Dir. Andrés Waissbluth | 90 min. | Chile – España
Intérpretes: Pablo Macaya (Tomás), Tamara Garea (Helena), Andrea García-Huidobro (Sandra), Àlex Brendemül (Jordi).
Estreno en Chile: 25 de setiembre de 2008
Andrés Waissbluth vuelve a la dirección luego de su auspicioso debut el año 2003 con Los Debutantes. Ahora llega con este film rodado en Barcelona y que trata de una pareja de chilenos, Tomás y Helena, quienes viven en un pequeño departamento de la ciudad española. Tomás trabaja en una editorial especializada en libros de autoayuda que está pronta a lanzar el libro «199 Recetas Para Ser Feliz». Su trabajo como editor no lo llena por completo y está en la búsqueda de un cambio. Ambos jóvenes están pasando por un mal momento en su relación y todo esto empeora cuando llega a visitarlos la ex polola del hermano muerto de Helena, Sandra. Esta silenciosa y extraña muchacha se va transformando en el objeto del deseo de Tomás, quien comienza a seguirla a donde sea que la chica vaya. Los recuerdos del hermano muerto, los conflictos de pareja y los deseos ocultos harán su aparición en el caluroso departamento.
El cine (no sólo el cine, pero a él nos abocamos en este espacio) siempre ha sentido una fascinación particular por las historias en que elementos ajenos al orden establecido hacen su irrupción y rompen la armonía existente. Siempre es un planteamiento interesante y sirve para realizar un viaje a problemas profundos y buscar salidas a éstos. En el caso de 199 recetas para ser feliz, esta pareja está en uno de esos períodos de los que se sale fortalecido o de los que, simplemente, no se sale. Pero la poca simpatía que se genera hacia los personajes hacen que todo el planteamiento quede ahí, sin posibilidades de que el espectador se comprometa e involucre en lo que ocurre.
Pablo Macaya siempre ha sido de esos actores que no importando el papel que le den, sabe sacar provecho del material y caer de pie en los proyectos en los que participa. 199 recetas para ser feliz no es la excepción y en su rol de Tomás es el que mejor está en este universo deprimido y caluroso. El caso de las actrices es distinto y a riesgo de sonar misógino, sus personajes resultan de un desagrado inmenso. Está muy bien que ninguna de las dos cumpla el canon de belleza clásica. Es agradable ver mujeres comunes y corrientes en pantalla y no esas muñecas prefabricadas de pasarela, pero resulta poco entendible que Tomás sufra de esta “fiebre” de deseo por el personaje de
Sandra, especialmente si esta no se presenta atractiva, ni simpática, ni graciosa o algo que encienda la llama. Es mucho más entendible el hecho de que la relación de Tomás y Helena esté mal. Nunca hay una muestra de cariño entre ambos y todo lo que Helena le dice a Tomás es con tono de burla y desagrado hacia su persona. Lo que resulta extraño es que sigan juntos.
Waissbluth se muestra como un narrador hábil en el área de la forma, pero se muestre débil en el fondo. Posee una inventiva visual fresca y con ella es capaz de lograr buenos momentos, como aquella muralla que se abre frente a los ojos de Tomás o la aparición del guitarrista en el living del departamento. Su problema es que nunca logra crear un punto de interés y fascinación con el universo planteado. Su relato se vuelve repetitivo y a ratos desagradable. Cuántas veces tenemos que contemplar que Tomás sigue a Sandra por las calles de Barcelona, cuántos son los comentarios desagradables que Helena debe decirle a Tomás para que nos quede clara la idea. Si a esto le sumamos el poco erotismo en general –no sólo en las escenas de sexo– el relato termina por agotarnos y disgustarnos. Y ojo, la falta de erotismo no es algo menor. Si tenemos en cuenta que las pulsiones que comienzan a aparecer en los personajes se encaminan por la vereda del deseo, no es perdonable que la pantalla no se inflame con el mismo. No basta con ver a una mujer con poca ropa y siempre sudada o fisgonear a una pareja teniendo sexo para que la temperatura suba. Si nunca se ha logrado instalar, de verdad, seres deseables en pantalla, cómo se pretende que se comprenda a carta cabal que existe deseo. Recuerdo el filme Body Heat, de Lawrence Kasdan y al personaje de Matty Walker como la encarnación misma del objeto ambicionado. Era comprensible que Ned Racine la deseara si nosotros, como espectadores, también lo hacíamos. Sí, era Kathleen Turner en su mejor época, pero si nos vamos a meter a las patas de los caballos, debemos saber a qué nos atenemos.
Es una pena que una película como 199 recetas…, que tenía potencial para armarse como un drama lleno de deseo y pulsiones, haya quedado tan lejos de su objetivo y terminara convirtiéndose en una película equivocada y perdida, ajena a los personajes y a los espectadores. Quizás si ésta hubiera sido la primera película del director todo este entramado resultaría atendible y con potencial futuro, pero en la segunda obra todo se vuelve una gran equivocación.
Deja una respuesta