia) reposa sobre elementos estéticos, pero también sobre retratos verosímiles y emocionales, sin enjuiciar si es mejor la vida en el campo o en la ciudad. Y lo que resulta realmente lujoso en esta elección cinematográfica es la utilización de lugareños auténticos que dan una densidad rigurosa y conmovedora a los caracteres, evitando la fabricación de personajes desvaídos o impostados.
Antoine (Cazale) es uno de los dos hijos de la familia Sforza, que ante la circunstancia de un padre convaleciente y sus propios agobios urbanos decide ayudar a su madre en el pequeño negocio familiar, una tienda de ultramarinos en el pueblo donde se crió. Llega acompañado de su vecina, que no novia, (estupenda también Clotilde Hesme), alegre y vitalista que le ayudará a distender su espíritu del rebote personal que arrastra, dentro de una familia que no sabe comunicarse muy bien. Antoine se ocupará de la venta ambulante con la furgoneta, apreciando a través de la cámara su lenta transformación, desde un sentimiento de extrañeza ante tal labor, a encontrarse cómodo y formar lazos de vecindario amigo.
Estamos ante una historia delicada, aparentemente inocua, frugal, que sin embargo condensa una carga emotiva y un alcance estético nada desdeñables. Lo valioso de su autenticidad se encuentra en esa mirada sincera a lo que se está perdiendo.
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